Los economistas y abogados que practican el derecho de competencia nos advierten del gran peligro que para los consumidores supone el que dos o más empresas se pongan de acuerdo en cosas[1]. Por ejemplo, que acuerden poner el mismo precio para sus productos o servicios, o que se repartan el mercado por trozos geográficos, para no hacerse daño.
Estos son los llamados acuerdos colusorios, y son perseguidos con saña por todas las autoridades de la competencia, que no tienen empaque alguno en sancionar a decenas de productores si creen que se han puesto de acuerdo en algo. Los fundamentos teóricos sobre el daño que suponen estas prácticas los proporciona la teoría económica neoclásica y su inefable mercado en competencia perfecta, que sostiene que lo óptimo para el bienestar social es que existan muchos productores con pequeña cuota de mercado.
Si piensas que ese el mejor funcionamiento posible del mercado para la sociedad, entonces lógicamente el que varios de esos productores se pongan de acuerdo para actuar como uno solo, hará que el mercado se comporte peor y se destruya bienestar. Lógicamente, puesto que se reduce el número efectivo de competidores.
Aunque la base teórica es bastante endeble, lo cierto es que para el imaginario popular también la colusión de empresas es dañina. Allá donde dos o más empresas se ponen de acuerdo en algo, el perjudicado tiene que ser necesariamente el consumidor. Ya advertía el mismísimo Adam Smith de que
La gente en el mismo tipo de comercio rara vez se reúne, aun para diversión, pero cuando lo hace, la conversación termina en una conspiración contra el público, o en alguna otra estratagema para subir los precios.
Lo que no implica que necesariamente la llevaran a cabo o fueran capaces de sostenerla.
Una forma típica de colusión es el reparto de mercado, sea geográficamente, temporalmente o por segmentos de clientes. Con este reparto, aunque parezca que los clientes tienen muchas opciones, en realidad no las tienen, y se “falsea” la competencia. Eso sí, nadie explica por qué si uno de los competidores es más eficiente que el otro no va a aprovechar para quitarle clientes y se va a conformar con un reparto que beneficiará al peor de los colusores.
Así que tenemos que para los burócratas y para mucha gente, lo de que los agentes se repartan el mercado geográficamente es indeseable. Pues, ¿saben ustedes quiénes son los únicos agentes que han conseguido una situación estable en sus acuerdos colusorios de reparto de mercado?
Efectivamente, son los Estados. Los Estados se pusieron de acuerdo durante el siglo XX, no sé en qué momento concreto, posiblemente tras la Segunda Guerra Mundial, en que cada uno tendría el monopolio legal de la violencia en su territorio geográfico, y que los demás Estados no interferirían con tal monopolio. O, mejor dicho, que tal interferencia sería una declaración de guerra, si se explicitaba. Esto suena a priori bastante bien y pacífico, pero sus implicaciones son horrendas, a poco que uno profundice en la reflexión.
Y es que este acuerdo colusorio nos transforma de facto a todos los ciudadanos del mundo en súbditos del Estado en cuya área geográfica nos ha tocado vivir. El Estado de Corea del Norte puede matar de hambre a sus “ciudadanos”, el de Cuba dejarles sin electricidad ni medios de transporte, el de Venezuela expropiar sus bienes crear una narco-república socialista, y ningún otro Estado puede legítimamente intervenir para proteger a los habitantes de esos países de los desmanes de unos cuantos de sus congéneres, solo porque estos últimos se consideran el Estado.
Solo he puesto arriba algunos ejemplos del presente, pero hay que recordar casos no tan lejanos en el tiempo, como la Camboya de los khmeres rojos, la Etiopia de Mengistu, y, obviamente, la URSS con todos sus países satélites al este del Muro, abandonados a su suerte por las victoriosas democracias occidentales tras la Segunda Guerra Mundial. Excluyo a la Alemania Nazi porque, como ya dije, tengo la impresión que el pacto colusorio es posterior a la citada guerra.
Desde el punto de vista meramente humanitario, ¿no pueden los individuos que habitan un país preocuparse por los abusos que se comenten con otros seres humanos, que a lo mejor son incluso familiares (piénsese en las dos Coreas)? De hecho, lo hacen y hay continúas campañas de ayuda a los habitantes de estos países, incluida la reciente flotilla de ayuda a Gaza.
¿Por qué se tiene que limitar la ayuda a este tipo de actividades pacíficas, que, para más inri, normalmente fortalecen y benefician al Estado opresor? ¿Acaso no disponen los Estados democráticos, que dicen hacer nuestra voluntad, de recursos más contundentes para hacer frente a los problemas que viven los desgraciados habitantes de dichos países? ¿No disciplinaría tal posibilidad a los Estados de cada país para tratar mejor a sus “súbditos”? En suma, ¿por qué no cargarse este reparto geográfico de la violencia?
Es una pregunta muy complicada de responder y con muchas aristas a considerar, pero lo que sí sabemos por teoría económica es que los monopolios legales destruyen bienestar social. Pero es que los Estados no es un monopolio legal cualquiera: es el de ejercer actividades violentas. Y, por si fuera poco, se han repartido geográficamente el mercado. O sea que se trata de una colusión de los monopolios legales de la violencia. Ninguna autoridad de la competencia podría imaginar un escenario peor para la humanidad que esta Madre de todas las colusiones. A ver cuándo empiezan a desmontarla.
[1] Sería injusto no reconocer que gran parte de estas reflexiones me las ha inspirado Jean-François Revel en su ensayo “La tentación totalitaria”.