Tal y como manifestábamos en el artículo anterior, nos vamos a ocupar, ahora, de analizar tanto las dinámicas que se crean en los sistemas capitalistas liberales, a partir del análisis de la supuesta soberanía del consumidor, como los incentivos que se crean en los sistemas económico que de ahí surge, para, en el siguiente artículo, enfrentar nuestras conclusiones a los principios de la Doctrina Social de la Iglesia (DSI).
La soberanía del consumidor
En el capítulo XV de su monumental “La acción humana. Tratado de economía”, Ludwig von Mises[1] es claro al señalar que:
Ni los empresarios ni los terratenientes ni los capitalistas deciden qué bienes deban ser producidos. Eso corresponde exclusivamente a los consumidores. Cuando el hombre de negocios no sigue, dócil y sumiso, las directrices que, mediante los precios del mercado, el público le marca, sufre pérdidas patrimoniales; se arruina y acaba siendo relevado de aquella eminente posición que ocupaba al timón de la nave. Otras personas, más respetuosas con los mandatos de los consumidores, serán puestas en su lugar. Los consumidores acuden adonde les ofrecen a mejor precio las cosas que más desean (…) Precisan con el máximo rigor lo que deba producirse, así como la cantidad y calidad de las mercancías. Son como jerarcas egoístas e implacables, caprichosos y volubles, difíciles de contentar. Sólo su personal satisfacción les preocupa[2].
Así, según Mises, y aunque sólo los vendedores de los bienes que él denomina “de primer orden” tienen contacto directo con los consumidores, y están sometidos a sus instrucciones de modo inmediato, son aquellos -los vendedores de los bienes de primer orden-, quienes trasladan a los productores de los demás bienes y servicios los mandatos de los consumidores, de forma que si se apartasen de las directrices trazadas por la demanda de estos, los empresarios perjudicarían sus propios intereses patrimoniales, empobreciéndose: sólo ateniéndose rigurosamente a los deseos del consumidor soberano, pueden los empresarios, y los capitalistas, conservar e incrementar su riqueza.
Así, Mises llega a la conclusión de que son los consumidores quienes determinan no sólo los precios de los bienes de consumo, sino también los precios de todos los factores de producción, fijando los ingresos de cuantos operan en el ámbito de la economía de mercado; porque, siguiendo dicha argumentación, son los consumidores, no los empresarios, quienes, en definitiva, pagan a cada trabajador su salario, de forma que, con cada euro que gastan, ordenan el proceso productivo y, hasta en lo más mínimos detalles, la organización de las empresas.
Por eso, llega a afirmar Mises, el mercado es una democracia en la cual cada euro gastado da derecho a un voto, con capacidad específica para influir en el proceso productivo, con lo que, para el autor austríaco, los empresarios y los capitalistas pueden ser considerados como unos “meros mandatarios o representantes de los consumidores, cuyos poderes son objeto a diario de revocación o reconfirmación”.
Crítica al planteamiento misiano sobre la soberanía del consumidor
Lo cierto es, sin embargo, que, desde un punto de vista exclusivamente temporal, lo señalado más arriba, y que recoge el sentir de muchos liberales, no es cierto, y tampoco lo es, necesariamente, desde un punto de vista causal.
En efecto, no es el consumidor quien le dice al empresario lo que debe producir, para que este lo haga. En la mayor parte de los casos, es el empresario quien toma la iniciativa y se arriesga, sin ningún compromiso por parte del consumidor, y produce lo que considera[3]. Vemos, por tanto, que el proceso es el inverso a lo que parece deducirse del texto de Mises: el empresario arriesga, decide lo que va a producir -sin un compromiso, en muchos casos, del consumidor por el que se compromete a adquirirlo-, contrata los factores productivos, compra bienes de orden superior con los que poder producir, destina a ello sus ahorros, o se endeuda, y pone todos esos distintos bienes y servicios -una vez producidos- a disposición del consumidor para que este elija de entre la amplia oferta de bienes y servicios que se le ofrecen.
