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Las inmatriculaciones

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Desde hace unos años me llaman poderosamente la atención las insistentes denuncias de algunas asociaciones, los medios de comunicación que les jalean y los dirigentes del PSOE actual, que pastorean a todos ellos, contra las inmatriculaciones de bienes inmuebles en el Registro de la Propiedad por parte de la Iglesia Católica.

Los activistas mencionados sostienen que la curia eclesiástica habría usado un medio privilegiado de inmatricular fincas en el Registro de la propiedad, reservado para las distintas administraciones públicas y las personas jurídicas dependientes de la Iglesia Católica por el artículo 206 de la Ley Hipotecaria[1] (en su redacción dada por el texto refundido de 8 de febrero de 1946 ) para, de forma sistemática, apropiarse de la propiedad de bienes inmuebles públicos que no le pertenecen, aunque mantenga la posesión.

En sus furibundas diatribas proclaman que, en cambio, a ellos solo les movería el interés por defender el patrimonio artístico del Estado, que, erróneamente, asimilan “al común” de los ciudadanos españoles[2]. Una de las versiones más hilarantes sostiene que todo respondería a una conspiración del gobierno de José María Aznar López y la jerarquía católica a fin de saciar la codicia de esta última.

Siguiendo esa pintoresca teoría, la reforma de la Ley Hipotecaria que promovió el gobierno en el año 1998[3], habría tenido como fuerza motriz facilitar esas supuestas apropiaciones indebidas. La confluencia de esta postrera reforma con las certificaciones previstas en el artículo 206 LH del texto aprobado en 1944 en tiempos de la dictadura del general Franco, habría surtido los efectos apetecidos por los sempiternos conspiradores.

Obsérvese que juntar de una tacada a tres de los grandes demonios de la cosmovisión del PSOE y sus allegados políticos, académicos y mediáticos en una operación desplegada a lo largo de más setenta años (¡!) es una superchería de dimensiones colosales, pero así están las cosas en la fábrica de mentiras y manipulaciones atrincherada en la calle Ferraz de Madrid.

No en vano el mantra continuó durante la XII legislatura. Antes de la moción de censura que llevó a su candidato a la presidencia del gobierno, el grupo parlamentario socialista en el Congreso de los Diputados consiguió aprobar en abril de 2017 una proposición no de ley, en la que, asumiendo como realidad incontestable las sospechas lanzadas previamente por varias asociaciones ad hoc, se instó al Gobierno a elaborar un estudio en el que se recogieran todos los bienes que desde 1998 hasta 2015 se hubieran inmatriculado a favor de la Iglesia Católica, y procediera a reclamar la propiedad de los mismos, si dicha inmatriculación se hubiera realizado sin los requisitos legales necesarios o afectando a bienes públicos.

La ausencia del más mínimo rigor de estos planteamientos explota la ignorancia sobre cuestiones históricas y jurídico registrales relativamente complejas que aqueja al gran público. Es por esto por lo que resulta crucial  aclarar algunos puntos para atenerse a la verdad y desenmascarar la propaganda. El cambio de actitud en apenas diez años ante la inmatriculación en 2006 de la Catedral de Córdoba, conocida como Mezquita por conservar el salón de columnas con arcos de herradura del anterior templo musulmán, constituye una muestra inestimable de la mala fé y las malas artes de unos leguleyos con mucho poder.

Comencemos por recordar, no obstante, que, con antecedentes en las Contadurías de hipotecas, el modelo de Registro de la Propiedad vigente en España data de 1 de febrero de 1861[4], fecha en la que se aprobó la Ley Hipotecaria. Frente a un sistema como el alemán, que se decantó por el carácter constitutivo de la inscripción en un registro público para el reconocimiento de la transmisión del derecho de propiedad inmobiliaria y los demás derechos reales que la gravan, los legisladores liberales españoles del siglo XIX introdujeron una institución que se limitaría a dar publicidad, con inscripciones voluntarias, a los derechos previamente existentes, sobre la base del historial de la finca registral (no personal) y las variaciones que sobre ella fueran produciéndose, así como sus transmisiones.

