Si algo se le concede a Rajoy es que, desde que llegó a La Moncloa, no se ha quedado de brazos cruzados. Su Consejo de Ministros presenta cada semana una nueva batería de medidas para atajar la profunda crisis en la que se encuentra España. Sin embargo, en economía más vale no hacer nada que aplicar las medidas equivocadas. En ese sentido, muchos liberales depositaron su confianza en Rajoy pensando en que mejoraría las cosas por simple omisión. Esa era la fama que se había labrado, sobre todo durante sus ocho años como líder de la oposición. Pero el pasivo opositor ha resultado ser un presidente hiperactivo. La cuestión a analizar, pues, no es si está tomando o no medidas. Es si van bien encaminadas.
El estallido de la burbuja que durante años vivió la economía española dejó al descubierto dos profundos problemas estructurales que se fraguaron durante aquella falsa bonanza. La primera es que los gastos estructurales del Estado habían crecido al calor de unos ingresos artificiales que no volverán. La segunda es que la estructura productiva estaba totalmente distorsionada por efecto de la burbuja, adaptada a la construcción y financiación de una bestialidad de viviendas que no necesitábamos, y de unas infraestructuras que no podíamos permitirnos. La salida de la crisis vendrá, por tanto, cuando el Estado vuelva a un tamaño sostenible, y cuando esa estructura productiva obsoleta se vaya liquidando y se reconvierta para satisfacer las demandas reales de la economía.
El actual Gobierno desde el principio anunció que su prioridad era la lucha contra el déficit. Pero en tiempo récord ha demostrado que no pretende reajustar el Estado a un tamaño sostenible. Prefiere sangrar al ciudadano, freírle a impuestos, para así tratar de no reducir la estructura del Estado en lo sustancial. De hecho, el método Rajoy es de lo más torpe: aprueba recortes dolorosos para los ciudadanos, pero por la puerta de atrás incrementa y mantiene gastos de corte político. Hasta la fecha los resultados son terribles. Pese a que trató de hacernos creer que embridaría el déficit público, en menos de medio año casi ha excedido el objetivo renegociado con Bruselas para todo el año. Y ya están tratando de apañar de nuevo un objetivo de déficit mayor. Es decir, que aunque la meta original para el año era del 4,4%, al final terminará acercándose al 7%. Quién sabe si más.
Ni los gobernantes españoles ni los burócratas de Bruselas parecen darse cuenta de que a los mercados financieros les da exactamente igual lo que los políticos pacten entre ellos. Lo que les preocupa es la propia sostenibilidad de las cuentas públicas. Por mucho que el Estado cumpla un objetivo de déficit previamente acordado, si se calcula que la economía española no puede permitirse tamaña cantidad de gastos públicos, esos mercados buscarán otro lugar mejor en el que invertir. Al fin y al cabo, los famosos mercados no son otra cosa que un conjunto de ahorradores que buscan el mejor destino posible en el que invertir con éxito su escaso capital.
La segunda pata para la salida de la crisis es la capacidad de la economía española para reajustar su estructura productiva y volver a generar riqueza. En primer lugar, los agentes económicos necesitan impuestos bajos para que les sea menos costoso desendeudarse y liquidar el capital mal invertido. Y en segundo lugar, se necesita un marco económico en el que los ahorradores se atrevan a invertir en España y que los empresarios, nacionales o extranjeros, decidan crear o expandir sus empresas en nuestro país.
Rajoy en este asunto ha sido sistemático: prácticamente todas sus medidas han perjudicado directamente a inversores y empresarios. En España se parte de la base de que tanto inversores como empresarios son los malos de la película. Es a quien hay que perseguir y castigar, no a quienes hay que convencer. A los inversores les han subido el impuesto del capital y les han ampliado los costes regulatorios. A los empresarios se les mantiene unos impuestos de sociedades y cotizaciones sociales prohibitivas. Y ahora se les vuelve a subir el IVA, que impacta en las ventas de las empresas de consumo y se repercute sobre todas las demás. El resultado es que hoy España es uno de los países con más impuestos y trabas regulatorias del mundo, y tiene a los agentes económicos totalmente asfixiados. Si sumamos a esto el costoso entramado burocrático y, sobre todo, la brutal incertidumbre de hacia dónde nos lleva este Gobierno, el resultado es que los inversores ni se plantean meter su capital en España. Y los potenciales emprendedores, de igual modo, buscan fortuna en otro país que les acoja mejor. O, simplemente, deciden no arriesgarse a emprender y se cruzan de brazos.
El gran pagano de esta situación es el ciudadano de a pie. Aquéllos que dependen del mercado de trabajo y no puede irse a otro país con tanta facilidad. El empleo en España vive la tormenta perfecta. La imposibilidad de que los emprendedores y los inversores sobrevivan en España provoca el desplome de la demanda de empleo. El paro permanece desbocado y se deprimen los salarios. Al final, la meritoria reforma del mercado laboral aprobada por Rajoy no tiene efecto si nadie invierte ni abre empresas. Y en esas estamos.
Rajoy, por tanto, va por el camino equivocado. Está desconcertado por los malos resultados de su política económica, convencido de que la solución es que el BCE se ponga a imprimir más dinero. El verdadero camino de salida de la crisis puede ser políticamente costoso, pero es de lo más lógico. Hay que reducir de verdad el tamaño del Estado y el poder de los políticos, y devolver el dinero a los agentes económicos. Y hay que hacer de España un lugar en el que los ahorradores quieran invertir y los empresarios quieran abrir empresas. Hasta que no se haga, España será un país sumido en la depresión económica y social, en el que el Estado se dedica a gestionar la pobreza, y los ciudadanos a padecerla.
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