Se nos dirá que el empresario produce aquello que cree que va a poder vender; que, si creyese que no puede venderlo, no lo produciría; y que si, producido, no lo vende, llegará un momento en el que dejará de producirlo. Y es cierto, pero ello no invalida el punto que queremos destacar: en contra de lo que afirma Mises, el consumidor no da las directrices de nada: reacciona ante decisiones tomadas previamente por el empresario. Y puede que esas decisiones del consumidor tengan consecuencias, no decimos que no; pero el empresario lleva la iniciativa, es un hecho, y ese hecho también tiene consecuencias, como después veremos. Así, ni el empresario es el sujeto dócil, obediente y entregado al seguidismo, casi un mero robot que ejecuta órdenes, que describe Mises, ni el consumidor tiene la labor directiva que implícitamente el austríaco le reconoce; es más, son los empresarios quienes innovan y crean nuevos productos, no el cliente. Y muchas veces crean algo más que productos o servicios nuevos, llegando a inducir al consumidor para que este reconozca en sí necesidades no satisfechas que hasta hacía poco no sólo no tenía, sino cuya posible existencia desconocía.
En efecto, el papel real del consumidor es mucho más pasivo -reactivo, si se prefiere- de lo que se deduciría de la caracterización que hace de él Mises: Decide ante lo que se le ofrece, pero, en cuanto que consumidor, ni manda tanto, ni impone su criterio todo lo que se dice. Básicamente porque ese supuesto criterio, en contra de lo que parece, no siempre está definido. En efecto, señala Mises que “los consumidores acuden adonde les ofrecen, a mejor precio, las cosas que más desean”, dando a entender dos cosas: que el consumidor sabe lo que desea, y que sabe, también, dónde encontrarlo, cuando lo cierto es que no siempre sabe ni lo uno, ni lo otro.
La Economía conductual nos enseña que somos mucho menos racionales de lo que creemos, también cuando tomamos decisiones económicas. No es cierto que los consumidores tengan un proyecto vital ya prefijado al que ajustan objetivamente y de manera equilibrada sus acciones: unos deseos definidos e inamovibles, exógenos al proceso productivo, independientes y ajenos al empresario, una concepción de sus necesidades y del modo de satisfacerlas que el empresario debe adivinar, como si de una adivinanza, con respuesta clara y definida, aunque oculta, se tratara, pero sin que el empresario tenga ninguna capacidad de afectar, matizar, modificar, sustituir o crear esos “deseos” de los que habla el austriaco. La realidad no es esa.
Los deseos y las necesidades del consumidor son maleables, o, por lo menos, moldeables, cambian, mutan, se crean algunas veces de la nada para que vayan a rebufo de lo que produce el empresario. Son innumerables los ejemplos en los que vemos cómo el consumidor desconoce sus propias supuestas “necesidades” hasta que ve los productos que se le ofrecen y es entonces cuando, espoleado su deseo, se lanza a comprar. Lo queramos ver o no, los empresarios no sólo producen bienes y/o servicios, también producen, crean, muchas veces, en el posible consumidor, la sensación de que tiene unas necesidades, y esa convicción -sea real o no la necesidad que subyace- es la que le lleva a adquirir unos bienes o servicios cuya existencia y utilidad, momentos antes, desconocía.
Pero no sólo pueden manipularse las supuestas necesidades del consumidor, tampoco tiene este la información suficiente para poder determinar cuáles, de los bienes que se les ofrecen, son los que mejor satisfacen esas supuestas necesidades. Igual que los empresarios no son seres omniscientes, tampoco lo es el consumidor. De hecho, el consumidor elige entre las opciones que se le brindan no necesariamente porque los bienes o servicios por él elegidos satisfagan mejor sus necesidades, sino en la creencia -real o no- de que los bienes que adquiere -y por el precio por el que los adquiere- son, entre los que conoce como disponibles, los que mejor van a satisfacer unas necesidades que, a veces, incluso desconocía. Las apariencias, los sesgos, las opiniones y creencias tienen, por tanto, un papel fundamental.
