La engañosa legislación laboral de la Segunda República

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Hablar de la Segunda República española sigue siendo un tema controvertido casi un siglo después, y es que no existe un solo país en el que una guerra civil no haya dejado profundas cicatrices culturales. Sin embargo, si hay algo en lo que parece que todo el mundo puede estar de acuerdo es en que este segundo intento republicano se caracterizó por dos rasgos principales: su rechazo al catolicismo y al antiguo régimen, y su ferviente inclinación socialista.

No hay que olvidar que fue la Unión Soviética, y no las potencias occidentales, la que brindó apoyo a los republicanos, un claro indicio de que tenían más en común con los rusos que con las democracias francesa o británica. Este hecho, aunque revelador por sí mismo, me llevó a formularme la siguiente pregunta: ¿cuáles fueron las reformas laborales que impulsó un gobierno a priori tan pro-operario?

Entre los años 1931 y 1939 se introdujeron importantes reformas sociales, incluyendo una serie de leyes laborales que mejoraron significativamente las condiciones de trabajo para los trabajadores españoles. Especialmente ocupados estuvieron en 1931 y 1932, años que vieron la introducción de la Ley de Contrato de Trabajo, que estableció la jornada laboral de 8 horas, el salario mínimo, las vacaciones pagadas y la protección contra el despido injustificado; la Ley de Accidentes de Trabajo, que creó un sistema de seguro obligatorio; y la Ley de Colocación, que instituyó un servicio público de empleo para ayudar a los trabajadores a encontrar trabajo.

A grandes rasgos, ninguna de estas leyes parece un gran disparate; de hecho, tienen reminiscencias de las leyes laborales actuales. Aun así, también podrían ser susceptibles a la crítica que se le puede hacer al derecho laboral de hoy, pudiendo alegarse que los empleadores deberían ser libres de establecer sus propias condiciones de trabajo y que los trabajadores deberían ser libres de aceptarlas o rechazarlas. Si uno tiene en cuenta lo arraigado que estaba el anarquismo por entonces en España (y cómo esto afectó al bando republicano en la posterior guerra civil), muchas de estas reformas, por positivas que fueran, se hicieron en detrimento de las negociaciones colectivas y saltándose a los sindicatos.

Sin embargo, la ley más crucial, y a menudo la más injustamente pasada por alto, fue la de Jurados Mixtos, aprobada en 1931, que provocó un sinfín de inesperados dolores de cabeza. Sobre el papel, esta ley se limitó a crear tribunales especiales para resolver conflictos laborales entre trabajadores y empleadores, aunque, como todos sabemos, el derecho es algo muy vivo en el que la ambigüedad no tarda en llenarse. Estos tribunales paritarios estaban compuestos por representantes de los trabajadores y de los empleadores, bajo la presidencia de un magistrado del Estado. Su objetivo principal era resolver los conflictos laborales de manera negociada y evitar la judicialización, actuando como una instancia de conciliación y, en caso de no llegar a un acuerdo, como tribunal de arbitraje y fallo en disputas sobre contratos de trabajo, salarios, despidos y otras condiciones laborales. En ese sentido, no actuaban de forma muy distinta a como lo hacen los actuales Centros de Mediación y Arbitraje, que buscan equilibrar el poder en la resolución de conflictos.

¿Hasta aquí todo bien, no?

La interpretación y aplicación de la mencionada Ley de Contrato de Trabajo por los tribunales laborales (los Jurados Mixtos) tendió a ser favorable a los trabajadores, dificultando que los empleadores pudieran alegar causas vagas o insuficientes para despedir. En el contexto económico complejo y a menudo inestable previo a la guerra civil, a las empresas les resultaba difícil demostrar ante los tribunales que existían causas económicas objetivas y justificadas para realizar despidos. La percepción era que las empresas debían asumir los riesgos económicos y no trasladarlos automáticamente a los trabajadores. Existía, además, una visión crítica hacia el empresariado, a menudo percibido como privilegiado y explotador de la clase trabajadora. Esta narrativa, aunque simplista y no siempre ajustada a la realidad, influyó en la opinión pública y en la aplicación de la legislación laboral.

A esta inflexibilidad legislativa se sumaban tres factores que terminaron por masacrar el mercado laboral español: la Gran Depresión, la inestabilidad política y social, y la falta de modernización y competitividad. Una vez más, nos encontramos con que dificultar y encarecer el despido distorsiona las señales del mercado, impidiendo la eficiente asignación de recursos y generando rigideces que perjudicaban la capacidad de las empresas para adaptarse a los cambios económicos.

A grandes rasgos, nos hallamos ante una situación en la que el control estatal y la manipulación de la información pueden distorsionar la realidad y tener graves consecuencias. La supremacía de la ideología del Estado se antepuso a la realidad sobre la que debía legislar, lo que en última instancia perjudicó a los trabajadores que debían lidiar con dicha realidad. Esto no se distingue del actual modus operandi del gobierno venezolano, que, aunque sobre el papel dice proteger y luchar por los trabajadores, en la realidad prohíbe señalar a los médicos que los pacientes mueren de inanición, tratando una vez más de cambiar y combatir la realidad a golpe de decreto.

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