Siempre me ha llamado la atención la vehemencia con la que se critica desde ciertos sectores la forma en la que hoy se relega el arte a un producto destinado a sacar beneficio económico. Los liberales conocemos como funciona el cálculo económico, y sabemos que el beneficio mide el valor que un bien aporta marginalmente a una sociedad, por lo que no nos escandalizamos cuando vemos a un museo tratando de rentabilizar sus obras. Ese no es el caso de quienes apelan a un pasado mítico e indeterminado en el que el artista estaba libre de las exigencias del mercado y su producción artística se debía tan sólo a sí misma. Es en aquella época de luz en la que las mentes sensibles disfrutaban de un arte puro cuya calidad radicaba en la libertad artística.
Lo cierto es que dicho pasado, más que en los anales de la historia, habría de buscarse en las fantasías de alguno. El arte lleva siendo producto desde la génesis misma del oficio de artista. Sería necesario, quizá, remontarse a las cuevas de Altamira para encontrar sociedades en las que el arte existía ajeno al mercado e, incluso ahí, habría que ver qué se entiende por mercado, siendo que seguramente los bisontes que aparecen en las cuevas se hayan pintado más como parte de un intercambio, del que se espera obtener comida, protección o estatus, que de la libertad creativa de su autor.
La libertad del artista
Sin embargo, se sigue entendiendo la mercantilización artística como un fenómeno propio de la posmodernidad y del capitalismo. Que las estatuas y las cerámicas ornamentadas se encuentren en los ajuares funerarios de las personalidades relevantes de las sociedades en las que se entierran, debería decirnos algo. Alguno podría pensar que los artistas, como faro de la cultura, estaban tan bien considerados en la época que se les dedicaba a ellos las tumbas más fastuosas en las que, por supuesto, había de enterrarse con su producción artística. Los menos fantasiosos preferimos creer que, efectivamente, la orfebrería hallada en el tesoro de Aliseda hubo de ser adquirida en algún momento a través del mercado.
Incluso en la época dorada del reconocimiento artístico el arte se debía a unos consumidores. ¿Tuvo total libertad Miguel Ángel al pintar la Capilla Sixtina? Probablemente, el pintar a unas prostitutas le hubiera acarreado algún que otro problema con el Vaticano, su cliente. De la misma forma, Da Vinci, como tantos otros, se debían a unos mecenas cuyo patronato no era tan gratuito.
Siglos de un mercado artístico
Por ello, cuando se dice que el consumidor hoy ha ganado protagonismo frente al autor, no se está diciendo nada nuevo. En el archivo capitular de Módena, se conservan unas miniaturas en las que se representa el traslado de los restos de San Gimignano a la cripta de la nueva catedral del siglo XI. De las cuatro miniaturas hay solo una en la que el arquitecto, Lanfranco, aparece en un plano completamente secundario y es aquella en la que, como elemento principal, tenemos a la condesa Matilde, la clienta del artista[1].
Había, por supuesto, como lo hay ahora, un mercado artístico. Un mercado en el que los artistas competían por los proyectos que se les pudiese encargar y, para ello, demostraban seguir las tendencias artísticas del momento y en el que, además de pintores, arquitectos, músicos o escultores, eran auténticos hombres de negocios que obtenían más beneficio comerciando con su obra que pintándola. Cuando inició la contrarreforma, hubo cierto cambio en las tendencias artísticas, pero esas nuevas soluciones no se debieron tanto a un cambio en la mentalidad del artista soberano como a las necesidades de la iglesia, como gran cliente del arte en el mundo católico.
Descentralizar la demanda
El arte, en aquel entonces, no se servía a sí mismo, sino que servía al poder. Si de algo se puede acusar al capitalismo es de descentralizar la demanda y democratizar el mercado.
Con la Revolución Industrial el mercado se expandió y los artistas tuvieron la oportunidad de buscar la forma de acaparar a toda la nueva demanda que estaba surgiendo. Paganini fue capaz, incluso, de convertirse a sí mismo en un producto. Desde su estética, hasta su forma de moverse, pasando por las leyendas que él mismo alentaba, le servían para comercializar su propia imagen con la venta de “bizcochos Paganini”[2]. Que el fenómeno Paganini fue un producto de su época no hace falta decirlo, pero habría de preguntarse si el haberse hecho tan comercial afectó a la calidad de su obra. Sinceramente, dudo que haya nadie capaz de decirme que paganini fuese peor músico que la media de los trovadores medievales.
