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Anomalías democráticas (y V)

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El sistema universitario, por su forma de ser, constituye una anomalía que debe ser analizada desde un punto de vista independiente del sistema educativo. Para empezar, no se trata del sistema educativo propiamente dicho, esto es, los alumnos que alcanzan un grado universitario se presumen que ya han alcanzado un nivel suficiente de conocimientos. Los alumnos no van a las universidades a educarse, sino más bien a aprender una profesión de alta remuneración.

Pues bien, la primera salvedad sería por qué el sistema universitario debe estar estatalizado. Si las justificaciones para un sistema educativo básico regido por el Estado de forma directa ya son cuanto menos discutibles, no termina de entender por qué el Estado tiene que organizar y gestionar directamente la enseñanza posobligatoria. Una vez que los niños hayan recibido la instrucción básica, el Estado no cuenta con ningún incentivo para seguir el proceso educativo de los estudiantes. La democratización de la universidad ha llevado a la proliferación de estas, a la existencia de campus en prácticamente todas las ciudades de tamaño pequeño y, como consecuencia de ello, a la minusvaloración de los títulos por parte del mercado de trabajo.

Sin embargo, una vez que se conoce el sistema educativo desde dentro, la cuestión comienza a cobrar sentido. El sistema universitario estatal, como todos los servicios públicos, son un fin en sí mismos. No se trata de ofrecer una educación de calidad, sino la constatación de la cantidad de personas que viven del sector. Ahí tenemos los ránquines internacionales en los que las universidades españolas no es que queden mal, es que directamente ni aparecen. Claustros y alumnado luchan a capa y espada para que cualquier tipo de innovación educativa, especialmente el acercamiento de la realidad empresarial a las aulas quede totalmente al margen.

Pero existe una cuestión aún más perniciosa respecto de la enseñanza universitaria: su regresión. Frente a unos Estados modernos que claman la redistribución de la renta como uno de sus principales papeles (aunque esto viole el principio de igualdad ante la ley), las universidades toman su financiación de los contribuyentes (léase, las clases medias) para financiar los estudios de unos pocos estudiantes (más de los que deberían, en realidad). Al subvencionar los estudios universitarios, los estudiantes no asumen el coste íntegro de su acción, por lo que arrojan sobre la espalda de los contribuyentes parte de sus costes. Un joven que comience a trabajar lo antes posible, por ejemplo, estará financiando con sus impuestos los estudios de otros jóvenes de su edad que decidan continuar estudiando.

Pero no sólo eso. La universidad es un tipo de sector en el que se vuelve a competir deslealmente entre el Estado y los entes privados, al igual que sucedía con los medios de comunicación. Así, mientras las universidades privadas viven de las matrículas de sus alumnos y los derechos sobre patentes que puedan obtener de sus investigaciones, las universidades públicas siempre contarán con la financiación estatal, con el perverso incentivo sobre la productividad que ello supone.

Sin embargo, en el debate entre universidades públicas y privadas, los defensores del estatismo argumentan que la enseñanza pública cuenta con mayor calidad precisamente por situarse en mayores niveles de sexenios, acreditaciones y todo tipo de beneplácitos administrativos de la propia administración. Esto es, las universidades estatales cuentan con mejores certificaciones estatales. Pero, es debido a esa liberación de horas y de carga de trabajo que puede sustentarse sobre las espaldas de los contribuyentes la razón principal por la que un profesor de la universidad estatal puede dedicar parte de su jornada laboral a la investigación, mientras que los profesores de la enseñanza privada tienen la necesidad de impartir más docencia para justificar los beneficios de sus universidades.

Pero la última cuestión, y puede que la más hiriente, sea cómo la universidad estatal se convierte en correa de transmisión del poder político. No es infrecuente ver cómo catedráticos, decanos o rectores van y vuelven de la universidad estatal a la política y viceversa. Las promociones estatales de estudiantes son cantera del sector público, tanto en funcionariado como de cargos públicos. Pese a tratarse, en teoría, de entes autónomos, lo cierto es que las universidades viven en una matrimonio de conveniencia con el poder político, en cierto modo parecido a la banca o las compañías eléctricas.

Serie ‘Anomalías democráticas’ I, II, III, IV

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