Limitaciones epistemológicas del pensamiento misiano
Como respuesta a lo señalado en el apartado anterior se me podría decir que el consumidor es, y debe ser, libre; que sus necesidades no son otras que aquellas que manifiesta con su actuar, en este caso, comprando; que los demás no somos quién para poner en duda sus deseos, gustos y/o caprichos; que es el primer interesado en utilizar de manera óptima sus recursos ya que, al fin y al cabo, se gasta su dinero; o que convencerle de algo no es manipularle, sino sólo ayudarle a cambiar de opinión, cuando lo único relevante, para el científico, es lo manifestado en la acción. Y todas esas pegas surgen, al menos en parte, de unos planteamientos epistemológicos concretos, y en los que se asienta el planteamiento de Mises.
Lo cierto es, en cualquier caso, que el empresario tiene mucho más que decir de lo que advierte Mises; que el consumidor no manda tanto como nos quieren hacer creer, y que los incentivos del empresario no tienen por qué estar alineados con el bienestar del consumidor al que se supone que sirven. Y es que, si todo depende de la opinión del consumidor sobre lo que le conviene y la forma de satisfacerlo, esa opinión, que no es objetiva, y que depende de muchas circunstancias, es manipulable. Pero “si el consumidor se deja manipular, siempre que sea dentro de la ley, allá él. Nada podemos hacer”; nos dirán.
Y podríamos incluso aceptarlo; pero eso no quita para que analicemos las dinámicas y los incentivos que se crean en el sistema que estamos describiendo, y que Mises, y con él muchos liberales, parecen pasar por alto, quizás por la forma en que entienden la acción humana, sobre la que Mises afirma, al comienzo de su Tratado de Economía: “la acción es una cosa real. Lo que cuenta es la auténtica conducta del hombre, no sus intenciones si éstas no llegan a realizarse” [4]; para señalar, algo más adelante, que “es la valoración subjetiva -con arreglo a la voluntad y al propio juicio- lo que hace a las gentes más o menos felices o desgraciadas. Nadie es capaz de dictaminar qué ha de proporcionar mayor bienestar al prójimo”[5].
Y es que si sólo tenemos en cuenta los actos efectivamente realizados -la acción de comprar un producto determinado a un precio concreto y en un momento y lugar definidos- olvidándonos de lo que ha llevado al consumidor hasta allí, y damos por hecho, también, que nadie debe poder juzgar, desde fuera, las verdaderas necesidades del individuo, y, mucho menos, el bienestar que las cosas le producen, nos quedamos sin posibilidad de valorar la asignación que, en el seno del mercado, se haga de los distintos bienes, con lo que, por definición, es el perfecto orden espontáneo del que habla Hayek, y que lleva, también por definición, al máximo bienestar, dado que sólo cada uno sabe lo que más le conviene, y actúa en consecuencia.
Como veremos en la próxima entrega, ese subjetivismo metodológico en el que, según Mises, “reside la objetividad de nuestra ciencia”, no es el enfoque del que parte el catolicismo, y, con él, la Doctrina Social de la Iglesia. Y es que el propio Mises, en su Tratado, señala expresamente que:
Por ser subjetivista y por aceptar los juicios de apreciación del hombre actuante como datos últimos no susceptibles de ningún examen crítico posterior, nuestra ciencia queda emplazada por encima de las luchas de partidos y facciones; no interviene en los conflictos que se plantean las diferentes escuelas dogmáticas y éticas; se aparta de toda idea preconcebida, de todo juicio o valoración; sus enseñanzas resultan universalmente válidas y ella misma es absoluta y plenamente humana[6].
