El papa tenía en Venezuela un ejemplo palmario de un sistema económico que mata de hambre, priva de trabajo y favorece delincuencias.
Jorge Mario Bergoglio, en mala hora papa Francisco, lleva toda su vida pública ejerciendo de tonto útil de la izquierda. Sus burdas ideas liberticidas no deberían sorprender a nadie a estas alturas. Pero el sumo pontífice, en la interminable entrevista que el diario El País publicó el pasado domingo, rebasó todas las líneas rojas imaginables. Sin rubor alguno, vomitó que Iberoamérica «está sufriendo un fuerte embate del liberalismo económico, un liberalismo que mata de hambre, de falta de cultura… porque los sistemas liberales no dan posibilidades de trabajo y favorecen delincuencias».
Una afirmación de esa naturaleza es más propia del Padre de las Mentiras que del sucesor de Pedro. Como cualquiera en su sano juicio puede saber, si de algo carecen las sociedades iberoamericanas es precisamente de liberalismo (el compadreo del poder político con el grupo de presión de turno es algo que en nada se parece a las ideas de Adam Smith o Hayek). Y, por otra parte, como cualquier persona en sus cabales puede comprobar, las sociedades que permiten a la gente ganarse mejor la vida en un entorno armonioso de paz y libertad son aquellas en las que el liberalismo disfruta de mayor presencia.
Pero quizá el momento más miserable de la deposición de Bergoglio tuvo lugar cuando miró para otro lado ante un hecho que todos vemos a diario en las noticias: las consecuencias del socialismo en Venezuela. Ahí sí había un ejemplo palmario de un sistema económico que mata de hambre, priva de trabajo y favorece delincuencias.
Como se ha dicho, a día de hoy ya no urge, como antaño, rezar por la conversión de Rusia y las intenciones del papa, sino por la conversión del papa y las intenciones de Putin.