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¡Que vienen los chinos!

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El éxito, esto es seguro, ha sorprendido a los propios gobernantes. Milton Friedman cuenta que, cuando fue requerido por los planificadores chinos para que les diera algún consejo para mejorar la economía de ese país, le preguntaron cómo hacía los Estados Unidos para planificar los precios. La sorpresa del gran economista al oír la pregunta sólo se puede comparar a la del leal funcionario al escuchar la respuesta: en los Estados Unidos los precios no se planifican.

Y eso que, con todo lo desesperadamente compleja que puede ser la economía, hay procesos cuya lógica es extremadamente sencilla y que explican en gran parte este éxito. Hoy la proporción es mayor, pero en 1990 la del territorio cultivado en manos privadas apenas superaba el 5 por ciento y daba lugar a porcentajes en torno al 80 por ciento de la producción agrícola, según el cultivo de que se tratara. Habrá quien se sorprenda, pero cuando uno sabe que el resultado del propio trabajo revierte sobre uno mismo, el esfuerzo se hace más productivo. A partir de aquí, todo lo demás.

Leíamos ayer en estas páginas: "China rebasa al Reino Unido y es ya la cuarta potencia económica mundial". Año tras año el PIB crece, orden de magnitud, al 10 por ciento, duplicándose cada siete años. El rumor que nos llega de esa lejana sociedad se hace más y más resonante y hay quien se asusta. ¡Que vienen los chinos!, nos vienen a decir muchos. Con una reserva ilimitada de trabajo barato van a inundar nuestros mercados de productos baratos y nos van a dejar a todos en el paro. Incluso circulan leyendas urbanas sobre la extinción de los árboles sobre la Tierra si nuestros vecinos de ojos rasgados decidieran adoptar la costumbre de utilizar papel higiénico. Uno se pregunta, ¿hay esperanza en este mundo, con una amenaza de estas dimensiones?

Ya lo creo que la hay. Para empezar para las decenas de millones de chinos que han superado la barrera de un dólar de ingreso al día en que la ONU sitúa la marca de la pobreza. Y desde luego, también hay esperanza para nosotros. Tenemos la suerte de que, también en este terreno, ese conjunto de conocimientos que llamamos economía resulta sencilla y aprensible.

La riqueza ajena es también propia. Cuanto más tenga un vecino, más nos podrá dar por lo que nosotros podamos ofrecerle, de modo que su mayor prosperidad no sólo no nos empobrece, sino que nos hace también a nosotros más afortunados. Pero, ¿qué hay de nuestro trabajo, cuando hasta los servicios se externalizan a decenas de miles de kilómetros de casa? Pues que la condena de ganar el pan con el sudor de la frente es eterna. Siempre necesitamos más de lo que tenemos, lo que nos asegura demanda de trabajo hasta el fin de los tiempos.

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