Will Ogilvie: “Cuando se ve al criminal como víctima y la ley justa como opresión, lo bello y lo bueno se desmoronan”

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Occidente ha sido, durante siglos, la cuna del progreso. Como nos recuerda Hayek, rara vez comprendemos la magnitud de aquello que hemos heredado: su historia, sus instituciones, su cultura, su libertad económica y política. No partimos de cero; al contrario, somos beneficiarios (y en buena medida imitadores) de un legado civilizatorio inmenso.

Sin embargo, hoy vemos una evidente decadencia de ese mismo Occidente que tanto admiramos. En este contexto, entender su historia y las causas de su deterioro se vuelve esencial. Preguntarnos lo básico, cuestionar lo evidente y buscar la verdad ya no es un lujo intelectual, sino una necesidad en tiempos de crisis.

Por ello, he realizado esta entrevista, esta vez por escrito, con alguien que considero capaz de ofrecernos respuestas claras y sinceras: Will Ogilvie Vega de Seoane, quien es Fellow del Instituto Juan de Mariana y Director del grado en Filosofía, Política y Economía de la Universidad de las Hespérides. Con él abordamos las preguntas que inquietan a quienes todavía creemos que pensar es una responsabilidad, no una distracción.

Para situar el diagnóstico en su debido contexto, Will comienza por responder a la pregunta más básica y al mismo tiempo la más decisiva:

¿Qué es Occidente?

De forma muy general, podríamos decir que Occidente es la civilización nacida de la unión entre Atenas, Jerusalén y Roma; de los bárbaros —y no tan bárbaros— del norte; de la Iglesia Católica y de sus sucedáneas rebeldes. De esa fusión —la razón griega, la fe cristiana (con su escolástica), el derecho romano y el espíritu libre de los pueblos del norte— nació lo que hoy llamamos civilización occidental. A lo largo de los siglos, esa herencia fue repensada en la síntesis medieval, donde la filosofía griega y la fe cristiana aprendieron a dialogar, y reanimada en el humanismo renacentista, que devolvió al hombre la conciencia de su dignidad y su libertad. También forman parte de esta historia la Ilustración, la revolución científica, el constitucionalismo, el secularismo y el surgimiento del Estado nación. No es una historia de luz sin sombras —ninguna civilización lo es—, y ha producido tanto maravillas como horrores: las guerras mundiales o las ideologías totalitarias que negaron el valor de la persona allí donde triunfaron.

Hoy, sin embargo, percibimos signos de decadencia morales y materiales (aunque, a largo plazo, las segundas suelen seguir a las primeras): la deuda perpetua, el estatismo burocrático que asfixia la iniciativa y una irresponsabilidad intergeneracional que amenaza el futuro de los jóvenes, especialmente en el caso español. No conviene caer en el catastrofismo, las reformas son posibles; la cuestión es si tendremos la madurez necesaria para acometerlas antes de que el sistema estalle, como ha ocurrido en otros países tras décadas de populismo empobrecedor. Figuras como Milei surgen no por azar, sino como reacción desesperada de sociedades que ya no confían en sus élites ni en sus instituciones. La suerte de Argentina no ha sido que ganara un populista —para populismo, el socialismo—, sino que, tras años de degeneración política y económica, un liberal lograra vencer.

La libertad —en su dimensión moral, política, económica y filosófica— debe volver al centro de nuestras decisiones si queremos dejar algo mejor de lo que heredamos. Porque, con todos sus defectos, Occidente sigue siendo la única civilización que ha hecho de la autocrítica, la libertad y la búsqueda racional de la verdad su motor permanente: la autocrítica que corrige, la libertad que crea y la razón que busca la verdad. Ha sido también la civilización que, de manera excepcional en la historia, aprendió a hacer espacio al distinto: a convivir con quien piensa, cree o vive de otro modo sin exigirle que se someta. En Atenas, aquel pueblo que Pericles alababa por no vigilarse mutuamente y cuyo ejército, antes de la tragedia siciliana, era llamado a defender la libertad de vivir como cada uno quisiera, entendía bien que la libertad personal no es un lujo, sino la condición misma de una vida digna.

Cuando hablo de crisis me refiero al deterioro económico, la cultura “woke”, la violencia callejera, los problemas migratorios, las políticas populistas, las bajas tasas de natalidad y las crecientes adicciones. ¿Qué factores cree que explican este escenario?

