Anatomía de la ludocracia

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Hace ya casi un siglo de ‘La rebelión de las masas’ de José Ortega y Gasset. Hoy, tenemos la de los idiotas, y el teatro activista de estos meses así lo atestigua. Tras el show de la flotilla de Gaza, las batucadas, los eslóganes vacíos, los pañuelos palestinos y la vergüenza ajena, llegó el acuerdo de paz entre Israel y Hamás. Ambos beligerantes aceptaron el pacto propuesto por la administración Trump y, aunque aún con cuestiones cruciales por resolver, parece que las tensiones se relajarán, al menos por ahora.

Es cierto que el pacto no es ninguna victoria absoluta para ninguno –valoración que corresponde a los expertos en geopolítica, no a mí–, pero lo interesante del asunto fue la “no celebración” de este alto el fuego por parte de los que hasta hace unas semanas inundaban las calles clamando por una paz que exigían sin descanso. El problema del activismo ha sido que este periodo “de paz” no viene ni en los términos ni de la parte que les permitiera sacar rédito. Incluso en medios como Canal Red, de Pablo Iglesias, y supongo que por obligación narrativa, se fantaseó con los intereses ocultos detrás del acuerdo, el papel de Trump, el sionismo estratégico… Lo habitual de quien no está interesado en la paz, sino en utilizarla a su favor.

Del compromiso a la performance: la protesta como ocio

De hecho, lo llamativo ha sido que desde la firma del pacto, las manifestaciones y movimientos que ha habido han sido en pos de la solidaridad con Gaza, como si ni un ápice se hubiera avanzado, y continuando con la tónica general de batucadas, pintadas y violencia callejera. Y es que esta paz, al venir de quien no interesa, no puede adherirse a la performance colectiva del activismo de salón, por lo que hay que seguir como si no ocurriera nada o salir a manifestarse con más fuerza todavía para exigir que todo ocurra en términos que los activistas aprueben. La protesta social ha degenerado en ocio, en pertenencia y en la forma predominante de expresión política de un individuo posmoderno que ha relegado todos sus deseos y anhelos al ocio y al divertimento, pero en los términos que cumplan con el tribalismo que la colmena interseccional dictamina.

Acampar en la plaza, interferir La Vuelta Ciclista, pintar o pegar patadas a los escaparates de los comercios y echarse al mar en solidaridad por Gaza —parando a echarse unos bailes en cualquier ciudad del Mediterráneo que sirva mojitos mientras se hace activismo por Tik Tok– estaba justificado porque la causa cumplía los requisitos que exigía el virtuosismo de Greta Thunberg y Barbie Gaza. Sin embargo, si la solución a esta causa llegaba por un camino menos romántico y más incómodo –y que subir vídeos bailando, dando las gracias a Donald Trump va frontalmente en contra de su narrativa–, entonces vaya por delante que esta debe ser rechazada o ignorada. Sólo puede celebrarse la paz cuando está avalada y certificada por el progresismo.

Así, vemos como toda causa social sigue el mismo recorrido: primero la indignación, luego la pancarta, después la batucada, y finalmente, tras toda la jerigonza en redes, el after. Las guerras, el hambre, el cambio climático… todas acaban convertidas en excusas para la parafernalia del ocio. No para resolver nada, sino para bailar y pasarlo bien en su nombre mientras se grita cuán concienciado se está a quien venga a aguar la fiesta.

Hace tiempo que —al menos como yo lo veo—, dejamos atrás la democracia liberal como sistema de gobierno. Los parlamentos y las instituciones siguen operando, sí, pero el poder ya no necesita recurrir a la imposición tradicional. Los nuevos ciudadanos de este siglo han delegado razón y pensamiento en el Estado, pues lo que importa es que, como adolescentes, otros se hagan cargo de cualquier ápice de responsabilidad mientras se pasa bien y se hace como que se lucha contra los males que aquejan el mundo.

Tras la conquista de los “derechos democráticos”, y previa absorción de las luchas sociales por parte del Estado moderno, la sociedad ha montado una estructura de ocio, validación y moral impostada que se rige por la pertenencia, el virtuosismo y los likes que se acumulan mientras se usan las luchas para pintarse la cara y pasarlo en grande. Una lista de causas a modo de identidad moral que sirven para pedir a papá Estado que todo se solucione tras una batucada y, posteriormente, se pueda seguir disfrutando del tiempo libre en el bar más cercano a la manifestación.

En cambio, cuando se acaba la fiesta, cuando todo queda lleno de cristales rotos y basura ideológica, los adultos que trabajan para el Estado estarán ahí para recoger y limpiar. Y mientras tanto, los que ocupan la organización estatal aplauden la “valentía” de sus idiotas de salón. La confluencia final entre la infantilización del cuerpo político y la carnavalización de la democracia. Esto es, y permítame la licencia creativa, un nuevo sistema de ordenamiento político-social cuyo nombre es la Ludocracia.

