En la política estadounidense, tan dada a la escenografía de la inmediatez, hay episodios que merecen ser extraídos del ruido para analizarse con tranquilidad, porque no remiten solo a una persona ni a una coyuntura concreta sino a la salud de una arquitectura institucional que, sin grandes alardes, sostiene una parte nada menor de nuestra prosperidad material a nivel global. El intento de destituir a Lisa Cook como gobernadora de la Reserva Federal pertenece a esa categoría, ya que no se dirime únicamente la continuidad de Lisa Cook, sino la independencia del propio banco central estadounidense.
Esa independencia, tantas veces caricaturizada como una veleidad tecnocrática o como una cesión antidemocrática de poder por los populistas, es en realidad la respuesta más razonable que la teoría y la evidencia han encontrado para un problema sobradamente documentado por la ciencia económica desde hace décadas: la inconsistencia temporal que empuja a los gobiernos a prometer hoy estabilidad de precios y disciplina mañana, pero a buscar a la par un pequeño empujón de actividad o una mejora de las cifras de empleo, aun a costa de generar una inflación que, lejos de ser gratuita, encarece la financiación, deteriora el poder adquisitivo y castiga la inversión. Kydland y Prescott ya explicaron con claridad esa tensión entre reglas y discreción y mostraron cómo, si los agentes son racionales, anticipan el sesgo expansivo de corto plazo y ajustan salarios y precios en consecuencia, de modo que el resultado es más inflación sin un beneficio sostenido en crecimiento o empleo, una receta que, por repetida, no deja de ser costosa (Kydland y Prescott, 1977).
Asimismo, Barro y Gordon tomaron ese marco y lo aplicaron a la política monetaria real, explicando que, cuando el sesgo inflacionario del gobierno o el banco central se anticipa por parte de los hogares y las empresas, la economía queda atrapada en un equilibrio de expectativas que penaliza la credibilidad de la autoridad, porque cada anuncio de moderación se descuenta como retórica hasta que se materializa en instituciones capaces de atar las manos al decisor, ya sea mediante reglas explícitas o delegando la política monetaria en una autoridad con mandato claro, objetivos bien definidos y autonomía operativa suficiente para alcanzarlos. Es decir, un banco central independiente (Barro y Gordon, 1983).
Unos años después, una de las piezas más importantes para el análisis de la relevancia de la independencia de la política monetaria la aportó Rogoff (1985) al señalar que el banquero central, para neutralizar el sesgo de corto plazo de la política, debe ser, en promedio, algo más averso a la inflación que el político medio, en aras de reforzar el anclaje de expectativas y disuadir la tentación de utilizar la inflación como atajo.
El análisis de Rogoff, lejos de plasmarse solamente en un modelo fue posteriormente refrendado por trabajos empíricos que compararon países y periodos, mostrando que allí donde la autoridad monetaria disfruta de mayor independencia legal y de facto, las tasas de inflación tienden a ser más bajas y menos volátiles sin que ello implique, de media, menor crecimiento ni más paro, un resultado que Alesina y Summers (1993) documentaron con detalle y que se ha replicado en distintas muestras de países y periodos.
Además, un punto muy relevante es el hecho de que la independencia del banco central no ha de serlo solo desde el punto de vista legal o constitucional, pues tan importante como el reconocimiento formal es la capacidad efectiva para resistir presiones, mantener el rumbo en medio del ruido y no tomar decisiones a golpe de encuesta. Si falla la independencia de facto, la de jure se convierte en papel mojado; los mercados, que viven de convertir señales en precios, detectan esa fragilidad y actúan en consecuencia, encareciendo la financiación y acortando horizontes, con los efectos previsibles sobre inversión, productividad y crecimiento potencial (Cukierman, 1992).
Desde finales de los noventa, la transparencia añadió una capa decisiva a ese contrato con la sociedad, porque fijar un objetivo explícito de inflación, publicar proyecciones, cuidar la comunicación y someterse a comparecencias regulares transforma la independencia en un compromiso auditable por la ciudadanía. En esta línea Bernanke y Mishkin explicaron la lógica de ese marco, Svensson operacionalizó la idea del inflation targeting y Woodford dio el soporte teórico moderno al papel de las expectativas como ancla que coordina decisiones descentralizadas, de manera que la política monetaria, lejos de ser un acto de ilusionismo discrecional, se convierte en una guía previsible (Bernanke y Mishkin, 1997; Svensson, 1997; Woodford, 2003).
