La principal implicación de la ciencia puede entenderse como el tránsito del prejuicio al juicio informado y racional en la producción de conocimiento. Esperamos, con razón, que los hallazgos científicos estén desprovistos de los prejuicios y valoraciones subjetivas de quienes los producen. Sin embargo, es posible identificar juicios de valor que influyen en ciertos resultados, y en esos casos, tales resultados no constituyen hallazgos científicos propiamente dichos, sino, como mínimo, contribuciones a una discusión en curso, o sugerencias para futuras investigaciones.
La ética del enunciado científico
Esto no implica una desconexión absoluta entre ética y ciencia. La actividad científica es, en sí misma, una acción y por ende está sujeta a valoraciones. Mientras los hallazgos deben estar libres de sesgos valorativos, la elección de los problemas a investigar y los métodos empleados están inevitablemente influenciados por juicios de valor. Por ejemplo, un economista pietista podría sentirse incómodo ante la propuesta de un neurobiólogo de visitar un burdel para estudiar la relación causal entre niveles de dopamina y la propensión marginal al consumo de tecno ruso. Más allá de estos casos anecdóticos, la actividad científica está estrechamente vinculada a la ética: al transmitir conocimientos, propios o ajenos, lo hacemos con la convicción de que la ciencia posee un valor superior frente a afirmaciones arbitrarias de astrólogos o políticos de turno.
En nuestras clases, la transmisión del conocimiento científico parte de un juicio de valor fundamental: es mejor ser racional que no serlo. Este juicio es el hecho más indudable de todos los hechos. Cada vez que presentamos argumentos a nuestros estudiantes, apelamos a su capacidad racional y a la premisa de que es preferible convencerse por la evidencia y la lógica que rechazarlas a cambio de una vida cómoda y pacífica en la ignorancia. Todo acto de enseñanza científica parte, en última instancia, de la valoración moral de que es superior superar la ignorancia que permanecer en ella.
La lectura marxista
Estas reflexiones surgieron tras la queja de Jerome, con quien comparto un férreo vínculo por el amor a la libertad, sobre la imposición en colegios y universidades de la lectura de autores socialistas, en especial Karl Marx. Jerome, un columnista, expresaba su incomprensión ante lo que considera un intento de lavar la cara a Marx, cuyas ideas, según ella, siempre que se han aplicado, solo han condenado a las personas a la miseria. Son, por ende, ideas empobrecedoras.
Aunque coincido con Jerome en los efectos empobrecedores del socialismo marxista, prefiero conceder el beneficio de la duda a aquellos profesores. Como uno de ellos, parto de la presunción de que la selección de lecturas responde a la honestidad intelectual y no a un intento de maquillar el cadáver de Marx. Muchos de mis colegas encarnan esa honestidad, y el mismo cargo podría formularse contra mí -y contra varios de mis colegas- por incluir a autores como von Mises, von Hayek, Sowell, Rothbard, Kirzner o Huerta de Soto en el plan de lectura de mis clases.
Presuponiendo esa honestidad intelectual, cabe suponer que dichos profesores buscan persuadir a sus estudiantes presentando los argumentos de Marx con convicción genuina. Exponen su visión del mercado como un sistema en desequilibrio constante, dominado por la anarquía en la producción y la explotación laboral, cuya solución radicaría en la planificación central, suprimiendo la propiedad privada y asignando los recursos mediante mandatos coactivos. Estas proposiciones, sustentadas en Marx, son juicios de valor sobre las relaciones sociales y los sistemas de propiedad que distribuyen el control sobre recursos escasos. Para esos profesores, tales nociones explican mejor ciertos fenómenos que otras corrientes de pensamiento.
Por otro lado, no existe obligación legal en Colombia de leer a Marx ni colegios o universidades. La elección de cursar determinadas asignaturas es, en el fondo, voluntaria. Los estudiantes pueden abandonar una clase, evitar inscribirse en materias donde se estudie a Marx o incluso elegir su institución educativa considerando esas preferencias. Leer a Marx puede ser útil, pero no es imperativo; hasta donde sé, a nadie lo obligan con un revólver a hacerlo.
