Mientras la mayoría del resto de nosotros participábamos en acciones voluntarias —donde la ganancia de unos solo es posible a partir de la generación de ganancia en otros—, el presidente colombiano, Gustavo Petro, decretó para el 2026 un aumento del precio del trabajo por encima del precio de mercado, cercano al 23 %, acompañado de la usual verborrea: justicia social, mínimo vital, defensa del trabajador, etc.
Si la idea es tomar decisiones políticas que beneficien a la mayoría de las personas, permitiéndoles juzgar por sí mismas los cursos de acción más eficientes para aumentar la cantidad de medios con los que pueden satisfacer sus necesidades, no solo la decisión de tener un salario mínimo, sino también la de aumentarlo, resulta económicamente —muy— indefendible y éticamente —muy— reprochable.
El salario no es más que el precio que se genera en el mercado laboral, donde existen personas dispuestas a vender su trabajo a cambio de dinero. Como en todo mercado, ese precio depende de la interacción constante entre oferta y demanda. Si aumenta la cantidad de trabajo disponible mientras la cantidad de empresas no lo hace, el salario baja. Si aumenta la cantidad de empresas que anticipan una mayor demanda por parte de los consumidores mientras la cantidad de trabajo no crece al mismo ritmo, el salario sube. Ese aumento del salario, cuando obedece al mercado, cumple una función social esencial: envía señales de urgencia a través de toda la estructura productiva. Indica dónde se necesitan más trabajadores y en qué líneas de acción productiva conviene invertir tiempo y aprendizaje.
Si aumenta la demanda de panaderos porque se fundan más panaderías, atendiendo el llamado de consumidores que demandan más pan, más individuos aprenden el oficio de panadero. Es el salario el que transmite el mensaje de que vale la pena serlo.
¿Cómo se determina un salario? Mediante un diálogo concreto. El empresario —unidad marginal de demanda de trabajo— se acerca al trabajador —unidad marginal de oferta— y le plantea su expectativa empresarial: en el futuro se demandará más pan, por lo que es necesario producir hoy. El empresario compra horas de capacidad física e intelectual y, a cambio, paga en el presente, independientemente de si el producto se vende o no, fijándose únicamente en lo que el trabajador añade al proceso productivo. El salario no se determina por caridad, amistad, justicia social ni para garantizar cierto nivel de vida, sino por la interacción entre oferta y demanda, con atención a la productividad marginal descontada.
Lo que hace el Estado al decretar un salario mínimo es impedir ese proceso voluntario de formación del precio del trabajo. El salario no aumenta porque haya aumentado la productividad del trabajador ni porque exista una mayor demanda empresarial, sino por la decisión arbitraria de un gobernante soberbio, mediante un decreto que impone un precio forzoso por encima del precio de mercado.
Mientras en el precio de mercado empresas y trabajadores se coordinan, comprando y vendiendo trabajo, con la imposición del salario mínimo la cantidad demandada de trabajo deja de coincidir con la cantidad ofrecida. Las empresas desean producir y contratar, y los trabajadores desean trabajar, pero no a ese precio artificial, donde hay más personas interesadas en vender trabajo que empresas interesadas en comprarlo.
Con un aumento del precio forzoso del trabajo, esa brecha se amplía aún más. Si el salario mínimo genera desempleo, su aumento no hace más que incrementarlo. Así, no solo resulta una imprudencia económica aberrante tanto tener como aumentar un salario mínimo, sino que también merece un fuerte reproche ético, al obstaculizar el diálogo libre y voluntario entre trabajadores y empresas. Como todo control de precios, el salario mínimo prohíbe intercambios mutuamente beneficiosos, imponiendo condiciones dictadas por el victimario mayor: el Estado colombiano.
La decisión de aumentar el salario mínimo es cómoda para Petro y para cualquier gobernante democrático pasado o futuro. Lejos de ser una virtud de la democracia, constituye una de sus mayores maldiciones. El tiempo del gobernante en el Estado es limitado; su horizonte temporal, en este caso, se reduce a lo que resta del período presidencial. Al utilizar la legislación para redistribuir riqueza y maximizar beneficios políticos de corto plazo, el beneficio se concentra en quien gobierna, mientras el costo político recae sobre quien le suceda, en un círculo vicioso repugnante.
El costo económico no lo asume Petro, sino los trabajadores que no encuentran empleo; las empresas —especialmente las pequeñas— que enfrentan costos laborales excesivos y ven desaparecer sus márgenes; y los consumidores, que enfrentan precios más altos y menor calidad, producto de una menor competencia. Tampoco lo asumen las grandes empresas con economías de escala, para quienes el aumento del salario mínimo funciona como una barrera de entrada que reduce la competencia.
Petro se ha quedado con el pastel mientras ha quebrado toda la estantería de la pastelería. Un decreto no puede crear productividad, no puede aumentar el capital —la verdadera fuente de la riqueza— ni puede hacer rentable lo que no lo es. Lo que sí puede hacer, y hará, es excluir del mercado a los más vulnerables, a los menos hábiles, que serán los primeros despedidos, y convertir pobreza visible en pobreza oculta. El salario mínimo no hace más ricos a los trabajadores: hace ilegales a aquellos cuya productividad no alcanza el precio impuesto por el Estado.


