Hace ahora siete meses dijimos que si en España se imitaba el pésimo ejemplo de Alemania y se consideraba de forma oficial a este tipo de entretenimiento como "cultura", se abriría la puerta a las subvenciones a mansalva. Y así ha ocurrido.
El Congreso de los Diputados ha aprobado una Proposición no de Ley presentada por el socialista Rafael Simancas (el mismo que quería que se limitara la libertad en internet para proteger a la SGAE y compañía) por la que decide crear una nueva casta de privilegiados. El texto dice que la Cámara Baja "establece [de manera que se apropia de una función que sólo corresponde a la sociedad y nunca a los políticos] que el videojuego constituye un ámbito fundamental de la creación y la industria cultural de España" e insta al Gobierno "a facilitar su acceso a todas las ayudas factibles para la promoción de su actividad, la financiación como industria cultural y la internacionalización de sus iniciativas".
Estamos ante el nacimiento de un nuevo grupo de privilegiados creadores de productos en su mayor parte de mala calidad (algo que ocurre en todos los sectores subvencionados) pero mimados desde el poder político con el dinero de los ciudadanos. Una nueva casta parasitaria que vendrá a sumarse a la existente en el cine o el teatro, entre otros ámbitos "culturales". Esto es grave, pero la proposición da para más. La exposición de motivos se resume en "pero qué maravillosos son los desarrolladores de videojuegos y sus empresas, que tenemos –en realidad, los ciudadanos con sus impuestos– que ayudarles". Pero dentro de estos lugares comunes se cuela un nacionalismo paleto y antiglobalización digno del mismísimo Hugo Chávez.
Se alude a la debilidad, supuesta o real, del sector para añadir, con un lenguaje que parece sacado de algún manual falangista, que las "grandes corporaciones extranjeras aprovechan el talento extraordinario de los creativos españoles comercializando exitosamente sus productos, sin un reconocimiento justo". Se sigue arremetiendo contra la supuesta maldad de esas multinacionales que "aprovechan las dificultades de los creativos españoles" (esto lo podrían firmar tanto "La Pasionaria" como José Antonio Primo de Rivera) para después alertar que "la financiación de la obra creativa suele ser sufragada por estas grandes empresas, que en contrapartida imponen cláusulas restrictivas en relación a la propiedad y la explotación del producto". ¿Acaso sería diferente si quien pone el dinero o consigue la subvención estuviera en Madrid, Cuenca o Barcelona? Seguro que no.
Lo único que consuela ante todo esto, aunque muy poco, es pensar que entre los ciudadanos a los que se les va a robar para pagar esas subvenciones se encuentran los directivos españoles de Amnistía Internacional, esos tipos obsesionados con aplicar la censura sobre los videojuegos.