El pacto en cuestión es socialdemocracia de 24 quilates, ideología que, amén de hegemónica desde la Transición, es sobre la que se fundamenta nuestro sistema político.
Por mucha mofa que despierte ahora el pacto de Gobierno entre PSOE y Ciudadanos porque las matemáticas parlamentarias no le son propicias, ese mismo acuerdo será la base del que tendrán que suscribir el mes que viene o, como muy tarde, el próximo mes de julio los firmantes de ahora más el Partido Popular cuando haya decidido sacrificar a Rajoy junto a toda la cúpula que ha llevado al partido al borde del precipicio. Yerra, por lo tanto, el PP acusando a Rivera de haber llegado a un pacto “de izquierdas” o “socialista”, tal y como se extrae de los psicotrópicos hashtags que se veían esta semana en Twitter, movidos todos desde las propias sedes del PP y con escaso eco más allá de los marianistas convencidos, que a estas alturas son muy pocos y lo hacen más por interés personal que por simpatía hacia el Dorian Grey de la Moncloa.
El pacto en cuestión es socialdemocracia de 24 quilates, ideología que, amén de hegemónica desde la Transición, es sobre la que se fundamenta nuestro sistema político. Continuismo puro con algunas reformas menores y la voluntad de empezar de cero haciendo borrón y cuenta nueva de los muchos errores cometidos hasta hoy. Con razón Podemos lo ataca con tanto encono. Para un comunista lo peor que hay sobre la faz de la Tierra es un socialdemócrata. Les han traicionado tantas veces que los comunistas bien informados saben que es mejor no acercarse a ellos si no es por la espalda y con una daga entre las manos. A eso mismo es a lo que se disponía Iglesias cuando, en uno de sus arranques teatrales, le echó un órdago a Sánchez la misma tarde que éste se encontraba reunido con el Rey. De eso hace ya un mes. De haber accedido Sánchez al trueque hoy ya tendríamos un Gobierno “de progreso” y “de cambio” presidido nominalmente por el candidato del PSOE pero manejado en la sombra por los rasputines podemitas.
Iglesias encadenó dos errores de principiante. El primero fue creer que a un partido que lo ha sido todo en España durante siglo y pico se le puede derribar con un simple puntapié ligero pero aplicado en el momento exacto. El segundo pensar que los socialistas son tontos. Quizá Pedro Sánchez lo sea, no digo que no, pero el PSOE no solo es Pedro Sánchez, diría más, el PSOE hoy por hoy es casi cualquier cosa menos Pedro Sánchez, un antilíder que ha dejado al partido en los 90 escaños y que, como consecuencia, necesita la presidencia a cualquier coste, incluido el de ser presidente sin serlo. Ahí es donde Sánchez nos demostró que no es precisamente Felipe González ni tampoco Zapatero, no es ni siquiera Rubalcaba o Almunia, dos interinos que, a diferencia de él, hicieron de su capa un sayo sin consultar más que a su conciencia. Sánchez, en cambio, hubo de pasar por el tribunal del comité federal, donde recibió las instrucciones pertinentes. Esas instrucciones consistían en buscar un acuerdo con Ciudadanos que colocase de una vez al PSOE en el mapa antes de que terminase perdiéndose para siempre. Tal y como lo vemos ahora mismo, con un mísero respaldo de solo 130 diputados, el pacto es un brindis al sol, cierto, pero es a la vez una declaración de intenciones. El PSOE ya ha se ha situado y nos ha dicho donde está y por donde quiere ir. Ahora y dentro de cinco meses. Está dentro del sistema, es un partido del sistema y defenderá el sistema.
La irrupción de Podemos en la izquierda española hace un par de años pilló a los socialistas con el pie cambiado e inmersos en la crisis de identidad del poszapaterismo. Una crisis que, dicho sea de paso, habían provocado ellos mismos dando pábulo al adanismo infantil que es hoy marca de la casa morada, al guerracivilismo desorejado que padecemos y a la tolerancia infinita con los nacionalistas, especialmente con los catalanes. El estropicio es por todos conocido, se han vertido literalmente ríos de tinta denunciando los desmanes del zapaterismo, cuyo subproducto final destilado y purificado en la facultad de Políticas de la Complu suma hoy 69 escaños y amenaza la supervivencia de la España del 78.
Con el PSOE situado de nuevo en el centro político pueden ahora hilvanar un discurso reformista y moderado, que es lo que la sociedad española demanda. Y no es algo que yo me invente, a los sondeos y encuestas me remito. Podemos buscó ese mismo hueco valiéndose de la añagaza del transversalismo, algo que todavía le dura y que siguen aprovechando presentándose como el partido de todos, el partido “de la gente”. No son el partido de todos, por descontado, son un heterogéneo movimiento de extrema izquierda salpimentado con nacionalistas regionales cuyas coordenadas ideológicas cabalgan entre el marxismo de hace un siglo y la contracultura de los años sesenta. El PSOE, preso de mil complejos de culpa, les ha dejado hacer y hasta les ha entregado gratuitamente valiosas alcaldías como la de la capital. Hace unos días un exiliado venezolano, del partido Acción Democrática -que comparte internacional con el PSOE-, me decía que Podemos no era muy diferente al Movimiento V República que aupó a Chávez al poder en 1998. “Se mueven como una serpiente”, me señalaba, “te acechan, te engatusan y sin advertirlo te muerden y adiós”. Los socialdemócratas venezolanos, que hoy atraviesan el peor de los desiertos olvidados por todos, saben bien de lo que hablan. Que no le habrán dicho a Felipe González, que desde siempre estuvo muy bien conectado en Venezuela.
Con la letra y el espíritu de ese pacto Pedro Sánchez o el que venga (que lo mismo es la que venga si se termina materializando la operación Susana) pueden ya marcar su territorio. La ocasión no podía ser mejor. El Partido Popular no reacciona o cuando lo hace es tarde y mal. Con elecciones o sin ellas, con Pedro Sánchez o sin él, el PSOE está de vuelta, ha encontrado una veta y se aprestará a explotarla.