Teoría de la ludocracia: adultos infantiles, causas vacías y moral por puntos

Antes de nada, advertir que en el futuro pretendo desarrollar con mayor profundidad esta propuesta de la ludocracia como sistema hegemónico actual en Occidente. Por esta razón, y para que entienda de qué estoy hablando, déjeme definirla primero:

«La ludocracia es el sistema político, social y cultural posterior a la democracia liberal. El eje del poder ya no gira en torno al conflicto ideológico o al consenso ciudadano, sino al mantenimiento del ocio como eje vital del individuo contemporáneo. Se trata de una sociedad de adolescentes morales, donde cualquier causa política, social o medioambiental es absorbida por la lógica del divertimento, la validación social y la teatralidad mediática. El poder ya no se impone: es necesario porque provee y avala las condiciones necesarias para que el entretenimiento prevalezca incluso en las causas sociales y revueltas sociales, y sin tener que asumir responsabilidad alguna.»

Esta idea no es nueva o, al menos, no lo es la sospecha de que la sociedad moderna se ha llenado de individuos despojados de toda responsabilidad que sirven como idiotas útiles del poder estatal, pero es importante tenerla presente para entender cómo en los últimos años la obediencia estética (el que defiende lo correcto, lo inclusivo, lo mainstream) y el culto al ocio han alcanzado cotas nunca antes conocidas. Este es uno de los grandes éxitos del Estado en la ludocracia. Un sistema que no necesita ser totalitario en un sentido clásico, pero que ha mutado en una red de control simbólico y emocional en que el que no quiere limitar todo al ocio, al entretenimiento y las causas sociales es observado con sospecha. El mayor enemigo del Estado ya no son los revolucionarios, ya absorbidos por la propia tramoya estatal. Hoy, y al igual que para un adolescente, el mayor enemigo del Estado es un adulto.

Dicho esto, y para entender esta configuración político-social que propongo, es necesario plantear desde dónde se parte. La ludocracia es heredera de dos grandes mutaciones del siglo XX. Por un lado, la absorción estatal de la lucha de clases materializada en la concepción estatal de Bismarck en que el Estado se propone como salvaguarda de las demandas obreras (seguridad social, pensiones, sanidad, justicia…), y que canaliza toda demanda no hacia la autonomía del individuo, sino hacia un paternalismo estatal moderno que ahora permite protestas a pie de calle en las condiciones que necesite para usarlas en favor de la narrativa más conveniente.

Esto ha asentado durante décadas la idea del Estado como un ente que protege y al que pedir más derechos que protejan el gozo y la juventud eterna del individuo de toda interferencia. Por otro lado, se ha producido un cambio sustancial en los valores que componen la sociedad. Hace años, el esfuerzo, el sacrificio y el trabajo eran atributos deseables, hoy han sido sustituidos en gran medida por el nihilismo, el hedonismo y la opulencia vacía. No quiero decir que las nuevas generaciones sean peores que las anteriores, sino que lo determinante es el cambio en la concepción que se tiene de los valores que ayudaron a aupar el mundo que hoy tenemos.

Asimismo, los excedentes del capitalismo han permitido que una gran mayoría de padres apenas tengan que preocuparse de qué dar de comer a sus hijos; preocupación que en las últimas décadas se ha orientado más a que a sus hijos no les falte aquello que no tuvieron (ocio, productos de recreo y estudios superiores). Esto, junto a las políticas de deuda masiva y posterior inflación, ha cimentado una sociedad hechizada y trastocada por el consumo, la inmediatez y el narcisismo (exacerbado a límites inimaginables en las redes sociales y universidades). Y en última instancia, el mercado, reflejo moral inapelable de quienes lo componen (esta idea la explico en mi último artículo “Autoayuda: el opio de la sociedad hiperconectada.”), se ha rediseñado para satisfacer las demandas de hedonismo, narcisismo e inmediatez de los consumidores.

Lo que vemos actualmente es el resultado directo de haber despojado a los individuos de toda responsabilidad para con sus vidas. Las causas sociales que antes podían tratarse como asuntos serios se han convertido en excusas para montar un after político. Las calles ya no se llenan de gente que protesta para cambiar las cosas, sino de bailes y performances diseñados para ser publicados en redes. Y si aparece la policía para frenar la diversión, se recurre a la violencia propia de un adolescente al que se le niega dinero para salir de fiesta, solo que esta vez, Pedro Aguado y el Hermano Mayor confluyen en el Estado y su monopolio de violencia.

