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¿Y ahora qué, Guatemala?

Publicado en Libertad Digital

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Nadie, ni los mejor informados, esperaban hace solo seis meses la cruzada que se iba a desatar a lo largo y ancho de todo el país a cuenta de la CIGIG

Guatemala es de ese tipo de lugares en los que, quizá porque viven al margen del mundo, a veces suceden las cosas más insospechadas. Cosas como que de una tacada caigan el presidente, la vicepresidenta, un puñado nada despreciable de ministros, el presidente del Seguro Social, el gobernador del Banco de Guatemala, el director del SAT (la agencia tributaria local) y un sinfín de altos cargos. Todo a causa de la corrupción, lo cual es decir mucho porque en Guatemala la incidencia de la corrupción –la pública y la privada– fue siempre altísima. Los chapines (gentilicio coloquial de los guatemaltecos), de hecho, la descuentan como algo connatural al sistema. Han aprendido a vivir con ella como un mal menor, y acaso necesario, inherente a la república desde su improvisada fundación a mediados del siglo XIX. 

Nadie, ni los mejor informados, esperaban hace solo seis meses la cruzada que se iba a desatar a lo largo y ancho de todo el país a cuenta de la CIGIG, una comisión dependiente de Naciones Unidas, instaurada tras el fin de la guerra civil y cuya labor es velar por el fortalecimiento del Estado de Derecho. Casi con toda seguridad la CIGIG, cuestionada hasta ayer mismo, contemplada por muchos guatemaltecos como una reliquia del pasado sin demasiada utilidad práctica más allá de proporcionar jugosos salarios a un grupo de funcionarios internaciones, ha actuado siguiendo las directrices emanadas de Washington, verdadero poder en la sombra que aplica una cantidad siempre variable de poder blando sobre este y todos los demás países de Centroamérica. 

Las razones que mueven al departamento de Estado a armar un lío tan monumental en Guatemala son un misterio absoluto ante el que se admiten todo tipo de apuestas. Ahí van unas cuantas. Al repentino interés de la Casa Blanca por Guatemala no es ajeno el hecho de que el Estado guatemalteco esté penetrado hasta el tuétano por el dinero del narcotráfico. Dinero que compra voluntades políticas envenenando el sistema nervioso del país. Pero eso de por sí no lo explica. Esta desventurada república lleva muchos años formando parte de la autopista de la droga que va de los campos de cultivo colombianos a los consumidores finales en Estados Unidos pasando por Venezuela, Centroamérica y México. En cada estación los intermediarios hacen su agosto con suculentas comisiones. Si, como dicen los expertos, por Guatemala pasa el 80% de la cocaína que entra en el gigante del norte, no tiene más que hacer cálculos para advertir la magnitud del problema. 

Esa cantidad ingente de dinero negro se blanquea en la región, y esa es la segunda de las razones que habría movido a los yanquis a intervenir. Pero estamos en las mismas. Centroamérica es una lavadora gigantesca desde hace mucho tiempo y nadie había hecho nada para cortarle la corriente. Digamos que blanquear capitales de dudoso origen en el istmo era una lucrativa tradición que parecía satisfacer a todos, empezando por los propios gringos ya que una parte considerable de ese dinero termina en Florida en forma de mansiones y gasto suntuario, cuando no directamente en empresas y otras actividades comerciales.

Cabría una tercera a tener en cuenta. De los muchos problemas irresolubles que maneja el gabinete de Obama quizá el de la inmigración ilegal sea el más candente. El año pasado hubo una crisis en la frontera, y no porque entrasen indocumentados, que eso es lo normal, sino porque entre las decenas de miles de mojados apresados por las patrullas fronterizas encontraron demasiados niños. Muchos venían directos desde Guatemala tras efectuar una interminable y pavorosa travesía por México. Dejando al margen la tragedia humanitaria, repatriar a un pequeño de nueve o diez años es, cuando menos, complicado, y más si ese pequeño no sabe ni leer ni escribir y desconoce el lugar exacto del que viene.     

Sea lo que fuere lo que ha movido a Estados Unidos a lanzar una pedrada sobre las pestilentes pero pacíficas aguas del oasis guatemalteco, lo cierto es que el país se encuentra en una encrucijada histórica inesperada. Nunca antes se habían producido manifestaciones populares tan masivas como las de los últimos meses. Nunca antes habían tenido que dimitir tantos altos cargos y, mucho menos, el mismísimo presidente de la república. Nunca antes un número tan alto y significado de poderosos había dado con sus huesos en la cárcel. Este es un país joven y no con demasiada memoria histórica, cierto, pero todos saben que lo que sucede no es normal. Quizá la novedad es esa misma. Por una vez el poderoso que la hace paga hasta la última letra de sus fechorías. Parece de cajón pero en este rincón del trópico las categorías que se manejan suelen ser otras muy distintas a las que se estilan en Europa o Norteamérica.  

La parte más fácil del trabajo ya está hecha. Al fin y al cabo, para abrir una gran operación al estilo de la de manos limpias en Italia hace dos décadas tan solo hace falta voluntad judicial de llevarla a cabo. Eso y que no asesinen a los jueces instructores como pasa en México o en Honduras. En Guatemala conviven a día de hoy dos poderes judiciales paralelos: el oficial, encarnado en la Corte Suprema y el Ministerio Público, y el oficioso, el de la CIGIG, cuya legitimidad bebe de Naciones Unidas. La competencia entre ambos actores es la que ha posibilitado esta implosión. Respecto a la violencia, los jueces se sienten más o menos seguros, al menos hasta ahora, todavía no han matado a ninguno. No se me asuste, entraría dentro de lo normal, aquí a la gente la quitan de en medio por cualquier nimiedad. Los jueces que han abanderado este proceso han hecho méritos más que sobrados para estar en la mira.  

Lo difícil viene ahora. Lo difícil es que esto no se transforme en una campaña de linchamiento que pervierta todo lo bueno y justo que se está haciendo. Entre la población se percibe cierta cólera, pero no hasta el extremo de que se hayan registrado disturbios y altercados violentos, que sería lo esperable en un país con un 50% de pobres de solemnidad. La revolución chapina se ha saldado hasta el momento con el milagroso balance de cero muertos. En un país que entierra anualmente a unas cinco o seis mil personas asesinadas es algo ya de por sí digno de reseña. 

Podría no pasar nada y que todo lo que ha sucedido desde abril hasta ahora no sea más que una simple purga, la puesta a punto de un sistema que volverá a emponzoñarse tan pronto como el nuevo Gobierno, salido de las elecciones de este domingo, tome posesión en enero. Podría también ser el comienzo de una rebelión pacífica de las depauperadas clases medias del país, condenadas a vivir con lo puesto bajo un techo de cristal que les impide prosperar, la única Guatemala posible que lleva demasiado tiempo reclamando su lugar bajo el sol. O, poniéndonos en lo peor, podría suceder que el país, el más poblado de Centroamérica, se deslizase por la pendiente del populismo y la inestabilidad con su funesta corte de agitación y resentimiento. Al final será lo que este admirable pueblo, acostumbrado a sacrificios sin cuento y a aguantar lo que le echen, quiera. Solo nos queda confiar en que sepan tomar el tren adecuado de los muchos que van a pasar por su estación en los próximos meses.

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