¿Por qué el declive? Porque la libertad se encuentra cada vez más amedrentada bajo Estados hipertrofiados, pero también porque cada vez menos personas se dan cuenta de que la batalla por la libertad hay que darla siempre y en todos los ámbitos. Sin complejos.

Creo que uno de los factores centrales de este deterioro ha sido un desequilibrio en nuestra autopercepción y lo trágico es que esto no ha sido un accidente. Durante décadas, los sistemas educativos y culturales de Occidente han insistido en subrayar sus errores —que, por supuesto, los hay— mientras han exaltado todo lo distinto solo para no parecer etnocéntricos o supremacistas culturales. Pero ese exceso de autocrítica nos ha hecho olvidar algo fundamental. Millones de personas en el mundo siguen soñando con venir a Occidente porque aquí se produjo algo extraordinario: una combinación de prosperidad, libertad y tolerancia casi milagrosa.

Si queremos conservarlo, debemos recuperar la confianza en quiénes somos. Los jóvenes —y no tan jóvenes— recordarán la sentencia de Mufasa a Simba: “recuerda quién eres.” Defender la civilización occidental y nuestras libertades no es un acto de arrogancia, sino de gratitud y de responsabilidad hacia los valores que la hicieron posible. Tenemos el deber —y el privilegio— de legar a las generaciones futuras un mundo, al menos, tan bueno como el que recibimos. Renunciar a esa tarea sería una cobardía imperdonable y una irresponsabilidad macabra.

Hoy esos valores se ven amenazados por un relativismo moral alimentado por el nihilismo y el marxismo cultural. Cuando el criminal pasa a ser visto como víctima y la ley justa como opresora, lo bello, lo bueno y lo próspero comienzan a desmoronarse. Y es ahí donde asoma la verdadera barbarie: no la que viene de fuera, sino la que nace cuando dejamos de creer en nosotros mismos.

¿Es posible recuperar el equilibrio entre innovación y preservación de valores?

La innovación técnica, científica y empresarial es una de las mayores maravillas de nuestra civilización, más importante incluso que nuestros monumentos o museos, aunque sea invisible. Sin embargo, hemos perdido de vista esa verdad, y por eso quienes vienen de otras partes del mundo —incluso de regiones hoy más ricas— creen que somos un museo. La innovación ya no ocurre en Europa: somos el viejo continente porque así lo hemos elegido.

Pero toda civilización debe decidir qué hace con el legado que recibe: qué conserva y qué transmite a las generaciones futuras. Querer hacer tabula rasa y borrar toda la tradición —algo que, como bien sabían nuestros queridos griegos, siempre anuncia el deseo de control— es el primer paso hacia la manipulación. Cuando se arranca a un pueblo de sus valores, de sus referentes, de sus autores y de sus tradiciones, se lo deja sin alma, y a quien no recuerda quién es, resulta fácil gobernarlo. El olvido de la propia tradición no emancipa: infantiliza. Por eso es tan esencial volver a leer nuestros grandes textos, como hacemos en la Universidad de las Hespérides: apartar el ruido, oxigenar la indigestión mental provocada por el bombardeo digital y crear espacios donde las ideas puedan discutirse libremente y lentamente.

Demasiadas universidades tradicionales han sido tomadas por quienes desprecian Occidente y, con el pretexto de una crítica “emancipadora”, han terminado negando los valores que hacen posible precisamente esa libertad crítica de la que se embriagan. Pero la libertad es una flor delicada: necesita jardineros atentos, ni pisotones estatales ni ciudadanos distraídos. Conservarla exige valor, discernimiento y la firmeza de cortar las malas hierbas cuando es necesario, es decir, hay que estar dispuesto a dar esa batalla de las ideas en todas las plazas. En todas.

Y conviene recordarlo: la autocrítica, cuando nace del amor a la verdad, no debilita nuestra civilización; la fortalece. Fue así como los humanistas lograron innovar sin destruir lo heredado. Si recuperamos ese equilibrio —la confianza de crear y la humildad de conservar—, no hay que deprimirse en el fatalismo.

¿Qué rol toman los medios de comunicación y el ecosistema digital en la perpetuación o el combate de esta decadencia?

