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Dos malas propuestas fiscales para EEUU

Publicado en El Confidencial

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Una de las principales preocupaciones que debería inspirar la política fiscal de cualquier candidato a la presidencia de EEUU —sea este Donald Trump o Jose Biden— es la reducción del déficit público como paso previo a una reconducción de los altos niveles de endeudamiento estatales. Durante la reciente presidencia del republicano, el total de pasivos públicos se ha disparado como pocas veces en la historia del país: cuando Trump accedió a la presidencia, la deuda pública federal era de 19,9 billones de dólares (el 105% del PIB), mientras que a cierre del segundo trimestre de 2020 (todavía queda por registrar medio año de profuso endeudamiento) se ubica en 26,4 billones (el 135,6% del PIB). Es decir, Trump ha incrementado, de momento, la deuda pública en 6,5 billones de dólares.

Obama, otro presidente que abusó intensamente del endeudamiento durante su mandato, lo hizo en 9,2 millones durante sus ocho años de mandato. Y acaso se piense que la responsabilidad de la excesiva acumulación de deuda por parte de Trump se debe a la crisis del coronavirus (por las mismas, también podríamos excusar a Obama por la crisis ‘subprime’), pero es que antes del estallido del coronavirus Trump ya había incrementado los pasivos federales en 3,3 billones de dólares (una medida de 1,1 billones al año frente a los 1,15 billones de Obama… sin que Trump se hubiera enfrentado a crisis alguna hasta ese momento).

No es que en estos momentos la deuda estadounidense sea insostenible o esté al borde de volverse insostenible. Por ahora, no se observa ningún síntoma que haga temer un estallido de insolvencia (ni la inflación ni los tipos de interés de la deuda están disparados, más bien al contrario), en parte porque EEUU sigue teniendo una enorme capacidad fiscal (el déficit público en 2020 es del 15,2% del PIB pero con unos ingresos del 28,5% del PIB: si el país estableciera un sistema fiscal europeo por el cual recaudara en torno al 50% del PIB, amasaría un superávit de 7 puntos de PIB). Pero que ahora mismo la deuda no sea un problema no significa que uno deba desentenderse de cuadrar las cuentas a largo plazo: si se sucedieran nuevos desastres que requirieran de una nueva fuerte acumulación de deuda (y 2020 debería habernos enseñado a esperar lo inesperable), la situación financiera de EEUU podría tensionarse y comenzar a experimentar las dificultades. La prudencia en el margen de endeudamiento de un país nunca está de más.

Y, sin embargo, ni Trump ni Biden disponen con un plan para cuadrar las cuentas públicas. Trump, de hecho, ni siquiera dispone propiamente con un programa de política fiscal: como si todas sus propuestas de calado ya se hubieran agotado en la primera legislatura, lo único que ha sido capaz de prometer el actual presidente es que desea seguir bajando impuestos a las clases medias (si bien las clases medias ya no pagan prácticamente IRPF en EEUU), recortar el tipo sobre rentas del capital del 20% al 15% y articular una legislación tributaria proteccionista que bonifique parte del impuesto sobre Sociedades a las compañías que se relocalicen a EEUU. También amenaza, de manera igualmente genérica eso sí, con muchos nuevos aranceles contra China. A diferencia de en su anterior campaña electoral, cuando sí especificó mucho más los términos de su propuesta tributaria (aunque tampoco aclaró cómo iba a financiarla recortando gastos: y claro, luego paso lo que pasó), en esta las ideas tributarias de Trump están absolutamente verdes.

Por el contrario, Biden sí ha perfilado mucho más su propuesta tributaria, aunque en este caso para avanzar en la mala dirección, esto es, para subir muy sustancialmente los impuestos con el objetivo no de reducir el déficit, sino de incrementar el gasto.

Primero, el demócrata quiere revertir la mayor parte de rebaja fiscal aprobada por Trump durante esta legislatura: aumentar el tipo marginal máximo del IRPF desde el 37% al 39,6%, incrementar el impuesto sobre sociedades del 21% al 28% y restablecer el impuesto sobre sucesiones y donaciones a los niveles de 2009. Segundo, elevar en 12,4 puntos las cotizaciones a la Seguridad Social para las rentas salariales superiores a 400.000 dólares anuales, así como limitar sus deducciones en el IRPF. Y tercero, al igual que Trump, introducir medidas fiscales de corte proteccionista (como subirle el impuesto sobre Sociedades a las empresas que produzcan fuera de EEUU para revender en EEUU así como introducir bonificaciones fiscales a las empresas que se reubiquen en EEUU). Los efectos de estas (y otras) medidas llevarían a que el crecimiento a largo plazo de EEUU se redujera en 1,6 puntos, a qué se destruyeran más de 500.000 empleos y a que el país descendiera desde la posición 18 a la 30 en el índice de competitividad fiscal global de la Tax Foundation. Aunque los contribuyentes más perjudicados serían el top 1%, todos —absolutamente todos— los ciudadanos verían caer sus ingresos después de impuestos durante la próxima década como consecuencia del plan de Biden. Eso sí, sus propuestas arrojarían unos ingresos presupuestarios de 2,7 billones de dólares a lo largo de diez años, lo que le permitiría al demócrata incrementar el gasto público y el tamaño del Estado.

En definitiva, y en contra de la narrativa de algunos, estamos ante dos candidatos que intentan conquistar el poder a costa de aumentar la carga financiera que pesa sobre los estadounidenses: ya sea recaudando menos sin adelgazar el Estado para así endeudarlos más o recaudando más para engordar el sector público y endeudándolos lo mismo que ahora. Entre políticos con pocos escrúpulos anda la presidencia del Estado más poderoso de la tierra.

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