Me temo que el verdadero problema de la sociedad es que no estamos dispuestos a que nos miren mal.
En 1894, un oficial del ejército francés rompía en dos, contra su rodilla, la espada de un joven capitán de artillería, padre de dos hijos, acusado de traición a la patria y condenado a permanecer recluido, de por vida, en una prisión de una pequeña isla en medio de la nada, desde la que ni siquiera podía ver el océano. En el patio de la Escuela Militar del Champ-de-Mars, miles de personas miraban y gritaban “¡Muerte a los judíos!”. Era Alfred Dreyfus, protagonista del juicio del siglo, condenado injustamente. Dreyfus es la definición perfecta del “chivo expiatorio”. Cuentan quienes han estudiado a fondo el tema, que no fue tanto la actitud contraria a la inmigración de los judíos de Alemania y el este europeo lo que terminó por condenarle. Estaba en juego el honor del ejército francés: una vez señalado con el dedo, el ejército no podía consentir que nadie pensara que estaba encubriendo a un judío traidor. Todo fue flagrante en el caso Dreyfus: que le señalaran porque siendo judío de Alsacia era carne de cañón; que el argumento de los expertos en caligrafía fuera que la letra del documento incriminatorio era tan diferente de la de Dreyfus, que se notaba que había fingido su escritura; que no dejaran que la defensa revisara los documentos presentados como evidencia.
Su hermano Mathieu Dreyfus se dedicó en cuerpo y alma a probar la inocencia de Alfred y logró pruebas que señalaban a otro militar, el comandante Esterhazy, como culpable evidente. El teniente coronel que se hizo cargo fue Georges Picquart, el mismo que había pasado el documento incriminatorio a sus superiores, el que quedó con Dreyfus para que la policía militar le detuviera sin problemas. Picquart era abiertamente antisemita y contrario a Dreyfus, pero, por su honor y su amor a la verdad, puso en conocimiento del juez militar las nuevas evidencias. Lejos de hacerle caso, le trasladaron y, al poco tiempo, fue detenido y expulsado del ejército. De nuevo, el estatus del ejército debía quedar intacto. Y, más vale perpetrar una injusticia máxima contra dos personas inocentes que reconocer un error. Doce años después de la detención de Dreyfus y gracias a ruido social que intelectuales, pintores, políticos y diplomáticos de todo el mundo hicieron, y gracias también al cambio de gobierno, Dreyfus y Picquart fueron rehabilitados y condecorados.
La reacción de la institución militar de entonces no es anómala. Hoy en día podemos ver a los más radicales de la derecha y de la izquierda española dispuestos a tirar piedras contra todo aquel que señale su “Esterhazy”.
Por ejemplo, defender al actor Guillermo Toledo, juzgado por blasfemar, levanta la ira de la derecha ciega que, por su parte, defiende a Cristina Seguí, sobre quien ya escribí el pasado 30 de enero en este medio. Yo defiendo al comunista blasfemo. Defiendo su libertad para blasfemar, que no es lo mismo que insultar a alguien. Sería grave si él creyera en Dios. Pero no para la justicia civil, sino para su alma y para el resto de los creyentes. Pero juzgar la blasfemia en un tribunal no es admisible.
Defender a Cristina Seguí y denunciar la coacción y las amenazas de las que es víctima implica aguantar que te acusen de estar en contra de la libertad de expresión y de apoyar a VOX siendo incierto. En Twitter me han comparado lo de las que gritaban: “Cristina, hermana, somos tu manada”, con la imagen de Ortega Smith practicando tiro en un recinto permitido con un subfusil. Les parece más amenazante Ortega. La negación a toda costa. Lo que sea menos dar el brazo a torcer.
El pasado martes explicaba el aumento del poder adquisitivo de los ciudadanos gracias al libre comercio. Alguien del público me preguntó qué pasa con la pobre señora mayor de la tienda de abajo que no puede adaptarse a los precios más bajos y tiene que cerrar. Tuve que poner de contra ejemplo a la pobre señora mayor que va a mi lado en el metro y que se queda dormida cansada de trabajar como una energúmena para dar de comer a sus hijos y pagar los impuestos. Y le di a elegir entre su señora que representa a una minoría y la mía que representa a mucha más gente. Silencio. Me consta que varios asistentes no se quedaron tranquilos. No puede ser que al final el libre mercado vaya a ser bueno. No puede ser que estemos apoyando la intervención y que sea un error. Éste es otro “Esterhazy” a eliminar. Hay más.
La deformación del sistema capitalista por obra y gracia de los empresarios corruptos en connivencia con los políticos corruptos ha generado una eclosión de estos argumentos falaces que me permiten seguir manteniendo mi posición, porque no puedo admitir que “los míos” lo estén haciendo mal. Porque, si así fuera, y yo tuviera que reconocer que, en este aspecto particular están equivocados, entonces, tal vez tendría que plantearme en qué más lo están o si me están engañando. Y, a lo mejor, descubriría que “los míos” no son tan míos. Una catástrofe galáctica.
Cuando aparece un personaje como Picquard en el panorama político, que apunta en la dirección correcta, acepta el error y rectifica, le sucede exactamente igual que al militar francés: es acusado de traición y repudiado como un leproso.
¿Cómo deshacer este entuerto? Siendo conscientes de ello y levantando la voz como hizo el novelista Émile Zola, que por escribir su denuncia ‘J’accuse’, fue exiliado. Ahora bien. Me temo que el verdadero problema de la sociedad, más allá de los sectores más radicales de los partidos, es que no estamos dispuestos a que nos miren mal. No queremos arriesgarnos al exilio figurado, en redes, en nuestro entorno. No podemos soportar la frustración de que te acusen injustamente. Preferimos el silencio a la verdad. Y éste es el drama de nuestro siglo.