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Venda un órgano, salve una vida

Publicado en Libertad Digital

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A pesar de nuestra incapacidad para producir órganos y sangre, no puede hablarse de escasez insuperable. En realidad, existe suficiente gente en el mundo para satisfacer la demanda, pero ello no está sucediendo. Todos somos conscientes de las largas listas de espera para conseguir un órgano o, en menor medida, una transfusión de sangre. ¿A qué se debe este desesperante desabastecimiento?

Se podría terminar con tales escaseces rápida y sencillamente recurriendo al mercado. Todos los bienes son escasos, sin embargo, en buena medida no lo percibimos así. Sabemos que cada mañana podremos comprar el pan y el periódico, o que cada cinco años, si así lo decidimos, cambiaremos de coche. La razón es que existe un precio de mercado para el pan, los periódicos y los automóviles. El desabastecimiento no emerge, y tanto compradores como vendedores salen beneficiados de las transacciones.

Imaginen que mañana el Gobierno impusiera a los panaderos o a los quiosqueros la donación del pan y los periódicos, esto es, que no recibieran ninguna contraprestación. ¿Alguien cree honradamente que podríamos adquirir cada día el pan y el periódico con la normalidad actual? El caso de los órganos y la sangre no es distinto.

Los neoinquisidores han vilipendiado y condenado el comercio de órganos y sangre hasta el punto de calificarlo como res extra commercium. Los políticos, en su cruzada moralizadora, desprecian, y por tanto prohíben, los intercambios libres y voluntarios de órganos. Así, por ejemplo, la Ley 42/1988 sobre Donación y Utilización de Embriones y Fetos Humanos o de sus Células, Tejidos u Órganos” impone que «la donación y utilización posterior [de los órganos] nunca tengan carácter lucrativo o comercial», y el Real Decreto 411/96, por el que se regulan las actividades relativas a la utilización de tejidos humanos, afirma expresamente que «no se podrá percibir compensación alguna por la donación de tejidos humanos ni existirán compensación económica alguna para el donante, ni cualquier otra persona».

Incluso Cruz Roja, en su página de información sobre la donación de sangre, coloca como principio ético fundamental que «el lucro financiero no debe ser nunca un motivo para el establecimiento y funcionamiento de un banco de sangre», y que «no deben existir motivos financieros para la prescripción de una transfusión sanguínea».

La prohibición y condena moral es, pues, taxativa; tanto como su inevitable consecuencia: el desabastecimiento. No estamos ante una situación diferente a la de pretender que el pan y el periódico se regale cada día. De hecho, si lo pensamos con cuidado, es posible que resulte más absurdo esperar que se donen órganos a que se done pan. Al fin y al cabo, el pan es un fruto reproducible de nuestro trabajo: hoy nos quedamos sin él; mañana, tras unas cuantas horas, podemos conseguir más. ¿Sucede lo mismo con los riñones? ¿Es tan fácil desprenderse de una barra de pan como de un riñón? Y si no lo es, ¿por qué poner todavía más trabas a la obtención de riñones?

A pesar de la imposición de un precio cero para la donación de sangre y órganos, España es el país del mundo con mayores donaciones. La razón es que parte de ellas no son realmente voluntarias, sino que se extraen partiendo del totalitario principio de que el cuerpo humano pertenece al Estado. Así, si la familia no se opone, existe la presunción de que el individuo tenía la intención de donar los órganos en el momento de su muerte. En otras palabras, los políticos, salvo protesta manifiesta de los familiares, se consideran legitimados para expropiar y apoderarse del cadáver de la víctima. Se procede a una nacionalización masiva del cuerpo de los individuos.

Aun así, la escasez resulta más que evidente. Hoy en día se necesitan 4.000 riñones, 1.800 hígados, 130 pulmones, 100 corazones y 80 páncreas. Tenemos a más de 6.000 personas esperando un transplante de órganos, 50 de las cuales mueren cada año.

Wikipedia considera el sistema español de donaciones «uno de los más eficientes del mundo». Ciertamente, la situación es mucho peor en otros países. De hecho, cada dos días muere una persona en el mundo por insuficiencia de hígados, y más de 80.000 pacientes esperan, sólo en EEUU, un órgano para sobrevivir.

