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Digitalizando el sentimiento

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¿Qué ocurriría si los sistemas de IA analizasen las reacciones de miles de millones de personas a determinadas frases, comentarios, tonos de voz o gestos?

Muchos suscribirían, sin pensarlo, afirmaciones de este tipo: “Sólo en las películas puede un hombre enamorarse de -u odiar a- un programa informático como si se tratase de otra persona. Los sistemas de inteligencia artificial (IA) no son capaces de intuir, empatizar o tener inteligencia emocional, por lo que ninguna persona mentalmente sana podrá amarlos, en un sentido “romántico”; ni siquiera tras los esfuerzos realizados -con esos mismos sistemas de inteligencia artificial- para analizar los sentimientos humanos, comprenderlos y poder reproducirlos. Y es que, como todos sabemos, esos sistemas (de IA) lo único que son capaces de hacer es procesar ingentes cantidades de datos para descubrir, en ellos, tendencias y/o pautas que, a nosotros, los humanos, se nos escapan; sus conclusiones no se basan en relaciones causa-efecto, sino en probabilidades”.

¿Qué ocurriría, sin embargo, si esos sistemas de inteligencia artificial, que no nos comprenden, analizasen las reacciones de miles de millones de personas a determinadas frases, comentarios, tonos de voz o gestos? ¿Podrían, tras ese durísimo estudio, anticipar nuestra eventual reacción a la mayor parte de los estímulos externos, aunque sea por simple probabilidad? Se me dirá que no todos somos iguales, ni respondemos de la misma manera… que hay diferencias culturales, sociales e, incluso, personales que impiden a las máquinas poder predecir nuestras respuestas individuales; que la gente cambia. ¿Y si esas “máquinas”, después, o mientras analizan el comportamiento de esos miles de millones de personas, procesan también nuestras respuestas, individuales, 24 horas al día durante 365 días al año, año tras año, recogiendo todas nuestras reacciones a diferentes estímulos, y la evolución de esos tipos de reacciones según transcurre el tiempo, o dependiendo del momento; reacciones como la presión sanguínea, número de pulsaciones, profundidad de la respiración, sudoración, secreciones de adrenalina o endorfinas, dilatación de las pupilas etc…? ¿Podrían prever nuestra respuesta física, íntima y profunda, a según qué estímulos? Y, lo que podría ser más preocupante: ¿podría reproducir los estímulos adecuados para generar la reacción física que prefiera la máquina? ¿Acaso una determinada reacción física -secreción de adrenalina, o endorfinas, por ejemplo- no tiene consecuencias anímicas? ¿No podría la propia máquina, por la conducta repetida del sujeto, adivinar cuáles son los tipos de reacciones del organismo que el sujeto prefiere, las que busca o de las que huye… aún sin necesidad de saber lo que es huir o tener miedo, lo que es querer o desear?

No. Seguramente la máquina no sea capaz de comprendernos, de empatizar o de intuir lo que sentimos, no sabrá nunca lo que algunos definen como “tener mariposas en el estómago”, o lo que es perder las ganas de comer por una mala noticia o un problema, pero no sé si lo necesitan. Tampoco tengo tan claro que una máquina con la suficiente capacidad de computación, y el suficiente número de datos, no pueda ser capaz de encontrar la frase adecuada, según el momento, para producir una determinada reacción física, en nuestro organismo, que nos sea placentera; de ajustar el tono, la intensidad o el timbre con el que “pronuncia” esas palabras buscando esa determinada respuesta orgánica en nosotros; de reproducir a través de un cuerpo “mecánico” -de las proporciones que nos gustan- una “caricia”, en el que la zona e intensidad del contacto, el calor y la electricidad transmitida, estén perfectamente calculados; de presentarnos la imagen precisa que despierta en nosotros recuerdos que producen determinadas sensaciones -aunque la máquina desconozca el contenido y la forma del recuerdo concreto o lo que entendemos por sensación-; de repetirnos el chiste o la anécdota que sabe que nos hace llorar o reír; de contarnos historias, noticias, reales o inventadas, sobre temas que nos interesan sólo a nosotros; de evitar todo aquello que nos pueda producir desagrado…

Algunos me dirán que todas esas cosas, aun en el hipotético caso de que fuesen posibles, no bastan para provocar el amor… pero a muchos que yo conozco, con eso les sobra y basta, la verdad.  

En Japón ya existen empresas de inteligencia artificial “especializadas” en dar consejos sobre amor y relaciones, no sé con qué éxito. De ahí a que nos ofrezcan un robot o una aplicación con la que ligar (ligar “con” la app, no “gracias” a la app), hay sólo un paso; si es que no existe ya. Lo curioso sería que realmente funcionasen, y no veo por qué es imposible que puedan acabar haciéndolo… salvo que haya algo más en los otros que no percibamos por los sentidos habituales, claro.

Según decía, al parecer, Laplace, en unos ensayos precisamente sobre la probabilidad: “Deberíamos considerar que el estado presente del Universo es consecuencia de su estado anterior y causa de su estado siguiente. Suponiendo que existiera una inteligencia capaz de conocer todas las fuerzas que hay en la Naturaleza y los estados en que, en un momento dado, están todos los objetos que hay en ella, para dicha inteligencia nada sería incierto; pues el pasado y el futuro estarían ante sus ojos”; es decir, todo se reduce a causalidad, y conociendo sus leyes y las fuerzas existentes, todo sería, por tanto, predecible. Otros, sin embargo, casi contemporáneos suyos, como Gibbs, sostuvieron -antes que Heinsenberg o Planck-, que el universo es contingente, predecible sólo dentro de límites estadísticos.

Causalidad o contingencia… poco importan si el resultado puede ser prácticamente el mismo. Alguno podrá llegar algún día a preguntarse: ¿De qué me sirve tener la seguridad de que el ordenador no va a ser capaz de entenderme, si existe la posibilidad de que, a pesar de ello, acabe pudiendo hacerme el lío? A lo mejor no le faltaría razón.

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