Pero, incluso desde el planteamiento misiano, el empresario actúa, y muchas de sus acciones van dirigidas -la publicidad es un claro ejemplo- a modificar los criterios de decisión del consumidor (“la acción humana provoca cambios. Es un elemento más de la actividad universal y del devenir cósmico”[7], que diría Mises). Y ese aspecto dinámico de la acción humana del empresario, el análisis del origen del que parte dicho actuar y los cambios y consecuencias que dicho actuar pretenden tener, y muchas veces, de hecho, tienen en los demás, y como con ello se influye, modifica o altera la organización social, es una cuestión, creo, relevante sobre la que la praxeología, como “teoría general de la acción humana”, y la cataláctica, o “ciencia de los intercambios”[8], deberían tener algo que decir. Lo contrario supondría obviar una parte importante de la realidad -todo lo relacionado con la Economía conductual y con el Marketing, por ejemplo- de las que la Economía no se debería sustraer.
Conclusión
Así, a partir de la crítica que hemos hecho al enfoque de Mises, surgen una serie de interrogantes, que los postulados del economista austríaco impedirían plantear, pero que, desde otras concepciones, categorizadas, filosóficamente, como más “realistas”, pueden formularse: ¿Los incentivos del empresario llevan necesariamente a que este trate de satisfacer las necesidades reales del consumidor? ¿Acaso su incentivo no es rentabilizar sus acciones lo más posible? ¿Y si le resulta más rentable convencer al consumidor, para que compre lo que produce, que producir aquello que el consumidor, sin influencia previa, hubiese demandado en un principio?
De hecho, el empresario prefiere un consumidor gastador -que no frugal, ahorrador y austero-, y todos sus esfuerzos, comerciales y publicitarios, irán dirigidos a fomentar un comportamiento de ese tipo. ¿Está, en su caso, el consumidor indefenso ante los posibles intentos de manipulación por parte de los empresarios? ¿Qué incentivos tendría, en su caso, el consumidor, para dedicar el tiempo y los recursos necesarios para que la elección, de cada uno de los productos que adquiere, sea óptima? ¿Sería realmente viable para un consumidor hacer ese análisis -con el tiempo y los recursos que ello demandaría- para cada una de sus adquisiciones diarias? ¿Qué consecuencias tiene todo lo anterior en relación con el ahorro, el consumo y la inversión a corto, medio y largo plazo?
Y es que, igual que a los políticos les interesa el poder, y no el “bien común”, a los empresarios y capitalistas les interesa obtener el mayor beneficio posible, no necesariamente el bienestar real de los consumidores (entendiendo por bienestar real no el efectivamente manifestado por el consumidor con su acción, sino el derivado de un análisis pretendidamente objetivo de la realidad). En cualquier caso, el beneficio de unos y bienestar de otros no siempre están alineados, en contra de lo que podría parecer, lo que genera una dinámica que no siempre casa demasiado bien con los postulados de la Doctrina social de la Iglesia.
Pero de eso nos ocuparemos en el próximo artículo.
Notas
[1] Utilizamos los planteamientos de Mises como epítome del planteamiento que, sobre la soberanía del consumidor, suele hacerse, precisamente por la radicalidad con la que los formula, y por la importancia que dicho autor tiene en el seno de la Escuela austriaca.
[2] Mises, Ludwig von, “La acción humana. Tratado de economía”, Madrid, 2001, 6ª edición. Págs. 328-329. El resto de las referencias al economista austríaco de este artículo estarán igualmente sacadas de dicha obra.
[3] Cierto es que hay sectores en los que se produce sólo tras el encargo expreso del cliente, pero aún en ese caso, el empresario ha creado, a su costa, una organización, manteniendo disponibles muchos de los costosos medios que se necesitarán para producir los bienes encargados.
[4] Mises, op. cit. pág. 17.
[5] Mises, op. cit. pág. 19.
[6] Mises, op. cit. pág. 27.
[7] Mises, op. cit. pág. 23.
[8] Mises, op. cit. pág. 5.
Serie ‘León XIV y Rerum novarum: de la revolución industrial a la era digital’
(I), (II), (III), (IV) (V) (VI).
