La plata de los venezolanos fue a parar a los bolsillos de Cuba, Nicaragua y al resto de las naciones paniaguadas.
Luisa Ortega, fiscal general de Venezuela, introdujo un recurso de nulidad ante el Tribunal Supremo de Justicia basado en el carácter inconstitucional de la Constituyente que intenta organizar Nicolás Maduro. Ortega ha disparado un torpedo a la línea de flotación de un chavismo que ya andaba flaco, fané y descangallado.
Poco antes de dar ese paso definitivo, Ortega declaró que era una persona que no conocía el miedo y, francamente, lo ha demostrado. La respuesta de algunos chavistas ha sido de un cinismo terrible: pretenden declararla loca. Algo así como establecer que todo funcionario que tenga un criterio independiente conforme a la ley da pruebas de estar mal de la cabeza.
Probablemente los jueces del TSJ, que son meros apéndices de la Presidencia, rechacen el recurso de la Fiscalía, pero el mero hecho de haber iniciado ese trámite judicial deslegitima totalmente el proyecto de liquidar los vestigios republicanos que quedaban en Venezuela con el objeto de instaurar una dictadura totalitaria calcada del modelo cubano.
La postura de Ortega, súbitamente apegada a Derecho –es mejor tarde que nunca–, coincide con el extraordinario ejemplo de rebeldía civil que están dando decenas de miles de jóvenes en ese país. Era realmente un «bravo pueblo», como reza el himno de los venezolanos. Ya llevan 67 muertos y continúan repitiendo una consigna tercamente heroica mientras los gasean y balean sin compasión: «Calle sin retorno hasta que Maduro se vaya».
¿Es eso posible? Puede ser. Maduro apesta. En marzo, el 21,1% de los venezolanos pensaba que Maduro debía terminar su mandato constitucional en el 2018. Era poco, pero al menos una quinta parte así lo creía. A principios de mayo, menos de 45 días después, el porcentaje de apoyo se había reducido dos tercios, al 8,08. Si lo miden en junio, creo que ni Cilia, su mujer, lo respaldaría. Ese país, esa sociedad, no lo quiere. «¡Fuera Maduro!» es más un mantra que una consigna.
Estos datos provienen de una reciente encuesta nacional, muy bien hecha, auspiciada por la Universidad Católica Andrés Bello. Los números reflejan lo que dicta el sentido común. El 89,02% piensa que Venezuela va mal o muy mal. Pero no se trata de una percepción abstracta. Ocho de cada diez venezolanos estiman que a ellos mismos les va mal o muy mal.
¿Por qué? Sencillo: la escasez de alimentos y medicinas es pavorosa y creciente. El 79% de los venezolanos culpa al Gobierno de esta situación, incluido el 44% de los que se autocalifican de chavistas. El hambre ha llegado a los cerritos. La indiferente legión de los nini –ni con unos ni con otros– se ha reducido a la mitad. Ergo, el 77% del pueblo respalda las protestas frente a un magro 17 que se opone.
La encuesta es muy larga. Vale la pena examinarla porque pregunta a los venezolanos cuál es la salida del laberinto. Naturalmente, los presos políticos, claro, a la calle. Y, sin duda, consultas verdaderamente democráticas. Nadie quiere una guerra civil. Inmediatamente, elecciones para gobernadores y alcaldes. Luego, la presidencial. El objetivo es enfriar la bomba potencial en una urna.
Mientras todo eso sucede, el 88,4% pide un canal humanitario para que los pobres coman y se curen. (Los pobres, gracias a la estupidez congénita del socialismo, ya son más del 66% del censo y continúan aumentando. Por ahora, se alimentan de las sobras, a veces nauseabundas, del pequeño grupo que tiene ahorros en dólares fuera del país).
Por eso cada día que pasa aumenta el clamor internacional por una intervención humanitaria. En Naciones Unidas, en los noventa quedó consagrado el deber de proteger. Basta con examinar las imágenes de los niños desnutridos publicadas por la BBC de Inglaterra para darse cuenta de que ese empobrecido país está a la las puertas de una hambruna que puede matar a un par de millones de personas, como en su momento ocurrió en Corea del Norte.
Si Vladimir Padrino López, el general a cargo del manicomio, revisa la encuesta, verá que el Ejército, la Policía y los paramilitares están en la cola de los aborrecimientos, sólo superados en esa poco honorable shit list por los chupópteros de los países del ALBA, percibidos como los grandes chulos de la riqueza venezolana.
La plata de los venezolanos fue a parar a los bolsillos de Cuba, Nicaragua y al resto de las naciones paniaguadas, descontando el enorme caudal que se robaron los bandidos del Socialismo del Siglo XXI, a cambio de respaldo internacional para, precisamente, destruir la economía del país más rico de América Latina. Por supuesto que es para indignarse.
Ese es el mejor argumento que tiene Padrino para quitar todo apoyo a Maduro. Los están hundiendo ante un pueblo que antes los admiraba. Los grupos más respetados son los muchachos que luchan y mueren, los empresarios que tratan de crear riqueza nadando contra la corriente, los curas locales, que están junto al pueblo, las redes sociales que transmiten información y no propaganda.
Obviamente, Raúl Castro y sus militarotes intrigan incesantemente para no perder esa fuente de ingresos, pero el chavismo sereno –de que los hay, los hay– tendrá que admitir que no se puede ahogar para salvar a una isla parásita, aferrada a un sistema absolutamente improductivo, empeñada en no crear riqueza y en vivir de la caridad ajena, que lo único que aporta, cobrados a precio de oro, son los planos para la fabricación de una asfixiante jaula implacablemente miserable.
La encuesta termina con una frase certera: la libertad está cerca. ¿Cuándo? No lo dice. Son encuestadores, no magos.