El objetivo declarado en la exposición de motivos de esa Ley era ofrecer seguridad jurídica al tráfico inmobiliario, tradicionalmente falto de transparencia en lo que se refería a los derechos reales que gravaban la propiedad[5]. No obstante, según coinciden diversos historiadores del Derecho, la protección del tercero de buena fe que confía en lo que publica el Registro de la Propiedad se dirigió principalmente a asegurar la posición de los adquirentes de bienes desamortizados[6] que habían pertenecido a la Iglesia Católica, que el estado confiscó y que posteriormente subastó entre particulares, junto a gran parte de los bienes comunales.

El mecanismo de la LH que permite a ese tercero, adquirente inscrito de una determinada propiedad, eludir las posibles acciones contra su adquisición del dominio, se atribuye a la conveniencia de proteger a todos aquellos adjudicatarios de bienes desamortizados cuya posición podría debilitarse por un cambio legislativo o la propia postura de la Iglesia Católica de plantear litigios para recuperar bienes que se le habían incautado.

Para articular ese sistema desde el Estado se promovió el acceso de todas las fincas existentes en el territorio español al registro de la propiedad, al frente del cual un funcionario especializado se encargaría de velar que los títulos inscribibles guardaran unos requisitos formales. Generalmente que se declarasen por escritura pública autorizada por notario o por ejecutoria judicial.

Ahora bien, el sistema partía de la necesidad de la inmatriculación (aunque ese término no apareció hasta 1944) de cada finca, la cual solo se podría conseguir mediante un título traslativo del dominio que supondría, asimismo, la inscripción del dominio a favor del titular. De esta exigencia quedaron relevados aquéllos que hubieran adquirido sus propiedades antes del 1 de enero de 1863, quiénes podrían inscribir sus títulos en el Registro sin necesidad de que constara el dominio previamente inscrito a favor de sus transmitentes. Como excepción, la Ley permitió la inscripción de situaciones posesorias cuando el interesado carecía de un título exhibible.

No resulta nada sorprendente, pues, que durante muchos años una gran parte del tráfico inmobiliario se desenvolviera sin un reflejo registral. Dicho sea de paso, la exigencia anterior hacía casi imposible la inmatriculación de los bienes inmuebles pertenecientes a la Iglesia Católica, pues, como recordaban las leyes desamortizadoras que confiscaron una gran parte de su patrimonio durante el siglo XIX, se encontraban en “manos muertas” que no transmitían la propiedad, por más que la Iglesia pudiera ceder la explotación de sus bienes mediante diversos contratos.

Las sucesivas reformas de la Ley Hipotecaria tendieron a mitigar el rigor exigible para el acceso de las fincas al Registro de la Propiedad o, incluso, a solventar el problema de la interrupción del tracto sucesivo, esto es, la situación en la que los adquirentes del derecho de propiedad de una finca que había sido ya inmatriculada se abstenían de inscribir su derecho.

Ha de tenerse en cuenta, por otro lado, que el derecho civil español continuó la tradición romana del título (contrato no necesariamente escrito) y el modo (transmisión de la posesión) sin necesidad de inscripción registral, como forma usual de adquirir y transmitir la propiedad, además de la donación y la sucesión. Y que la usucapión romana, o adquisición de la propiedad y los demás derechos reales mediante la posesión continuada en concepto de dueño, incluso sin justo título ni buena fé, durante un cierto número de años, ha sido una institución común del derecho civil español desde el Fuero Juzgo del Reino Visigodo, las Partidas de Alfonso X el Sabio hasta llegar al Código Civil[7].

En ese contexto se aprobó la reforma de la Ley Hipotecaria de 1944-46 y su reglamento. Con el ánimo de fomentar la inmatriculación de fincas en los registros de la propiedad, amplió los mecanismos para ello, simplificando el expediente de dominio,    introduciendo el título público de adquisición y las actas de notoriedad, así como regulando las certificaciones administrativas o eclesiásticas de dominio. Estas últimas permitieron a la Iglesia Católica inscribir a nombre de sus diversas personas jurídicas bienes inmuebles de todo tipo, excepto los templos destinados al culto, sin que esto signifique que el Estado discutiera la titularidad de estos últimos.