Platón decía que el filósofo es aquel que ama el espectáculo de la verdad. También advertía que solo una minoría estaría dispuesta a hacer el esfuerzo que ello exige. Muchas profesiones deberían participar de esa misma vocación: el periodismo, el profesorado, la abogacía, entre otras. Sin embargo, aunque se presentan como guardianes de la verdad, con frecuencia parecen más interesados en acumular poder, influencia o prestigio que en cumplir su mandato hacia ella. La tensión entre poder y verdad es tan antigua como nuestra civilización.

Desde este punto de vista, lo que a menudo se vende como información objetiva no es más que una forma sofisticada de manipulación. La mayoría de los partidos políticos no parten de los datos para decidir qué hacer, sino que primero deciden qué hacer para acumular poder y después buscan los datos que lo justifiquen. De modo similar, muchos medios de comunicación no informan para esclarecer, sino para reforzar una narrativa ideológica. Quien busque la verdad en este ecosistema tendrá que leer de todo, comparar y contrastar —una tarea difícil en un mundo donde las narrativas compiten ferozmente por el control de nuestras mentes.

El poeta T. S. Eliot lo expresó con lucidez:

¿Dónde está la sabiduría que hemos perdido en conocimiento?
 ¿Dónde el conocimiento que hemos perdido en información?

Algunos medios comprenden las amenazas que se ciernen sobre nuestras libertades y las enfrentan con valentía. Otros, en cambio, parecen empeñados en socavarlas, ya sea por servidumbre ideológica o por dependencia económica de los poderes políticos. Cuando la información se subordina al poder, la verdad deja de ser una aspiración y se convierte en un obstáculo. Por eso, en tiempos de ruido y propaganda, buscar la verdad se convierte en el más alto acto de libertad.

¿Puede el libre acceso a la información neutralizar la propaganda populista o, por el contrario, corre el riesgo de amplificarla?

Desde luego, el libre acceso a la información tiene un poder inmenso para contrarrestar la propaganda populista, pero también encierra el riesgo de amplificarla. Y, por mucho que algunos lo presenten como el fin de todo, ya no hay vuelta atrás.

Me remito, una vez más, a la Atenas clásica, hace unos dos milenios y medio. En aquella época, aprender a leer y escribir en chino podía requerir unos veinte años. De manera similar, en las civilizaciones de escritura jeroglífica o cuneiforme —Egipto, Mesopotamia—, la alfabetización era un privilegio reservado a una casta de escribas al servicio de la corte. Los griegos rompieron con ese modelo. Según cuenta Platón en Las Leyes, un niño ateniense podía aprender a leer y escribir con el alfabeto griego en unos tres años, prácticamente lo mismo que hoy.

Que las personas pudieran leer y escribir sin depender de una élite abrió una puerta inédita a la libertad de pensamiento. ¿Por qué? Porque cuando la lectura y la escritura se democratizan —y no hay un despotismo que las censure—, las narrativas se multiplican. Surgen nuevas voces, las ideas se contrastan, y las versiones oficiales del poder —la corona o los chamanes, por así decirlo— comienzan a ser discutidas. Esa es la esencia de la libertad de prensa y de pensamiento. Pero ambas están hoy amenazadas, no solo por los poderes políticos —que, como siempre, intentan moldear la opinión—, sino también por la pérdida de lealtad hacia la verdad y la virtud entre quienes deberían ser sus guardianes. Si los profesionales del conocimiento —periodistas, educadores, intelectuales— dejan de creer que la verdad existe, la libertad se vuelve imposible. Si no hay verdad, solo queda la violencia.

Quizá el desafío de nuestro tiempo no sea tanto el exceso de información, sino la falta de formación moral e intelectual para distinguir lo verdadero de lo falso. Y, como nota final, dejo una pregunta abierta: ¿no estaremos regresando, paradójicamente, a una nueva sociedad oral, fascinada por la imagen y el sonido, pero reacia a leer y escribir?

Si pensamos en cómo reconstruir Occidente, ¿qué elementos son fundamentales para defender los valores de la libertad y el progreso?

