La cuestión no es lo que se recibe a cambio, sino la servidumbre que implica.
El 28 de junio el español medio celebró el día de la liberación fiscal. Desde el 1 de enero todo su esfuerzo fue a parar al Estado: 102 días de trabajo para las cotizaciones sociales, 36 para el IRPF, 25 para el IVA, 11 para impuestos especiales y 5 más para otros tributos estatales, autonómicos y locales.
Para algunos esta situación no dista de la semiesclavitud. Se podría contraargumentar que ese esfuerzo no es baldío, que a cambio se reciben una serie de servicios públicos. Pero también el esclavo recibía del amo sustento, manutención y seguridad. Y es que la cuestión no es lo que se recibe a cambio, sino la servidumbre que implica.
Una servidumbre fiscal, la que padecemos bien entrado el s. XXI, que ofrece elementos comunes con la esclavitud de siglos anteriores:
- No poder abandonar la tierra sin comprar la libertad. Cristóbal Montoro, Ministro de Hacienda, pretende levantar un muro de Berlín y perseguir a los emigrados fiscales.
- Muchos esclavistas, sobre todo en la ciudad, cambiaron el régimen de trabajo forzoso por el de participación en las ganancias del esclavo (y seguro que a una mayoría le pareció un gran negocio).
En cualquier caso, los servicios que recibimos a cambio de ese trabajo forzoso son caros y de una calidad muy cuestionable. No hay más que pensar en las pensiones, la educación o la sanidad públicas, apartados principales sufragados por nuestros esfuerzos, y comparar esos servicios con las alternativas que ofrece el mercado libre (que serían todavía más ventajosas en un entorno donde no existiera la competencia desleal de los servicios públicos).
No obstante, examinar esta cuestión como un calendario presenta el inconveniente de ofrecer una visión muy estática de la realidad. El problema no es solo que nos confisquen la mitad de lo que producimos, sino la riqueza que se deja de generar y el empleo que se pierde por el coste que suponen los impuestos, que hace que en muchas ocasiones no compense emprender un proyecto o, incluso, que no merezca la pena trabajar (si tenemos en cuenta, en el caso del trabajo, elementos como la progresividad fiscal o los subsidios a los que habría que renunciar).
Pero el asunto es todavía más grave. No es que la mitad de nuestros esfuerzos vaya a parar al Estado y al menos seamos libres para decidir qué hacer con la otra mitad. No, ni mucho menos: durante todo el año, por seguir con esta terminología, nos vemos atrapados en la red de regulaciones e intervencionismos de las administraciones públicas, que al año perpetran un millón de páginas en sus distintos boletines oficiales, al que hay que sumar las 100.000 normas con las que Unión Europea nos atosiga.
Además, nos encontramos con que el sostenimiento de este sistema servil requiere de una pérdida de libertades personales como la privacidad, la presunción de inocencia, etc. Así, poco tiene que envidiar la Agencia Tributaria a la Inquisición…
En definitiva, nuestro amo se queda con la mitad de nuestras rentas, desincentiva el surgimiento de planes empresariales, dificulta la creación de empleo, nos marca qué podemos hacer y qué no con las migajas que nos quedan y conculca derechos personales. Y todo ello ante la aquiescencia generalizada.