Actualmente, en la mayoría de los países es fácil encontrar entornos burocráticos y fiscales tan complejos, opacos y ambiguos que resulta prácticamente imposible encontrar asesores expertos, internos o externos a la administración, que puedan orientarnos con certeza a surfear esos entornos.
Cualquiera que haya interactuado con la administración pública y con Hacienda sabe de primera mano que los propios funcionarios que atienden al ciudadano suelen tener un conocimiento limitado y generalista de los procedimientos. Los casos particulares casi nunca tienen respuestas claras ni inmediatas, por lo que debemos recurrir a asesores externos que deben estudiar a fondo cada caso solo para ofrecernos una orientación parcial, casi siempre vulnerable a ser contradicha por otra norma, por otro funcionario o por otro experto. La experiencia común de enfrentarse a la burocracia está marcada por la incertidumbre, la sensación de culpa o el temor constante a estar cometiendo —sin saberlo, ni quererlo— una ilegalidad.
El falso culpable
Parte de la crítica más habitual al mercado — la convicción de que genera o acentúa desigualdades — presupone que el sistema de precios margina a quienes menos tienen: pobres, discapacitados y diferentes. Como contraparte surge la idea de que las políticas de inclusión, el Estado del Bienestar y el socialismo son esfuerzos por darle un lugar a aquellos que no lo tienen en sociedades jerarquizadas y capitalistas.
La realidad, sin embargo, desmiente el relato estatista. En el mercado, quienes no consiguen generar valor pueden quedar temporalmente excluidos, pero emergen de forma espontánea mecanismos de asistencia privada, altruismo y apoyo mutuo. El Estado inclusivo, por su parte, no solo fracasa a menudo en rescatar de la marginalidad a los que realmente no pueden producir —por vejez o discapacidad—, sino que además margina a individuos plenamente capaces de crear valor: inmigrantes, pequeños empresarios, minorías étnicas o religiosas
El mercado, apoyado en la creatividad empresarial, genera vías para que quienes enfrentan barreras de idioma, diferencias culturales o baja productividad encuentren nichos donde intercambiar. En contraste, el Estado erige una maraña de normas diseñadas para un ciudadano “modelo” que bloquean la cooperación entre aquellos que se apartan del estándar. Así, un trabajador que no maneja el idioma local o con discapacidad, incapaz de competir en atención al cliente con la misma eficacia que un local cualificado, queda fuera del mercado formal porque el salario mínimo le impide pactar una remuneración acorde con su productividad. La inclusión administrativa se convierte, paradójicamente, en un mecanismo de exclusión.
El Castillo de Kafka
En su novela El castillo, Kafka cuenta la historia de un agrimensor que llega a un pueblo porque, supuestamente, ha sido solicitado desde el Castillo para realizar un trabajo profesional. El problema es que el protagonista nunca logra confirmar si efectivamente ha sido llamado, y queda atrapado en una burocracia restrictiva, opaca e interminable que no le da una negativa clara, pero tampoco una autorización. No se le prohíbe explícitamente trabajar, integrarse ni marcharse, pero tampoco se le permite hacerlo realmente. Ha gastado de su propio dinero para cumplir con el encargo que cree haber recibido, pero nunca es compensado, porque su caso no se resuelve. Kafka nos muestra cómo la burocracia puede convertir a un individuo en un simple expediente, robándole su libertad y dejándolo en una situación de espera eterna, duda, exclusión, impotencia y alienación.
¿Cómo se forma ese Castillo kafkiano?
La burocracia kafkiana es el resultado de una combinación perversa: por un lado, el racionalismo positivista que aspira a construir una sociedad ordenada, impersonal y abstracta, regida por normas que prometen control y eficiencia; por el otro, una práctica política marcada por la arrogancia de los planificadores, el deseo de autopreservación política a través del favorecimiento de los funcionarios públicos, las luchas de poder, la obsesión identitaria, el cortoplacismo electoral y la sobrelegislación.
La burocracia se presenta como la garantía de orden frente al caos, como el camino institucional que deben transitar todos para alcanzar la justicia y la igualdad. Pero en la práctica, las oficinas públicas son entornos desordenados, confusos e ineficientes. El ciudadano debe comportarse como si estuviera ante una maquinaria perfectamente calibrada: debe llegar puntual, con originales y copias, con el expediente completo y en el formato requerido. A cambio, recibe caos e irracionalidad: retrasos, información contradictoria y oculta.
