El otro día vi un fragmento de la entrevista entre Antonio Escohotado y Pablo Iglesias en el que este último le reprochaba que el único país que ha utilizado bombas nucleares contra otro país ha sido Estados Unidos. Escohotado responde que esa decisión se tomó para salvar más vidas, pues de no haberlo hecho, no hubiera habido doscientos mil muertos, sino dos millones de japoneses, más unos dos cientos mil americanas, pues los japoneses no se hubieran rendido y la guerra hubiese continuado. La visión que le da Escohotado al problema es similar a una versión del dilema del tranvía.
El dilema del tranvía
El dilema del tranvía es un experimento mental filosófico, planteado en su versión moderna por Philippa Foot. Este experimento mental dice lo siguiente: “Un tranvía sin posibilidad de frenarse se dirige por una vía en la que hay cinco personas atadas que no se pueden liberar y morirán si el tranvía les pasa por encima, tú puedes apretar un botón que lo hará cambiar a carril donde hay una persona atada que morirá. ¿Pulsarías el botón o dejarías que el tranvía siguiese su recorrido original?”
Pues bien, esta disyuntiva que le plantea Escohotado a Iglesias puede verse como una versión del dilema del tranvía: o demás morir a millones de personas o pulsas el botón, lanzas las bombas nucleares y mueren doscientas mil personas. Puede parecer que en este caso la decisión está clara, pero si hay algún motivo por el que este sea de los problemas más populares de la filosofía y por los que se ha planteado a lo largo de la historia de diversas formas es porque no hay una respuesta clara.
Acción y responsabilidad
En el planteamiento original yo siempre me niego a pulsar el botón, prefiero dejar morir cinco personas que matar a una. Yo no las puse allí, no las até a las vías, encendí el tranvía, olvidé asegurarme de que los frenos del tranvía iban y los cientos de otros factores que se tienen que dar para que el problema sea realista; yo solo me encontraba allí.
Y aunque con mi acción pueda salvar cuatro vidas—realizando un cálculo utilitarista pensando que cada vida cuenta lo mismo y restando la vida que muere por mi acción a las cinco que salvo—esa persona que muriese sí que lo haría como consecuencia de mis acciones. De todos modos, yo no la puse allí y no es mi culpa que se encontrase en esa situación. Sin embargo, sí que sería parte responsable de su muerte de apretar el botón. En el caso de no hacer nada, no se me puede responsabilizar de causar ninguna muerte.
Esta no parece ser la opción mayoritaria. Según una encuesta, el 90% de las personas pulsarían el botón en el problema original dejando morir a uno. La decisión de pulsar el botón parece ser la mayoritaria entre los filósofos también.
Adam Smith y la disonancia cognitiva
No obstante, no creo que tanta gente “pulsaría el botón” si modificáramos un poco el enunciado del problema y lo planteásemos de la siguiente manera: “En un hospital hay cinco personas que morirán mañana si no se les trasplanta a cada una uno de los siguientes órganos: un corazón, un hígado, un riñón, otro riñón y varios litros sangre. En el hospital hay un familiar de un paciente en una sala de espera que es compatible para donar sangre y órganos a los cinco anteriores y tiene un corazón, un hígado y dos riñones sanos.
Si fueras un médico del hospital, ¿administrarías una inyección letal indolora para matarle y poder extraerle los órganos y la sangre que salvarán a las cinco personas? Si has dicho que sí en el planteamiento anterior, aquí también deberías decir que sí. Y no creo que el 90% de las personas dijeran que sí a esto.
¿Cómo puede ser esto? ¿Qué es lo que nos mueve a decidir en algunos casos de una forma y en otros de otra? ¿A qué se debe esta disonancia cognitiva por nuestra parte? Adam Smith dio una respuesta a esto. Adam Smith es conocido como el padre de la ciencia económica. No obstante, Smith era un filósofo moral. Su obra La teoría de los sentimientos morales (1759) es su único otro libro escrito junto a La riqueza de las naciones (1776). Constituye un tour de force de filosofía moral. En este libro presenta una versión del dilema del tranvía—aunque de manera no intencionada—y una posible explicación a por qué elegimos en estos casos como lo hacemos. La cuestión se plantea en la parte III, capítulo 3 De la influencia y autoridad de la conciencia.
Mi dedo meñique y otros males
Adam Smith (1996[1759], 259-260) plantea lo siguiente:
Supongamos que el enorme imperio de la China, con sus miríadas de habitantes, súbitamente es devorado por un terremoto, y analicemos cómo sería afectado por la noticia de esta terrible catástrofe un hombre humanitario de Europa, sin vínculo alguno con esa parte del mundo. Creo que ante todo expresaría una honda pena por la tragedia de ese pueblo infeliz, haría numerosas reflexiones melancólicas sobre la precariedad de la vida humana y la vanidad de todas las labores del hombre, cuando puede ser así́ aniquilado en un instante.
Si fuera una persona analítica, quizá también entraría en muchas disquisiciones acerca de los efectos que el desastre podría provocar en el comercio europeo y en la actividad económica del mundo en general. Una vez concluida esta hermosa filosofía, una vez manifestados honestamente esos filantrópicos sentimientos, continuaría con su trabajo o su recreo, su reposo o su diversión, con el mismo sosiego y tranquilidad como si ningún accidente hubiese ocurrido. El contratiempo filas frívolo que pudiese sobrevenirle daría lugar a una perturbación mucho más auténtica.