Pero todo ello no parece razón suficiente como para que los neoinquisidores políticos abandonen su oposición al comercio de órganos. Sus argumentos, como de costumbre, suponen un velo justificativo para sus ansias de control. Por ningún lado se sostienen.

Argumentos éticos

El argumentario ético de los neoinquisidores es más bien variado y casuístico. No existe un auténtico corpus teórico –más allá de ancestrales prejuicios– que justifique la prohibición de la venta de órganos. Ya hemos visto que tanto la Ley como Cruz Roja señalan que la donación no puede estar sometida al ánimo de lucro. Pero no se explica ni se razona por qué. Yo, por mi parte, intentaré explicar y reconsiderar las, a mi juicio, tres grandes líneas argumentales en contra de la venta de órganos.

La primera señala que el ser humano no es plenamente propietario de su cuerpo, por lo que no estaría legitimado para vender partes del mismo. Podemos denominarla «tesis religiosa»: la vida –y por tanto nuestro cuerpo– procede de Dios y resulta indisponible a los seres humanos.

El error de esta tesis es múltiple. Por un lado, no supone un argumento contra la venta de órganos, sino contra cualquier acto dispositivo de los mismos, incluida la donación. En ese sentido, tan inmoral resulta venderlos como donarlos. No se puede extraer órganos del cuerpo humano, con precio o sin él. Por otro, eliminar la prohibición a la venta de órganos no supone que todo el mundo tenga forzosamente que aceptar venderlos. Es del todo lícito pensar que no somos plenamente propietarios de nuestro cuerpo; pero de ahí no se deduce que podamos prohibir a los demás los actos de disposición sobre su cuerpo, ya que en todo caso el propietario es Dios, no nosotros. En otras palabras, si creemos que Dios es el propietario del cuerpo humano, nosotros no estamos legitimados para manejar los cuerpos ajenos en ningún sentido, pues equivaldría a subrogarse en la posición del legítimo propietario. Sólo queda que la persona tome sus decisiones morales, correctas o no, y responda en consecuencia ante Dios.

La segunda apunta que vender órganos mancilla el acto puramente caritativo de la donación voluntaria y solidaria. Podríamos denominarla «tesis virgiliana», pues considera inmoral en sí mismo el ánimo de lucro –la auri sacra fames–. La donación de sangre y órganos vendría a ser una decisión tan trascendente e importante que no puede pedirse contraprestación por ella.

Nuevamente incurrimos en contradicciones. Precisamente cuando adquiere sentido cobrar un precio o recibir una contraprestación es cuando ofrecemos algo verdaderamente útil y valioso. Dar las gracias o los buenos días es un simple acto de educación por el que sería risible cargar un precio. No lo es, en cambio, dar una parte esencial de nuestro cuerpo. De ahí que resulte plenamente lícito que el donante solicite una recompensa por su enorme sacrificio.

Pero es que, además, el argumento olvida la otra parte de la relación. Parece que los órganos sólo prestarán su función salutífera si no contienen la pecaminosa mancha original del «ánimo de lucro». Es honroso donar un órgano, pero repudiable venderlo. Sin embargo, al paciente que necesita un órgano le salvará la vida tanto si ha sido comprado como si ha sido regalado. La única diferencia es que en el primer caso obtendrá el órgano y en el segundo, probablemente, no.

El último argumento se correspondería con la tesis socialista. Para el socialismo, los órganos de todos los individuos de la sociedad pertenecen a la colectividad. Así, resulta inmoral que alguien cobre un precio por algo que realmente no le pertenece. Por lo demás, un mercado de órganos podría suponer que los ricos se adelantaran a los pobres en la recepción, cuando todos los seres humanos tienen un igual derecho a aquellos.

Lo cierto es que señalar que todos los órganos son de todos no aporta nada positivo a la discusión. Si mi corazón es de todos los ciudadanos del mundo, ¿por qué no podrá reclamarlo un paciente que necesite un transplante? Al fin y al cabo, el hecho de que esté en mi caja torácica es sólo un dato circunstancial. ¿Por qué he de tener yo un mayor derecho sobre mi corazón? En otras palabras, ¿por qué todos los pacientes que esperan órganos no pueden instar al Estado a que los extraiga de personas vivas? Según el argumento socialista, mis órganos son tan míos como suyos.

