En los dos últimos años se ha escenificado en el gran teatro de la vanidad intelectual un gigantesco drama en dos actos en el que unos desalmados han resucitado al barón Keynes, tiempo ha un indocumentado aristócrata británico, lo han paseado como un zombi hasta que, muerto como está, se ha vuelto a la tumba por su propio pie. Pero el drama sigue en la mitad del segundo acto. Los desalmados perseveran en su empeño aplicando descargas eléctricas al cadáver descompuesto con la vana esperanza de que se levante de nuevo y, esta vez sí, haga lo que ellos creen que es capaz de hacer.
Hace sólo dos años, cuando la Bolsa se preparaba para el shock lehmaniano y era obvio que íbamos directos al precipicio, los pirracas de guardia desempolvaron apresuradamente su manualillo para situaciones de emergencia y, contra el sentido común más elemental, nos dijeron que la crisis se combate gastando más, imprimiendo dinero y enfocando el tema de un modo optimista porque el secreto de la economía reside en esos instintos animales que nos son innatos. Además, como han falseado la historia, se apuntan un éxito que no lo fue, el del New Deal rooseveltiano, un programa gubernamental que multiplicó por diez los efectos del crack del 29 transformando un ajuste de un año en una interminable y costosísima depresión.
En España, donde el traje de espada de Roma y martillo de herejes nos viene que ni al pelo, los que mandan coronaron a Frankenstein como rey de la economía, desenvainaron el cuchillo de trinchar pavos y aplicaron con denuedo las instrucciones del manual. Cuando todo el mundo ahorraba, ellos gastaban; cuando la banca restringió el crédito, ellos hicieron lo imposible por expandirlo; cuando el tejido productivo empezó a sanearse purgando sus células muertas, ellos lo infectaron con ruinosos proyectos de inversión en los que se dilapidó un capital precioso con el que ahora, por ejemplo, podrían atenderse ciertos y urgentísimos vencimientos de deuda.
Una inmensa y premeditada estafa realizada sobre la espalda del contribuyente, un innoble espectáculo, una movida contracultural en la que el solista principal, Zetapé, y su orquesta de acompañamiento, los Estafoides, nos han levantado la cartera y se disponen a limpiarnos la tarjeta en el primer cajero que se encuentren. Cuando lo consumen –el robo, quiero decir– harán lo que Ramoncín en sus lluviosos tiempos dorados y seguirán a lo suyo, aporreando la guitarra hasta que nos hagamos a una tonadilla que en Argentina llevan medio siglo tarareando.