Volviendo a la actualidad, el episodio de Lisa Cook no es un pulso personal sino un test de estrés institucional: cuando un Ejecutivo interpreta la legislación libremente y sugiere que puede reorganizar la Junta de Gobernadores a su conveniencia, el mensaje que se envía no es menor, porque sugiere que puede tomar directamente el control sobre la política monetaria, reventando las expectativas de inflación y el anclaje de estas.
No es casualidad que el diseño de la Reserva Federal busque precisamente alejar las decisiones de política monetaria del calendario político. No es por un hecho de blindarla ante la crítica, sino para que las decisiones sobre tipos y estructuración del balance respondan a un mandato y a un diagnóstico, no a una conveniencia coyuntural.
No es menos cierto que los bancos centrales también se equivocan y que, tras la pandemia, se subestimó la persistencia de algunos cuellos de botella y se sobrestimó la transitoriedad de la inflación. Siendo plenamente cierto, de ese diagnóstico no se desprende que la solución sea convertir la institución en un apéndice del gobierno de turno, aunque sea por el mero hecho de que, como vimos en su momento, cuando tocó controlar seriamente la inflación, la credibilidad de los bancos centrales contribuyó a que las expectativas de inflación no se desanclaran, evitando una espiral de salarios y precios que habría hecho el ajuste mucho más doloroso.
Existe, además, una dimensión fiscal que rara vez entra en el primer plano del debate, y, sin embargo, condiciona al resto: en países con déficits recurrentes y deudas voluminosas, la tentación de subordinar la política monetaria a las necesidades del Tesoro es perenne. Esto no es otra cosa que una forma de dominancia fiscal que, si derriba el escudo institucional del banco central, abre la puerta a monetizar desequilibrios o a tolerar una inflación algo más alta como vía de disolución de la deuda pública, siendo un camino que la historia ha mostrado una y otra vez como empobrecedor.
Sin embargo, no les falta razón del todo a quienes sostienen que la Reserva Federal acumuló demasiado poder a través de su política de tipos bajos y compra masiva de activos durante mucho tiempo, ya que las herramientas extraordinarias generan, por definición, efectos secundarios. La respuesta, sin embargo, no es someter la institución a la conveniencia del gobierno, sino perfeccionar el contrato de esta con la sociedad, clarificando objetivos, acotando perímetros y reforzando los contrapesos, tal y como mostraron Grilli, Masciandaro y Tabellini en en su análisis de la primera ola de reformas de los noventa. De manera resumida, dichas reformas conllevaron a marcos fiscales más robustos y a un reparto de responsabilidades más claro entre la política monetaria y otras políticas económicas (Grilli, Masciandaro y Tabellini, 1991).
Que la independencia merezca protección no significa eliminar no someter el debate técnico al escrutinio público y, de hecho, conviene debatir asuntos como si una meta del dos por ciento es la más adecuada, si conviene moverse con reglas sencillas (como la regla de Taylor), o si es preferible un enfoque más discrecional anclado en datos en tiempo real. En este sentido, desde hace años la nueva macroeconomía keynesiana, desde Clarida, Galí y Gertler, ha subrayado la importancia de reglas de comportamiento de las instituciones públicas comprensibles y creíbles, y la evidencia empírica de cómo los activos reaccionan de forma inmediata a las comunicaciones del banco central confirma que, además de decidir, hay que decir bien lo que se decide y por qué (Clarida, Galí y Gertler, 1999; Gürkaynak, Sack y Swanson, 2005).
Desde esta perspectiva, el caso Cook no trata de si su destitución está o no justificada, sino de si normalizamos que la función de reacción de la política monetaria, el objetivo numérico o la composición del órgano que delibera puedan ajustarse con la misma facilidad con la que se firma un decreto gubernamental. Si aceptamos esa deriva, la economía lo traducirá en más ruido, mayores primas de riesgo y menor inversión a largo plazo.