Dicho esto, ¿es importante leer y entender a Marx? Sin duda. La universidad puede ofrecer esa oportunidad, pues, ¿cómo refutar sus argumentos, identificar sus errores teóricos o reconocer sus falsos dilemas sin conocer su obra? Ludwig von Mises solo pudo demostrar lo impracticable del socialismo tras adentrarse en los escritos marxistas y evidenciar que la abolición de la propiedad privada impide el cálculo económico racional, conduciendo inevitablemente al despilfarro. Del mismo modo, Juan Ramón Rallo no habría escrito Contra Marx sin haberlo leído, y Jesús Huerta de Soto difícilmente habría edificado su teoría de eficiencia dinámica sin ese conocimiento previo.
Así, la lectura de Marx, asumida como un acto de honestidad intelectual por parte de los profesores, debe entenderse como el primer paso en un diálogo necesario. Solo mediante ese intercambio es posible demostrar que la planificación central es, en efecto, un error intelectual; y que, como resultado de ese error, resultan en una incapacidad de superar el estado natural de pobresa de los hombres.
El revolver detrás de la lectura de la constitución
Si bien la lectura de Marx es voluntaria y, de hecho, necesaria, la crítica debería dirigirse hacia otro texto de lectura obligatoria en Colombia: la Constitución de 1991. Ese documento impone, sin opción de discusión, la idea marxista de la planificación central aplicada al funcionamiento de la sociedad. Quizás ahí radica la verdadera imposición ideológica que deberíamos cuestionar. Este, y no la lectura de El Capital en clase, es el verdadero peligro que merece mayor atención.
En el caso de la enseñanza de la Constitución, no hay escapatoria. Donde haya un colegio, una universidad o cualquier institución educativa, sin importar si es pública o privada, este mandato es ineludible. A diferencia de la lectura de Marx, que un estudiante universitario, con algo de creatividad, puede evitar navegando entre cursos y profesores, la enseñanza de la Constitución no permite tal margen de maniobra. No importa cuántas veces se cambie de universidad o colegio, con la misma certeza con la que moriremos y pagaremos impuestos, los estudiantes habrán pasado por un curso de apología a la Constitución colombiana de 1991, un documento que, al parecer, partió la historia del país en dos con la misma contundencia con la que la historia de Occidente se divide en antes y después de Cristo.
No son una, ni dos, ni tres, sino cuatro las normas legales que obligan a la enseñanza y promoción de la Constitución en Colombia: el Artículo 41 de la Constitución de 1991, que exige su estudio en todas las instituciones educativas; la Ley 115 de 1994 (Ley General de Educación), que establece la formación en el respeto a la Constitución y la democracia; la Ley 107 de 1994, que crea la Cátedra de Constitución Política y Democracia en todos los niveles educativos; y la Ley 1732 de 2014 y el Decreto 1038 de 2015, que refuerzan estos principios mediante la Cátedra de la Paz, promoviendo el aprendizaje de los derechos fundamentales y la convivencia democrática.
No se trata de una enseñanza crítica de la Constitución, que es lo que yo haría. Yo la enseñaría cumpliendo la ley, pero bajo la revisión más crítica posible de cada uno de sus artículos. Sin embargo, aquí lo que se impone no es solo su enseñanza, sino su promoción, como si se tratara del hotel que acabamos de inaugurar.
La constitución, la verdadera lectura de una idea empobrecedora
Dentro de lo que debe promoverse se encuentran elementos claramente orientados a la planificación central. De nuevo, aunque no es obligatorio leer a Marx, sí lo es inculcar la creencia de que la planificación central es superior a la coordinación del mercado libre, una idea empobrecedora tanto teórica como empíricamente, pues dondequiera que se ha implementado, en su versión original o derivada, nunca ha conducido a la prosperidad general.
El mandato de garantizar progresivamente estos derechos implica ampliar constantemente su cobertura, lo que exige que el Estado asuma más funciones, financiadas con mayores impuestos y una creciente expropiación de recursos. Esto supone una progresiva prohibición de la propiedad privada sobre los factores de producción, en favor de su socialización y planificación central. En esencia, es la concreción del proyecto socialista, basado en la creencia en la superioridad del Estado sobre el mercado, pese a su incapacidad para calcular económicamente, lo que lo condena al desperdicio de recursos.
¡Esto sí es adoctrinamiento forzoso! Y peor aún: desde los primeros grados de escolarización hasta la universidad, con el claro propósito de arraigar la creencia en la superioridad del socialismo, una idea que solo ha servido para enriquecer a los gobernantes que la promueven.