No sólo eso: el argumento es, por si fuera poco, contradictorio. Si mi órgano pertenece a todo el mundo, existen derechos concurrentes sobre el mismo. El refrán castellano es suficientemente expresivo: «Lo que es común no es del ningún»; si todos poseemos un derecho equivalente sobre un mismo bien, nadie puede realizar una utilización efectiva, a menos que un tercero discrimine. En realidad, ese tercero sería el propietario efectivo.

Tampoco parece consistente señalar que los ricos se adelantarían a los pobres. Realmente sorprende que subsista esta preocupación, cuando también sería trasladable a los alimentos en general. ¿Es que acaso los ricos no podrían adelantarse a los pobres para comer? No sólo eso: el argumento sorprende cuando ricos y pobres sufren una patente carestía de órganos, precisamente, porque se prohíbe su comercialización. Todo parece indicar que la venta de órganos provocará un aumento tal en la oferta que sus precios caerán sustancialmente y estarán al alcance de todos los necesitados.

Argumentos económicos

Agotados los pretextos éticos, los neoinquisidores recurren a los económicos. Primero sostienen que nadie estará especialmente interesado en vender órganos vitales, dado que una condición para poder disfrutar de la contraprestación es estar vivo. Esto es simplemente falso. Una persona podría contratar con otra (o con una empresa) la venta de sus órganos para el momento de su fallecimiento. En ese sentido, cabrían dos opciones: entregar el montante pactado a la familia (para ayudarle a sobreponer las cargas de la muerte) o adquirir el valor presente de la suma de dinero futuro esperada por la venta del órgano en el momento de la muerte, esto es, una especie de mercado de futuros de órganos (en concreto, se trataría de un contrato sometido a término).

Pero los beneficios serían incluso más espectaculares en el caso de la sangre o de órganos no vitales, como los riñones. Casi todo el mundo puede prescindir de un riñón, o vender sangre regularmente. Las variaciones de precios conseguirían una completa satisfacción de las necesidades. No en vano muchos consideraron pertinente incluir el esperma entre las «res extra commercium«; afortunadamente no se hizo, y hoy nadie puede hablar de desabastecimiento en los bancos de semen. Lo mismo ocurriría con la sangre y el resto de órganos.

En segundo lugar, los neoinquisidores argumentan que la venta de órganos desataría un alud de criminalidad encaminada a hacerse con los órganos de los menores del Tercer Mundo. Los niños, sostienen, serían mutilados por sus órganos. La entidad de este argumento es equivalente a señalar que la existencia de la propiedad privada estimula el robo. Un delito es siempre un delito, por tanto tales acciones deberían ser rápidamente perseguidas (a no ser que hubiera mediado consentimiento por parte del niño para vender alguno de sus órganos no vitales).

Además, hay que tener presente que, paradójicamente, si semejante mercado pudiera existir los incentivos serían mucho mayores en la actualidad. De hecho, se calcula que el precio medio de un órgano en el mercado negro ronda los 125.000 dólares. Una despenalización de la venta posibilitaría una reducción sustancial del precio y una reducción de los incentivos. Sólo es necesario recordar que la abolición de la Ley Seca terminó casi por completo tanto con las mafias como con la corrupción policial.

Pero es que resulta materialmente imposible acudir al Tercer Mundo con un bisturí y arrancar órganos de manera criminal. Tales operaciones necesitan de centros médicos especializados y de numerosas medidas de conservación del órgano. Ninguna empresa adquiriría órganos en mal estado traídos desde la lejana África o Sudamérica. Estamos ante leyendas urbanas de escasa sustancia.

Conclusión

Los neoinquisidores no han dudado en prohibir la venta de órganos para proseguir con su cruzada moralizadora de la sociedad. En este caso, sus clichés y prejuicios han impedido la formación de un mercado que satisfaga tanto al donante como al donatario. El número de muertes por insuficiencia de órganos está del todo injustificado si tenemos en cuenta la enorme cantidad de personas dispuestas a vender sus órganos o su sangre.

No hay razones éticas ni económicas para que la prohibición de la comercialización de sangre y órganos siga en pie. Más bien todo lo contrario: tras haber analizado detenidamente el asunto, es evidente que constituye un imperativo económico y moral de primer orden suprimir tan absurda prohibición.

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