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El caso Payá y los gobiernos como agentes comerciales

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Poco después de que Ángel Carromero fuera condenado en un juicio farsa por la muerte de los destacados disidentes cubanos Oswaldo Payá y Harold Cepero, y mientras que el joven político madrileño guardaba silencio por consejo del Gobierno español –según él mismo ha declarado este verano–, las relaciones comerciales entre la Cuba castrista y España parece que vivieron un buen momento. No sabemos si se debe a la casualidad o a la causalidad, ese conocimiento le está reservado a algunos pocos en La Moncloa y un par de ministerios españoles, así como a sus pares en la isla caribeña, pero cuando menos da que pensar.

A principios de noviembre de 2012 se celebró en la capital cubana la XXX Feria Internacional de La Habana, en la que España fue el país con la mayor presencia. El embajador en Cuba, máximo responsable de una legación diplomática que no resultó nada molesta mientras se juzgaba a Carromero, presumió en ese momento ante los medios de comunicación de la dictadura totalitaria. Según publicaron estos últimos, el intercambio comercial entre ambos países en 2011 fue de 818 millones de euros y se aspiraba a que a finales del ejercicio de 2012 alcanzaran los mil millones de euros. Un botón de muestra lo ofreció poco después el diario Granma, del Partido Comunista de Cuba, que informaba el 24 de noviembre de 2012 sobre la apertura de dos nuevos hoteles por parte de una cadena española.

La extraña actitud del Gobierno de Rajoy y de su partido, el Partido Popular, ante la sospechosa muerte de Payá –que, para más inri, disponía de la nacionalidad española además de la cubana– pudiera tener algo que ver con la defensa de esos intereses comerciales. De otra manera resulta complicado explicar que el Ejecutivo español se muestre tan reacio a una investigación internacional sobre lo ocurrido o que, incluso, el PP se haya opuesto a la misma al tiempo que defendía la limpieza de un juicio para nada creíble.

¿Se ha puesto la diplomacia española al servicio de los intereses de grandes empresas a costa de la libertad de un ciudadano del propio país (Ángel Carromero) y el esclarecimiento de la muerte de otro (Oswaldo Payá)? Podría ser. No sería la primera vez que ocurriera algo parecido y, aunque no siempre entren en juego aspectos referidos a derechos fundamentales de las personas, es frecuente que el poder político ponga los recursos del Estado destinados a la acción exterior al servicio de empresas privadas.

Cuando un gobernante de cualquier país hace un viaje oficial al extranjero resulta bastante común que vaya acompañado de un grupo de empresarios. A casi nadie le resulta extraño ese ayuntamiento de poder político e intereses empresariales particulares en el ámbito diplomático. Es más, con frecuencia los gobiernos suelen presumir ante los medios de comunicación que sus altos dirigentes viajan en compañía de represetantes de la empresa privada que esperan lograr jugosos contratos en el lugar al que se han trasladado.

Pensemos, por ejemplo, en el último viaje del Rey de España y varios miembros del actual Ejecutivo (además de casi una decena de ex ministros de Exteriores) a Marruecos. Junto con el jefe del Estado y los miembros del Gobierno de Rajoy se desplazaron los más altos directivos de la práctica totalidad de las compañías que forman el IBEX-35 (el principal índice de referencia de la bolsa española), que participaron en encuentros con los grandes empresarios de la nación norteafricana.

Pese a que todo lo anterior esté generalmente aceptado, no se trata de algo que debiera ser celebrado. No vamos a entrar ahora en el debate sobre si se debe comerciar con países cuyos gobiernos violan de forma sistemática y masiva los derechos de sus propios ciudadanos (la citada Cuba, China, Arabia Saudí, Corea del Norte y muchos otros). Incluso dejando esa cuestión al margen, que la diplomacia se ponga al servicio de unas cuantas empresas (o muchas, eso es lo de menos), supone quitar recursos, vía impuestos, a todos los ciudadanos para gastarlos en beneficio de un reducido grupo. Este último es el formado por el de los propietarios de las compañías que hacen negocios gracias a la colaboración gubernamental.

Como dijo Carlos Rodríguez Braun: "La redistribución no es de ricos a pobres, sino de grupos desorganizados a grupos organizados". Y el tema que aquí tratamos es un buen ejemplo de ello. El dinero de todos los ciudadanos (ricos y pobres, con empleo o parados de larga duración…) se utiliza al servicio de un grupo con una alta capacidad de influencia y organización (los grandes empresarios) que así se pueden ahorrar grandes cantidades que de otro modo tendrían que gastar para poder conseguir por su cuenta algunos jugosos contratos. Eso, insistimos, por no hablar de casos como el de Carromero, donde además se juega con los más elementales derechos de una persona.

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