Lo de Red Eléctrica, Renfe y AENA en otros tantos mitos económicos

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A muchos les parecerá que vivimos tiempos convulsos. Tras las catástrofes naturales que nos ha tocado vivir, como la DANA, el COVID o el volcán de la Palma, ahora nos llega una oleada de catástrofes artificiales de esas que no pensábamos tener que sufrir. Epítome de las mismas es el gran apagón de abril, pero tenemos más recientes el colapso de Barajas en el control de pasaportes, o los fallos de RENFE, que ya empiezan a ser algo cuya probabilidad no se puede despreciar. Nos estamos enfrentando a una situación difícil de imaginar, en que servicios a los que confiamos el devenir de nuestras vidas se muestran bastante menos fiables de lo que pensábamos.

Al colapso de los servicios públicos (esto es, de los que decide el Estado que ha de prestar él en monopolio legal), ya estamos medianamente acostumbrados. La policía nunca encontrará a los ladrones que entraron a nuestro domicilio ni recuperaremos lo robado, la justicia tardará años en resolver nuestro caso, las carreteras se llenan de socavones acompañados de advertencias de peligro por firme en mal estado, y así podría seguir y seguir.

Lo nuevo de las catástrofes señaladas es que su responsabilidad corresponde a empresas, no directamente al Estado, lo que podría hacer pensar en una mayor eficiencia de gestión, aunque a nadie se le escape que los responsables últimos de las tres empresas citadas son políticos, directamente o por vía interpuesta. La teoría económica nos aporta numerosas explicaciones de por qué estos experimentos tienden a terminar mal para los ciudadanos-clientes; yo aquí contaré tres que me perecen relevantes, una por cada desastre.

Empiezo con una clásica sobre los problemas de la burocracia: los objetivos. Una empresa persigue el incremento de sus beneficios, y es bueno que trate de conseguirlo, porque en un mercado libre el incremento de los beneficios del emprendedor está alineado con el bienestar de la sociedad. Cuanto más gane el empresario, más se enriquece la sociedad, puesto que en cada transacción voluntaria ganan las dos partes (de ahí la importancia de la referencia al mercado libre).

Así las cosas, todos los trabajadores de la empresa tienen una guía clara para sus decisiones, aunque siga siendo difícil decidir la asignación de recursos que genera mayores beneficios. Esta hermosa coherencia se pierde en cuanto la empresa se fija objetivos adicionales, llamémosles políticos (ejemplo paradigmático, los objetivos ESG). En este caso, se van a producir conflictos no ya por la estimación subjetiva que cada trabajador haga de los futuros beneficios, sino porque puede haber metas contradictorias. Y la empresa deja de trabajar eficazmente en la consecución del que era su objetivo y razón de ser. El ejemplo lo tenemos en el problema del apagón, que se produce porque Red Eléctrica persigue objetivos distintos de la mera maximización de beneficios, el de una mayor participación de las renovables en el mix energético.

Otro de los mitos que informan la visión de los políticos (y no solo) sobre las empresas tiene que ver con la inversión. Para mucha gente, la inversión se hace y ya está, a funcionar. Tienes mucho desembolso cuando la estás llevando a cabo pero luego te puedes dedicar a vivir de las rentas. La consecuencia de este mito también se escucha mucho: lo de que la inversión está amortizada y todo lo que se cobra es beneficio. Con esta visión, una vez instalas el sistema para el control de pasaportes del aeropuerto ya lo tienes para toda la vida y no necesitas más que repararlo cuando se estropee, y lo mismos con las carreteras.

Cualquiera que viva en una casa o tenga un coche sabe que esto no es así, que el mantenimiento de los activos productivos exige de continuas decisiones de reinversión, algunas muy sencillas y otras tan complicadas como cualquier otra decisión empresarial de inversión. Y que desde luego no basta con repararlo cuando se estropea, porque para ese momento puede ser demasiado tarde, y te has quedado sin la casa o el coche. Aquellos que tienen la visión de una vez se invierte en una instalación ya no hay que hacer nada con ella y funciona sola, normalmente se quedan sin aquello que han comprado, por mucho de que avisen de que el firme está en mal estado.

El tercer mito a que me voy a referir está muy relacionado con los dos que acabo de contar. Consiste en pensar que las empresas funcionan solas, y por tanto puedes poner a cualquier persona a dirigirla, porque da igual. Para quien cree en este mito, los altos cargos de las empresas (presidente o CEO, consejeros y demás) son básicamente canonjías a repartir entre amigos. En coherencia, se pueden hacer exigencias absurdas como la de que tengan que ser paritarios en género: total, da igual a quien pongas, pues que la mitad sean tíos y la otra mitad tías, así se reparte el pastel sin discriminación de sexo.

De nuevo, estamos ante una mentira. Las empresas tienen que gastarse mucho dinero en sus altos cargos porque el valor que aportan es decisivo, y lo es porque tienen que tomar continuamente decisiones muy difíciles, algo para lo que no todo el mundo está preparado o quiere hacer.

Las decisiones a que me refiero no son automáticas. Incluso en el modelo ideal referido más arriba en que la empresa solo se guía por el criterio económico de beneficio, las visiones de los distintos trabajadores de cómo obtenerlo serán muy dispares. Esta disparidad exige de acuerdos, pues los recursos de todas las empresas son escasos, y eventualmente, si los distintos departamentos no son capaces de llegar a una visión común, se necesitará alguien que decida: el presidente.

Entre estas decisiones complicadas en las que puede no haber acuerdo sobre los beneficios esperados, destacan las de reinversión en los activos disponibles: ¿Qué es mejor, actualizar el sistema de frenado de un tren, o adecuar las catenarias de algún tramo de la vía[1]? En los mundos de Yupi se puede hacer todo, pero en la realidad los recursos son escasos y desgraciadamente alguien tiene que decidir entre estas dos opciones. Cuando llega ese momento, el presidente se está jugando el futuro de la compañía y de sus empleados, y es evidente que la calidad de la decisión va a depender de lo preparado, experimentado e informado que esté quién la tome.

El análisis que acabo de hacer corresponde al caso comparativamente fácil en que la empresa tiene como único objetivo el beneficio empresarial; ya se puede imaginar el lector cómo se complica la situación si encima hay que atender a objetivos políticos.

En resumen: se dificulta la gestión de las empresas añadiendo a sus objetivos empresariales otros políticos que muchas veces son contradictorios; se asume que una vez hecha una inversión ya no hay que hacer nada más; y se cree que las empresas funcionan solas y da igual a quién pongas al mando. ¿Qué puede salir mal? Pues de momento, tenemos suerte, solo AENA, RENFE y Red Eléctrica.

A quien busque consuelo pensando que esto se puede resolver con un cambio político, que repase el artículo a ver si en algún momento yo me he referido a alguna ideología concreta.


[1] Los puristas me dirán que en España una cosa corresponde a RENFE y la otra a ADIF. Que me disculpen la licencia. No sé suficiente de sistemas ferroviarias como para poner ejemplos solo de trenes. 

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