Usted debe presentar una declaración fiscal, aunque nadie le pueda explicar exactamente cómo hacerla bien. Pero si la hace mal, será sancionado, porque el Estado sí sabrá cómo debió haberla hecho. Usted debe actualizar su expediente porque “no hay registro suyo”, aunque el mismo Estado sabrá inmediatamente si ha cambiado de domicilio o empleo. La administración exige comportarse como si fuera ciega, pero cuando quiere todo lo ve.
La burocracia como trampa
Es la burocracia, en todo sentido, paradójica: dice buscar agilidad, pero retrasa; promete orden, pero desordena; presume de racionalidad, pero opera con lógicas absurdas, laberintos y callejones sin salida.
Un ejemplo personal ocurrido esta misma semana en España: como parte de un visado, se me asigna un NIE (número de identificación de extranjero), que debo “activar” dentro del primer mes tras mi entrada al país a través de la toma de huellas en la Policía Nacional. Para hacer esa toma de huellas, debo conseguir una cita (que no se consigue fácilmente), que solo se puede obtener a través del sistema Cl@ve, una plataforma digital que permite identificarse ante la administración. Sin embargo, para registrarse en Cl@ve, es necesario tener un NIE válido, ¡el mismo que solo se valida tras la toma de huellas!… Y con mecanismos como este, la burocracia lleva a la ilegalidad a inmigrantes legales.
Y este tipo de bucles no es una excepción, es la norma. Lo primero que debe hacer un inmigrante en España es empadronarse. Pero para empadronarse debe demostrar que vive en una vivienda de larga estancia. No puede hacerlo desde un hotel, un alquiler temporal ni un Airbnb. Ahora bien: ¿quién en España le va a ofrecer un alquiler de larga estancia a un inmigrante recién llegado, sin cuenta bancaria, sin historial laboral ni registros administrativos?
Esto fuerza al inmigrante a engañar a la administración para poder sortear los trámites. Y lo más absurdo es que la administración lo sabe. Acepta únicamente a quienes la engañan “adecuadamente”. Incluso los propios funcionarios lo dejan entrever con frases como: “No hay citas, tiene que buscar un gestor”, o “No puede empadronarse en un alquiler temporal, tiene que encontrar otra alternativa, aunque esa sea su residencia real”.
Así funciona el castillo kafkiano: no prohíbe abiertamente la inmigración legal, por ejemplo, pero hace inviable lograrla sin violar sus propias reglas.
La burocracia crece, se atornilla y marginaliza
Lo más duro de todo es que la burocracia no retrocede: solo crece, se enreda y se vuelve más opaca. Cada año, nuevos aspectos de la vida humana quedan sometidos a regulaciones, licencias, autorizaciones o trámites. Cada ministerio, cada municipio, cada departamento aprovecha su cuota de poder para justificar su existencia, crear nuevos cargos y expandir su control. Es la forma más directa y estable que tiene el Estado de mantenerse necesario y que tiene el gobierno de prolongar su vida política.
Cuando la burocracia ya es demasiado grande, se vuelve intocable: aplica la lógica del too big to fail. Cerrar oficinas, eliminar procedimientos o reducir personal implicaría una sacudida económica que ningún político está dispuesto a asumir. El costo electoral de cortar con décadas de mala administración es altísimo: implica pagar los errores acumulados de todos los que vinieron antes. Así que se patea la bola un poco más hacia adelante, siempre.
Finalmente, la burocracia marginaliza porque todos estos actores regulando a la vez solo pueden generar esquemas imposibles de satisfacer, son tantos los intereses y aspiraciones que busca satisfacer la burocracia que simplemente ´´se enreda sola´´ y no puede hacer otra cosa que homogenizar para intentar agilizar. Y en medio de esa maraña, el individuo queda reducido a un trámite, a un expediente que se pierde, se retrasa o se resuelve con suerte. Pero detrás de cada expediente hay un proyecto de vida, una familia, un emprendimiento o un simple deseo de trabajar y contribuir. Aspiraciones que son viables económica y socialmente, pero que son frustradas políticamente, filtradas por un sistema que ha hecho de la exclusión su norma silenciosa.