Dicho todo lo anterior, el planteamiento de estos supuestos defensores del patrimonio histórico español (que no significa público) está completamente sesgado. El posible vicio de inconstitucionalidad del artículo 206 LH (mientras estuvo vigente) no debe hacer perder de vista que las inscripciones así conseguidas quedaban suspendidas de efectos respecto a terceros durante dos años – como en el resto de medios de inmatriculación- y que, en cualquier caso, ceden ante el ejercicio de acciones ante los tribunales por parte de quiénes demuestren su derecho, con independencia de lo que publique el Registro. En la práctica tanto el uso del título público de adquisición, como el expediente de dominio o el acta de notoriedad como título complementario para la inscripción podían (y pueden en los casos que se mantienen) utilizarse para inscripciones que no están justificadas, total o parcialmente, en la titularidad de un derecho previo.

Durante los últimos veinticinco años se han producido reformas de mucho más calado en la regulación del Registro de la Propiedad que han afectado a la relación de esta institución con los datos y los planos del Catastro; a su implicación en la ejecución y vigilancia de una actividad urbanística disparatadamente regulada o, más recientemente, la  desjudicialización de los expedientes de dominio para inscribir el dominio que, desde 2015, se tramitan ante un notario público.

Curiosamente, el informe remitido por el Ministerio de Relaciones con las Cortes al Congreso la semana pasada sobre los bienes que la Iglesia Católica inscribió desde 1998 hasta 2015, la mayoría templos, viene a reconocer que el examen de los presuntos excesos debe realizarse caso por caso. Sin embargo, dada la dependencia económica que mantiene la Iglesia Católica con el Estado, algo que plantea otro género de debate, no deben descartarse nuevas actuaciones del gobierno para intervenir su rico patrimonio inmobiliario.


[1] El Estado, la Provincia, el Municipio y las Corporaciones de Derecho público o servicios organizados que forman parte de la estructura política de aquél y las de la Iglesia Católica, cuando carezcan del título escrito de dominio, podrán inscribir el de los bienes inmuebles que les pertenezcan mediante la oportuna certificación librada por el funcionario a cuyo cargo esté la administración de los mismos, en la que se expresará el título de adquisición o el modo en que fueron adquiridos

[2] No se presenta la diferencia esencial, establecida en la ley de 1985, dentro de los bienes integrantes del patrimonio histórico español, entre los bienes de dominio público y patrimoniales de las administraciones públicas, de un lado, y los bienes de titularidad privada, de otra. 

[3] En realidad una reforma del Reglamento hipotecario, aprobado por el R.D 1867/1998, de 4 de septiembre, que se dirigía esencialmente al objetivo de hacer efectivo un Registro de la propiedad basado en datos catastrales, en cuya exposición de motivos se aludía a que «se suprime por inconstitucional la prohibición de inscripción de los templos destinados al culto católico»

[4] Aunque la Ley entró en vigor dos años más tarde: el 1 de enero de 1863.

[5]  En esa exposición los legisladores asumían que las leyes hasta aquel momento vigentes “ni garantizan suficientemente la propiedad, ni ejercen saludable influencia en la prosperidad pública, ni asientan sobre sólidas bases el crédito territorial, ni dan actividad a la circulación de la riqueza, ni moderan el interés del dinero, ni facilitan su adquisición a los dueños de la propiedad inmueble, ni aseguran debidamente a los que sobre esta garantía prestan sus capitales.”

[6] Durante el siglo XIX las principales normas desamortizadoras de los bienes de la Iglesia fueron: El Real Decreto de 19 de febrero de 1836, dedicado a la desamortización de los bienes del clero regular, la Ley de 29 de julio do 1837, destinada a desamortizar los bienes del clero secular, la Ley de 2 de septiembre de 1841, que puso en pleno vigor a la de 1837, y la Ley general desamortizadora de 1 de mayo de 1855. Con la firma del Concordato de 1851, se reanudaron las relaciones entre Iglesia y Estado. A cambio de no pleitear con los compradores de bienes eclesiásticos desamortizados, la Iglesia consiguió, entre otras ventajas, el fin de la desamortización de su patrimonio ( Tomás y Valiente, Francisco: El marco político de la desamortización en España. Ed. Ariel Barcelona, 1977, pags. 103-106),

[7] El artículo 1959 del Código Civil establece que se prescriben también el dominio y demás derechos reales sobre los bienes inmuebles por su posesión no interrumpida durante treinta años, sin necesidad de título ni de buena fe, y sin distinción entre presentes y ausentes, salvo la excepción determinada en el artículo 539.

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