El sistema democrático lleva en su propia naturaleza la semilla de su destrucción.
La llegada del presidente de la Asamblea Nacional, Juan Guaidó, a la jefatura del Estado de Venezuela conforme a cauces estrictamente legales —y su posterior reconocimiento por buena parte de la comunidad internacional—, parece haber propiciado el estertor del régimen socialista instaurado por Hugo Chávez en 1998 y continuado por Nicolás Maduro a partir de 2013. El así llamado socialismo del siglo XXI va a acabar igual que el del XX: dejando tras de sí un infinito reguero de sangre, pobreza extrema y represión política.
Aunque siempre es buen momento para recordar y homenajear a los héroes que se han enfrentado a la tiranía chavista, los Leopoldo López, María Corina Machado, Juan Requesens, Antonio Ledezma, Yon Goicoechea, Lorent Saleh y tantos otros opositores y manifestantes —muchos de ellos, como Fernando Albán o Neomar Lander, asesinados—, no conviene apartar el foco de la causa última que ha llevado a Venezuela a este infierno que se ha alargado más de dos décadas: la coartada de la democracia.
Más allá de la discusión leguleya en torno al nombramiento de Juan Guaidó como presidente provisional de la República, más allá de lo que indique la legalidad bolivariana, la raíz del problema la encontramos en las ideas instauradas en la propia sociedad venezolana en lo que a la hiperlegitimidad de los resultados salidos de las urnas respecta. Aunque según pasaron los años las garantías en los procesos electorales se fueron perdiendo, no es menos cierto que en un principio el chavismo pudo presumir de una legitimidad democrática de origen. Y si bien es verdad que no todas las democracias acaban derivando en regímenes socialistas como el venezolano, el peligro siempre estará ahí mientras las sociedades no sean conscientes de que muy por encima de la democracia deben situarse las instituciones que garanticen la vida, hagan respetar la propiedad privada e impidan la impunidad de los delincuentes.
Como señalábamos en nuestro informe sobre los movimientos populistas, el sistema democrático lleva en su propia naturaleza la semilla de su destrucción. En ese sentido, la sociedad, con los contrapoderes que emanan de ella, debe, parafraseando a Thomas Jefferson, vigilar incansablemente al poder político si no quiere degenerar en un régimen totalitario.
Y es que por mucho que nos pongan delante de nuestros ojos las consecuencias del enésimo experimento de los émulos de Lenin (hiperinflación —el bolívar no vale absolutamente nada—, una tasa de pobreza que alcanza al 86% de la población y una huida al extranjero de 3.5 millones de venezolanos —el mayor éxodo de la historia de Iberoamérica—), amén de asesinatos y encarcelamientos por doquier, nunca estaremos lo suficientemente vacunados contra ese virus letal, el del socialismo, que encuentra en la democracia una vía de acceso inmejorable.
Sin ir más lejos, en España, los asesores sin arrepentir de Hugo Chávez estuvieron muy cerca de asaltar los cielos del poder en 2015. Por una vía perfectamente democrática.