Si fuese a perder su dedo meñique mañana, no podría dormir esta noche; pero siempre que no los haya visto nunca, roncará con la más profunda seguridad ante la ruina de cien millones de semejantes y la destrucción de tan inmensa multitud claramente le parecerá algo menos interesante que la mezquina desgracia propia.
Adam Smith. La teoría de los sentimientos morales. Madrid, España: Alianza Editorial. pp 259-260.
La decisión de un hombre benévolo
Es decir, parece que Adam Smith afirma que si en la vía por la que circula el tranvía hubiese doscientos millones de personas y en la otra vía alternativa estuviese tu dedo meñique, no pulsaríamos el botón dejando morir a toda esa gente antes que perder el meñique. Pero no, no dice esto. Inmediatamente después de este extracto, como si previese esta crítica, Smith clarifica que, aunque me disgustase más la idea de perder mi dedo meñique que la de la muerte de doscientos millones de personas, si estuviese en la posición de pulsar un botón para salvarles a costa de mi dedo meñique, lo haría. Smith (1996[1759], 260) dice:
Entonces, para prevenir esa mísera desdicha, ¿sería capaz un hombre benévolo de sacrificar las vidas de cien millones de sus hermanos, siempre que no los hubiese visto nunca? La naturaleza humana siente un escalofrío de terror ante la idea y el mundo, en su mayor depravación y corrupción, jamás albergó a un villano tal que fuera capaz de sostenerla.
Adam Smith. La teoría de los sentimientos morales. Madrid, España: Alianza Editorial. p 260.
El hombre interior
Aquí es donde Smith da la explicación de por qué, independientemente de que un resultado nos preocupe más que otro, elegimos ante problemas morales como lo hacemos:
Pero, ¿cuál es la diferencia? Cuando nuestros sentimientos pasivos son casi siempre tan sórdidos y egoístas, ¿cómo pueden ser nuestros principios activos frecuentemente tan nobles y desinteresados? Cuando estamos invariablemente mucho más íntimamente afectados por lo que nos pasa que por lo que le pasa a los demás, ¿qué es lo que impele a los generosos siempre y a los mezquinos muchas veces a sacrificar sus propios intereses a los intereses más importantes de otros?
No es el apagado poder del humanitarismo, no es el tenue destello de la benevolencia que la naturaleza ha encendido en el corazón humano, lo que es así capaz de contrarrestar los impulsos más poderosos del amor propio. Lo que se ejercita en tales ocasiones es un poder más fuerte, una motivación más enérgica. Es la razón, el principio, la conciencia, el habitante del pecho, el hombre interior, el ilustre juez y arbitro de nuestra conducta.
Y termina el párrafo diciendo que:
Lo que nos incita a la práctica de esas virtudes divinas no es el amor al prójimo, no es el amor a la humanidad. Lo que aparece en tales ocasiones es un amor más fuerte, un afecto más poderoso: el amor a lo honorable y noble, a la grandeza, la dignidad y eminencia de nuestras personalidades.
La autoimagen
Es decir, la manera en que actuamos se debe, no a que estemos preocupados por lo que pensarán los demás de nosotros, sino por lo que pensará ese espectador imparcial. Este concepto se desarrolla a lo largo de su libro La teoría de los sentimientos morales. Ese observador no es un espectador real, sino fruto de mi imaginación y que, de hecho, es uno mismo. Nos preocupa, en última instancia, lo que pensaremos nosotros de nosotros mismos. Actuamos pensando en la persona que queremos ser y en la idea de persona que tenemos de nosotros mismos.
Desde luego no mataría a la persona sana para utilizar sus órganos y salvar a cinco personas. Creo que no pulsaría la palanca en el caso original para matar a uno y dejar morir a cinco. Dudo de qué haría en el planteamiento de Escohotado, si mataría a doscientas mil personas para no dejar morir a más de dos millones. Y, sin duda, me cortaría el meñique antes de dejar que muriesen doscientas mil personas. Todo depende de la imagen que tengo de mí mismo. Estos problemas nos recuerdas que no hay una moral objetiva. No todos tenemos la misma imagen de nosotros mismos o pensamos que son las mismas cosas las que nos hacen virtuoso. De este modo, al actuar pensando en ese espectador imparcial que nos estará juzgando, tomaremos decisiones diferentes.
Bibliografía
Smith, Adam. 1996[1759]. La teoría de los sentimientos morales. Madrid, España: Alianza Editorial.
Ver también
De los sentimientos morales a la riqueza de las naciones. (Fernando Herrera).
‘La vida humana está sobrevalorada’. (Fernando Herrera).
Normas éticas universales, simétricas y funcionales. (Paco Capella).
1 Comentario
La verdad, es muy decepcionante que Escohotado recurra al argumento más socorrido de aquel asunto ( que se lanzó la bomba – las bombas- para evitar más muertes). La guerra en aquel momento ya estaba en vías de resolución. Las bombas fueron lanzadas porque tras la toma de Berlín Stalin venía a toda prisa a reclamar su parte del botín en Japón, y Truman no quería compartir ese pastel, como había tenido que hacer en Europa. Las bombas se lanzaron para adelantarse a los soviéticos. Esto lo sabe cualquiera que se haya molestado en saberlo. Parece que Escohotado- o Iglesias- no. Me pregunto si el resto de su obra estará igual de bien documentada.