En realidad, los rescates de bancos no son nada excepcional. Han existido siempre por un motivo evidente: el banco es un intermediario financiero que, bien gestionado, proporciona unos servicios de enorme utilidad para la sociedad. Si un banco insolvente se adquiere a precio de saldo y posteriormente se reflota, la rentabilidad que obtenga el reflotador puede ser enorme.
Pero el rescate de un banco implica necesariamente separar el grano de la paja: hay que liquidar las malas inversiones y reducir el volumen excesivo de deuda. Hasta los comienzos del siglo XX, estas tareas las realizaban inversores privados que comprometían y arriesgaban su propio dinero en salvar al banco. Actualmente, el Estado, a través de los bancos centrales, ha nacionalizado de facto esta iniciativa. Los bancos son rescatados por funcionarios que, en todo caso, ponen en peligro el dinero del contribuyente.
El problema de estas medidas se plantea especialmente en medio de las crisis económicas. En estos casos, los balances bancarios están repletos de malas inversiones que deben ser liquidadas como condición previa a la recuperación. Si el Estado rescata indiscriminadamente a los bancos para proteger al conjunto de los depositantes, las malas inversiones no se liquidarán y la crisis se perpetuará, tal y como sucedió durante la Gran Depresión estadounidense o más recientemente en Japón. Por no hablar de la enorme corrupción pública que podría producirse a la hora de decidir qué activos se adquieren y, sobre todo, a qué precio.
El 60% de todo el crédito de los bancos y cajas españoles ha ido destinado a adquirir activos relacionados con un sector de la construcción que ha padecido la mayor burbuja de precios del mundo -una sobrevaloración cercana al 40%-. El rescate público de estas entidades implicaría que todos los españoles tendrían que asumir las brutales pérdidas derivadas del inexorable ajuste de precios. En otras palabras, durante unos lustros de estancamiento económico estaríamos trabajando únicamente para recapitalizar a los bancos.
Además, la propuesta ni siquiera resulta factible dentro del marco del euro y de la limitación del endeudamiento público por parte del Pacto de Estabilidad.
Pero, sobre todo, no tiene ningún sentido rescatar a los bancos si el actual sistema financiero, basado en el dinero fiduciario de curso forzoso gestionado por un banco central monopolístico, les incentiva a que sigan incurriendo en prácticas que los encaminan sistemáticamente hacia la insolvencia.
Así pues, se hace necesario plantearse alternativas más realistas y efectivas que la simplista intervención pública en los bancos. Primero, habría que permitir sin condicionantes ni cortapisas que otros bancos privados adquirieran y diseccionaran a las entidades insolventes. En segundo lugar, si ningún inversor privado está dispuesto a hacerse cargo de los quebrados, habría que convertir una parte de la deuda del banco en acciones que serían repartidas entre sus acreedores. Y, en tercer lugar, es hora de iniciar la sustitución del actual sistema financiero por uno basado en el patrón oro y la prudencia bancaria.