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De cómo el Estado destruye el libre mercado

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Quizá una de los argumentos que más se usan para justificar la acción del Estado en nuestras vidas es la imposibilidad del mercado de cubrir las necesidades de la gente en aspectos que no se perciben como un beneficio económico directo. Qué liberal no ha polemizado con alguien que no llega a convencerse de cómo los intercambios libres entre personas son capaces construir las calles, las carreteras que comunican municipios o pedanías poco poblados o prestar cualquier tipo de transporte público que los conecte con zonas de mayor densidad de población.

Y semejante duda sobre las capacidades del libre mercado tiene su lógica, no porque éste no sea capaz de cubrir esas necesidades, sino porque los hombres de estado llevan décadas, sino siglos, asegurando que es imposible y que sin su dirección y sus planes todo degeneraría hacia un caos destructivo. Sin embargo, la acción del Estado es causa de muchos de estos males y rara vez de la solución; diría que nunca. El Estado se convierte en un freno a la economía, en un agujero negro de la riqueza, en un destructor de la iniciativa, de la asociación libre y voluntaria, de la responsabilidad individual.

La inhibición de la acción humana se suele hacer evidente todos los veranos en España, cuando miles de hectáreas de montes y prados arden sin control. Los, a menudo, ineficaces sistemas antiincendio organizados por municipios y comunidades autónomas crean una falsa sensación de seguridad de la que muchos se despiertan de manera trágica. La gestión y cuidado de las fincas generaría un boyante sector empresarial, financiado en principio con lo que el sector público dedica a estos costosos sistemas, reduciendo el impacto de los fuegos a la vez que creando riqueza, puestos de trabajo, competencia por realizar esa labor de manera más eficiente, a la vez que se favorecería la responsabilidad de los dueños para con sus propiedades, que en muchos casos deja mucho que desear. El abandono de fincas a cambio de subvenciones, dentro de la política agrícola europea, es uno de los ejemplos de cómo el Gobierno destruye riqueza. La explotación de las fincas –turismo medioambiental, agricultura, ganadería, productos silvícolas o cinegéticos– dentro de un mercado libre sería suficiente para hacer compatible la generación de riqueza y su conservación, acercándonos de esa manera a uno de los objetivos de los grupos ecologistas, la conservación del medio ambiente.

Otro ejemplo donde el Estado desacelera y destruye la iniciativa individual es nuestro sistema de salud pública. Prácticamente todos hemos padecido o conocemos a alguien que ha sufrido la ineficacia de un sistema sobrepasado, donde la tardanza en realizar pruebas esenciales puede llegar a convertirse en tragedia, donde trucos administrativos transforman interminables listas de espera en éxitos electorales. Sin embargo, en España el sistema sanitario privado tampoco recibe excelentes valoraciones por parte de sus clientes. No es de extrañar, pues ha nacido como complemento al público, de forma que muchos casos clínicos terminan derivados al primero y, si bien esta situación se está corrigiendo, las primas de los seguros que cubren determinados tratamientos son inalcanzables para economías modestas. El Estado crea un sistema ineficiente que retiene recursos financieros que podrían ayudar a crear multitud de empresas que satisfagan a los ciudadanos, de forma que sean estos los que decidan qué relación calidad-precio quieren pagar por proteger su salud.

Un ejemplo similar es el que se vive en el sector de la educación. Los resultados no acompañan y cada vez son más los que nos quejamos de la calidad de la educación pública, que empeora año a año, y del sistema, ineficiente y poco preparado para los cambios tecnológicos y sociales que vive la sociedad española. A eso hay que añadir un adoctrinamiento moral que se pretende con asignaturas como Educación para la ciudadanía, pero que de alguna manera ya está presente en los contenidos y el ideario que actualmente se imparte. De nuevo las quejas hacia el sector privado se dirigen hacia su elitismo y su coste desorbitado, lejos de las economías del español medio. La concertación de colegios privados, es decir la alianza del sector público y privado, favorece esta situación y no permite que se genere una competencia real entre colegios para dar una educación adecuada y asequible a todas las economías y familias, pues los colegios se suelen limitar a cumplir con los requisitos que se les impone desde la administración. De hecho, el actual sistema hace imposibles otros sistemas de educación como el homeschooling, que permitiría a las familias controlar en todos los sentidos los contenidos y valores que quieren transmitir a sus hijos.

Cualquiera que sea el sector en el que el Estado tiene algún tipo de presencia o influencia, se produce un fenómeno parecido. Los ciudadanos creen que se les cubren una serie de necesidades cuando en realidad debían ser ellos, como individuos responsables, los que las satisficieran. Los sistemas públicos se vuelven ineficientes, muy pequeños para las necesidades reales, pero no pueden desaparecer porque ello supondría reconocer su propio fracaso. Se incrementa la presión fiscal y se crean nuevos aparatos burocráticos en forma de organismos públicos o comisiones que gastan estos recursos que los contribuyentes podrían invertir de una manera más apropiada en negocios y servicios que se adecuen más a sus verdaderas necesidades y no a las que ciertos políticos consideren esenciales.

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