Por tanto, no es solo que el Estado se haya adjudicado el papel de padre permisivo moderno que aplaude cualquier extralimitación de su hijos, pero irónicamente protector y violento, sino que debido a las políticas de emisión monetaria y deuda se ha configurado un mundo cuyos valores han virado hacia el entretenimiento desmedido ante la imposibilidad de llegar a la promesa prometida (vivienda en propiedad, familia, arraigo, prosperidad y futuro). Y todo ello con el beneplácito de una sociedad, que arropada por las “garantías” estatales y despojada de propósitos, no hace sino pedir que la fiesta no pare; la responsabilidad y la autonomía para otro, porque el nihilismo no tiene rival…

Herbert Spencer, en ‘El individuo contra el Estado (1884)’, advertía de la erosión que cada avance del Estado provocaba en el juicio moral, la responsabilidad individual y el anhelo de autonomía. Esto en la ludocracia es clave. Al infantilizar valores como el esfuerzo y la responsabilidad, en su lugar, la moral y los valores se sustituyen por identidad estética, pertenencia emocional y ceremonias de pancartas, stories y acción digital. Ante esto, el poder estatal ya no necesita imponerse, porque los ciudadanos han dejado de querer decidir… o al menos, aparentar que decidían. Tras la llegada del igualitarismo democrático, la sociedad civil se ha relegado a sí misma a una masa que baila, disfruta, tuitea y protesta en los términos que el Estado y la ventana de Oberton les suministran.

La velocidad, el entretenimiento y la checklist moral se han alzado en detrimento de la reflexión crítica y profunda. A más velocidad, menos capacidad para la pausa. Así pues, el ciudadano contemporáneo se define a sí mismo como solidario, consciente y “despierto” en función de qué productos compra y qué causas apoya, no de su capacidad para reflexionar. Es por esto que la protesta se ha convertido en una actividad lúdica sin riesgo ni sacrificio; solo busca pertenencia, diversión, placer, repercusión o nuevos seguidores en Tik Tok.

En este régimen, la verdad y el compromiso se pliegan al relato y se sustituyen por publicaciones en Instagram y buenas intenciones. Un ejemplo que siempre se me viene a la cabeza son las fiestas del pueblo. En dicho escenario, encontramos a muchas personas que cumplen con el fenotipo de eterno adolescente implicado con todas las causas sociales, pero que, una vez allí, no parece importarle demasiado no dejar basura sin recoger, miccionar en la esquina del bar de su propio vecino y tratar el mobiliario público con el menor de los respetos.

Se publicarán fotos con la bandera de la causa que corresponda, y se verá el nivel de conciencia a través del uso de una cantidad de hashtags concienzudamente seleccionados. Eso sí, una vez acabadas las fiestas, estos despiertos y concienciados individuos se retiran a sus aposentos a sabiendas de que todas sus fechorías serán arregladas por el trabajador de la limpieza por el que luego piden mayor sueldo en las calles. Es simplemente una broma de mal gusto que muchos de estos sean los que luego se erigen en adalides de la moral y el virtuosismo que definen cualquier tipo de causa o lucha social.

En definitiva, vivimos rodeados de eternos infantes de moralina barata que solo buscan diversión y likes a través de causas que les alimenten el ego y les permitan mostrarse como virtuosos, pero cuando la realidad les golpea y son contrariados, se convierten en los autoritarios y narcisistas que llevan dentro; atacando a todo aquel que cuestione sus dogmas o les pida cuentas. Y es por eso que vemos lo que vemos estos días…

Feministas que lloran por las víctimas de la violencia estructural mientras hacen batucadas y bailes contra el patriarcado, pero que no admiten crítica alguna desde cualquier coordenada disidente. Eco neuróticos del cambio climático con muchísima ansiedad por la contaminación, pero que cogen dos aviones para asistir a un festival ecologista y llenan de vasos de plástico las inmediaciones de la plaza del pueblo que tanto dicen amar.

Y ahora, en los últimos años, activistas Pro-Palestina que se lanzan al mar y paran en Ibiza y Mykonos para grabarse de fiesta con las palestinas al cuello, pero luego definen su periplo como algo a caballo entre el Holocausto y Guántanamo –si no me cree vaya a preguntarle a Juan Bordera, diputado de Compromís y tripulante de la Global Sumud Flotilla–. ¡Ah, por cierto! Muchos de los que defienden el derecho a defenderse de Gaza a pesar de la superioridad militar de Israel, son los mismos que pedían la rendición ucraniana ante la superioridad militar rusa…

En otras palabras, militares de sofá que se piensan Rodrigo Díaz de Vivar y reparten el carné de virtuosismo mientras justifican asesinatos de forma conveniente desde su timeline en X.

