Encontrar en España referentes del liberalismo que sean tierra feraz en la que cultivar nuestro amor por la libertad es más complicado que lo que debiera. El término, al cabo, nació aquí. Pero nuestro liberalismo tuvo casi siempre una raíz francesa que ha dejado frutos que hoy nos resultan difíciles de tragar. Como el anticlericalismo, por ejemplo. O el intento de cambiar la sociedad desde nuevas bases, un empeño del que hemos aprendido a desconfiar, y que ha llevado a muchos liberales a intentar desalojar a la Iglesia de la educación con la bota del Estado. O a cometer otros atropellos. Durante el trienio liberal, por ejemplo, el Gobierno quiso obligar a los curas a explicar la Constitución de 1812.
Pero no desesperemos, porque hay contraejemplos a los que nos podemos asir. La mayoría, bien es cierto, tienen una formación británica más que francesa. Es el caso de Gaspar Melchor de Jovellanos, Mendizábal o José María Blanco White. El caso de Clara Campoamor es distinto. No es ya la época que le tocó vivir. Es también su peripecia personal y su ejemplo, que entiendo que para nosotros desborda la impronta que pueda dejar su obra escrita.
Sus orígenes apenas pueden ser más humildes. Su madre, costurera, le dio su primer oficio. En el Madrid finisecular fue adquiriendo nuevos trabajos, con ocupaciones cada vez menos manuales y más intelectuales, de modo que permitieran hacer brillar su inteligencia. Entró en la universidad tarde y se licenció en derecho cuando contaba 36 años. Aunque para entonces llevaba ocho años visitando el Ateneo. Trabaja en su propio despacho durante la dictadura de Primo de Rivera, pero es cuando los monárquicos entregan el poder y Alfonso XIII huye de España cuando Campoamor encuentra su sitio en la historia.
Ella entra en el Partido Republicano Radical, un nombre paradójico para un partido democrático en un régimen en el que pocos partidos creían de verdad en la democracia. Aunque su mayor éxito lo consiguió ya fuera del mismo: llevar a una Cámara reacia a aprobar, por 161 síes contra 121 noes, el voto femenino. También luchó por el reconocimiento de los hijos habidos fuera del matrimonio.
Madrileña en la primavera trágica del Frente Popular, Clara Campoamor huyó de aquella ciudad «caótica» al poco de comenzada la guerra, en el otoño de 1936. Y escribió en francés un veredicto de aquel régimen muy certero. No es el último motivo el título que eligió para él: La revolución española vista por una republicana. Acabó siendo, efectivamente, una revolución.
Campoamor destaca por ser de un antitotalitarismo casi visceral, aunque esté construido con unas ideas que hacen gala a su nombre y que respetan y defienden los derechos del individuo y la autonomía personal. En aquellos años aciagos no era poco mérito. Su figura ha sido secuestrada por los socialistas que aceptan la democracia. Fue despreciada por la derecha como una republicana más. Y el liberalismo español no ha encontrado en ella una inspiración suficiente. Quizás sea el momento de rescatarla de esa desatención.
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