No estoy seguro de que debamos “reconstruir Occidente”. Los seres humanos poseemos algo más poderoso que la capacidad de reconstruir: la capacidad de comenzar de nuevo. Los presocráticos ya se preguntaban por el principio de las cosas, el ἀρχή. En el fondo, buscaban comprender ese impulso originario que hace posible todo inicio. San Agustín lo expresó con una belleza incomparable: Dios creó al hombre para que hubiera un comienzo. Hannah Arendt retomó esa idea en La condición humana:

Actuar, en su sentido más general, significa tomar una iniciativa, comenzar (como indica la palabra griega ἀρχή, ‘comenzar’, ‘guiar’ y finalmente ‘gobernar’), poner algo en movimiento… Porque los hombres son initium, recién llegados y principiantes por virtud de su nacimiento, toman la iniciativa, son impulsados a la acción. Initium ergo ut esset, creatus est homo, ante quem nullus fuit (‘para que hubiera un comienzo, fue creado el hombre, antes del cual no existía nadie’, dijo Agustín). Este comienzo no es el del mundo, sino el de alguien: el hombre, que es en sí mismo un principiante. Con la creación del hombre entró en el mundo el principio de libertad.

Comparto este pasaje porque resume algo esencial: los seres humanos no somos piezas de museo, sino seres libres. Podemos decidir, actuar y, por tanto, esperar lo inesperado de nosotros mismos. Cada nacimiento trae al mundo algo radicalmente nuevo. No podemos detener el tiempo ni controlar las tormentas, pero sí orientar el rumbo de nuestro barco. Y eso depende de que una sociedad sea capaz de transmitir los valores que sostienen nuestras decisiones y actos

La libertad y la dignidad del ser humano —creas o no en la gracia divina— deben seguir siendo el centro de nuestras decisiones políticas. Son las que nos han traído hasta aquí: al mejor puerto que ha conocido la larga y trágica historia del hombre en la tierra.

Por eso debemos resistir el fatalismo que hoy tanto abunda: la idea de que “todo está perdido”, de que el declive es inevitable, de que el pasado fue siempre mejor. Esta narrativa del pasado dorado es tan antigua, al menos, como los griegos y sus Edades de los Hombres. También en el Antiguo Testamento se nos habla de un paraíso perdido: el Edén de Adán y Eva. Pero el pasado no fue mejor. Esa es la diferencia más profunda entre el mito antiguo y la fe cristiana: el paraíso no está detrás, sino delante. No se recuerda, se espera con esperanza. Y nosotros deberíamos recordarlo: mientras haya seres humanos, habrá recomienzos. Cada generación puede reinterpretar su herencia y renovar el fuego de la civilización. En eso consiste la educación en transmitir los valores que han hecho posible nuestro orden social y que han sostenido la prosperidad moderna.

Si algo distingue al ser humano es precisamente esta capacidad de recomenzar. Por eso nunca estará inmóvil, ni en la esclavitud ni en la libertad, sino danzando entre ambas en un equilibrio siempre frágil.  Y, por muy encorsetado que parezca el baile que los gobiernos o las circunstancias impongan al bailarín, el ser humano siempre puede sorprender con una pirueta nueva. Justo cuando crees haberlo visto todo —¡plas!—, una nueva acrobacia te estremece. De ahí que Occidente no deba reconstruirse como una ruina, sino renovarse como una obra viva. Esa imprevisibilidad, esa chispa creadora que ningún poder puede domesticar, es la melodía más profunda de Occidente, porque hemos dado al bailarín —al individuo— un escenario más vasto y más digno en el que moverse. Y, si todo recomienzo humano es una nota más en la gran sinfonía de nuestra cultura, permíteme la osadía de añadir la mía, retomando el hilo de Homero: “Canta, diosa, canta la canción de la libertad.”

Conclusión

La decadencia no es un destino, sino una renuncia. Occidente se debilita cuando normalizamos la mentira, cedemos nuestra autonomía al poder centralizado, y cambiamos el pensamiento crítico por consignas. Las crisis actuales no son inevitables, sino advertencias de que hemos abandonado lo que hizo posible nuestra libertad.

Tocqueville ya lo había comprendido: la decadencia comienza cuando los hombres dejan de preocuparse por los asuntos comunes y se encierran en sus intereses privados. Cuando prefieren la comodidad a la virtud cívica. Cuando el individualismo egoísta reemplaza a la verdadera independencia de espíritu

Laura Rangel
Author: Laura Rangel

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