Contra la responsabilidad: el Estado como padre permisivo

El periodista británico James Bartholomew, en su libro ‘The Welfare State we’re in’, expuso cómo el Estado absorbe competencias que anteriormente se depositaban en la sociedad civil. Una de las ideas principales de la obra es que el Estado del Bienestar, lejos de empoderar, genera adultos dependientes, sin autonomía ni moral. Y todo ello, ha producido un colapso de la ética del esfuerzo y la responsabilidad. El Estado ha ocupado el lugar de los padres, de las iglesias y de la comunidad, por lo que la libre competencia de cosmovisiones, estilos de vida y moral ha sido sustituida por un pensamiento de progreso democrático unitario. Y esto, en detrimento de la responsabilidad y la capacidad crítica, ha relegado a los ciudadanos a un mero papel testimonial como consumidores de placer y diversión inmediatos que cada cuatro años deben decidir el padre que va a salvaguardar que puedan seguir divirtiéndose en sus infantilizadas cruzadas sociales.

La ludocracia es el sistema resultante de esto. Un sistema donde la protesta no exige reformas, sino espacio para protestar y periodistas que inmortalicen las pancartas y los bailes. Un sistema donde el mercado solo puede ofrecer placer al ego desbordado por el narcisismo.

En la ludocracia, la identidad y la moral son objetos de consumo. El mercado, mero espejo moral de quienes toman las decisiones de consumo diarias, solo ofrece lo que los ciudadanos piden: placer, pertenencia y virtuosismo barato. Y mientras, el Estado, como buen padre, se encarga de todo lo serio. Indudablemente, el mayor enemigo de este sistema ya no es el disidente político, sino el ciudadano que busca asumir la carga de su libertad y, por ende, de la responsabilidad que ello conlleva. Por eso la ludocracia es un sistema tan eficaz. Porque no prohíbe nada, solo ensalza al que todo lo convierte en juego y castiga al que no quiere participar.

El activismo moderno no es más que la conjunción de la ausencia de responsabilidad y el narcisismo de una generación que se piensa excepcional. Y lo más revelador de ello es el patrón que se sigue en cada causa. La protesta, aunque pueda nacer de un conflicto o motivo real, no busca una solución, sino ser representada. El activista no se enfrenta al poder: baila y se manifiesta con su aquiescencia. Las protestas callejeras ahora son avaladas por el poder político. Y este, corta calles, enaltece a los violentos y les provee de espacios para que la diversión y la moral impostada confluyan de forma ordenada.

Sólo que el Estado sea quien ampare una protesta debería encender ya todas las alarmas. Pero es que esto es uno de los grandes éxitos del Estado del Bienestar: erigirse como faro moral y cultural que absorbe toda responsabilidad, permitiendo así que los ciudadanos no tengan que pensar más allá del camino que se proponga desde el poder. El campo de juego político se ha convertido en un salón recreativo en el que el mercado provee de causas y productos vacíos a una masa infecta de narcisismo y vacía de moral.

Sin embargo, lo peor de este sistema es lo que ocurre con aquellos que no quieren ser ludópatas de la virtud y el progreso. Los disidentes son tachados por los demás como fachas, negacionistas, huraños, conspiranoicos o “cuñados de bar”. Y no por la calidad de cualesquiera los argumentos que esgrimen, sino porque son perjudiciales para la diversión y el ocio. Porque esto se trata de acudir a las manifestaciones a protestar contra lo que el gobierno o el influencer alineado de turno digan, no de pensar en todas las variables y contextos que un conflicto geopolítico puede tener. Se trata de elegir un bando y abrazar los dictámenes democráticos que el poder decida a cada momento.

«Hay un tiempo de llorar y un tiempo de reír» (Eclesiastés 3,4). Recordar esta cita del Antiguo Testamento se antoja importante en los tiempos de la ludocracia. Porque quien no reduce todo al ocio, al divertimento y la pertenencia vacía, quien piensa que algo de lo que ocurre hoy es, sencillamente, ridículo y se debería reflexionar acerca de ello, ese es el mayor enemigo del Estado.

Por eso el sistema ensalza a quienes bailan por Palestina. Por eso las lágrimas deben ir acompañadas de filtros de Tik Tok. Por eso el mundo puede arder mientras no interrumpa el ocio y la protesta controlada. Porque la realidad es diseñada por los padres permisivos que necesitan que sus hijos sean ajenos a toda responsabilidad. De lo contrario, alguien podría darse cuenta que tras toda la tramoya, ocurre el verdadero exterminio: el de nuestras libertades.

Adrián Ortiz
Author: Adrián Ortiz

"Adrián Ortiz es licenciado en Comunicación Audiovisual y cofundador, junto a Mario F. Castaño, de El Punto Ancap, un proyecto de pensamiento libertario que confronta las narrativas estatales desde la crítica cultural y la ética de la libertad."

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