Muchas de las obras que hoy consideramos maestras no hubiesen podido hacerse de no ser por el creciente mercado de masas. Cualquiera que haya tenido en sus manos El Conde de Montecristo conocerá su enorme extensión. Durante el siglo XIX se pusieron de moda las novelas publicadas por fragmentos en los periódicos. En aquella época no existía el copyright por lo que pagar a un autor para que vaya escribiendo las partes de su libro era una buena forma de rentabilizar su talento. Dumas no se recuerda hoy como un gran novelista por nada y ya en aquél entonces gozaba de popularidad. El Conde de Montecristo era un éxito y había que capitalizarlo al máximo, por lo que se alargó voluntariamente con nuevas tramas y personajes para poder vender más y más fragmentos[3].
Arte «puro» en la sociedad burguesa
Por supuesto que en su momento estas prácticas ya causaron el rechazo de quienes abogaban por un arte más puro[4], pero eso no quita que fuese una práctica habitual y que grandes novelistas como Benito Pérez Galdós tomaran cuenta de ella. Las críticas llegaron también a las artes plásticas, donde Baudelaire llegó a reprochar que se pagase más por un Meissonier que por un Delacroix[5].
Lo que sí es cierto es que esas críticas eran nuevas. La historia del arte va unida a la historia de la técnica y la historia económica, pero nunca antes se habían arremetido tantos ataques a las nuevas formas de hacer arte. Eso es porque el arte “puro” era un producto de su propia época industrial. Algo que solo es posible en una sociedad burguesa en la que el artista tiene tiempo y medios para producir un arte que no necesite ser vendido.
Más mercado, más arte
Quizá sea osado por mi parte, no lo niego, decir que el arte por el arte no existía antes de la llegada del capitalismo. Es posible que si lo hubiera. Pero que hoy solo queden aquellas producciones que han sido mantenidas y custodiadas por poderosos clientes. Seré cauto y no propondré tal cosa. Pero lo que está claro es que dicho arte jamás fue tan popular hasta la llegada de las vanguardias. Un mayor mercado, con agentes más heterogéneos, implica más posibilidades a la hora de colocar tus obras.
No todo el mundo demanda lo mismo y la oferta ha de adaptarse. No es casualidad que el momento en el que las modas literarias y artísticas dejan de aparecer en sucesión para empezar a ramificarse en varias corrientes que coexisten coincida con el auge del capitalismo, en tanto que la gente tiene mayor acceso al arte no solo como consumidor sino también como productor. Tanto la formación como el abastecimiento de materiales se abre para más gente y muchos pueden empezar a disfrutar del arte como puro pasatiempo personal y, ahí sí, explotar su creatividad al margen de las exigencias del mercado.
Es por ello que cuando dicen que el capitalismo es el responsable de la mercantilización del arte no puedo sino estar en rotundo desacuerdo. El capitalismo es el responsable de que todos podamos entrar en el mercado artístico que siempre ha existido y el que ha permitido la proliferación de artistas excluidos del propio mercado.
Bibliografía
[1] Garín, Alberto. Historia Irreverente del Arte. Madrid: La Esfera de los Libros. 2023. pps. 153/157.
[2] Figes, Orlando. Los Europeos Tres Vidas y el Nacimiento de la Cultura Europea. 6ed. Barcelona: Taurus. 2022. pp. 39
[3] Ibid pp. 75
[4] Carreras, Luis. Los Malos Novelistas. Barcelona: imprenta de Celestino Verdaguer. 1867
[5] citado en Figes, op. cit., pp. 89.
Ver también
El arte del capitalismo. (Albert Esplugas).
El mercado a favor de la cultura. (Albert Esplugas).
Por el anarquismo artístico. (Alberto Illán Oviedo).
Capitalismo y cultura. ¿Una historia de desamor? (Ignasi Boltó).
1 Comentario
Solo espero que el próximo artículo sea sobre ese tal Mises del que me hablaste.