Miguel Ángel y los demás artistas italianos del Renacimiento pintaban por dinero. Bach, Mozart, Hadyn y Beethoven componían movidos por incentivos pecuniarios. Todos ellos eran empresarios y artistas al mismo tiempo. Otros autores abrazaron una vida bohemia y emanciparon su arte de consideraciones monetarias, pero fue gracias al mercado que pudieron costear esa independencia. Proust podía permitirse vivir como un ermitaño porque contaba con el dinero de su familia, obtenido en la bolsa de París. La mayoría de los artistas franceses del siglo XIX (Delacroix, Seurat, Monet, Cézanne…) vivían de la riqueza acumulada por sus familias, normalmente fruto de la actividad mercantil. T. S. Elliot trabajó en el banco Lloyd´s, James Joyce daba clases de lengua, Paul Gauguin hizo sus ahorros como agente bursátil, Charles Ives era un ejectuvo de seguros, y Philip Glass era taxista en Nueva York.
Como destaca Tyler Cowen en su loa a la cultura comercial, el bohemio, el vanguardista y el nihilista son en realidad productos del mercado, porque solo la riqueza que genera el mercado es capaz de sustentar la independencia financiera de esta clase de artistas alternativos. En ningún otro período de la historia, ni bajo ningún sistema económico que proscribiera la libre empresa, ha habido tantos artistas alternativos e independientes como en tiempos recientes en las sociedades con economías más libres.
In Praise of Commercial Culture de Tyler Cowen, economista y billonario cultural, es el mejor antídoto contra la extendida opinión de que el ánimo de lucro está reñido con la creación artística y de que el capitalismo corrompe la cultura. El mercado genera incentivos para adaptarse a los gustos de los consumidores, pero también otorga independencia financiera a los que quieren emanciparse de los gustos de las masas. Los incentivos pecuniarios, por otro lado, no reducen la cultura al mínimo común denominador, los artistas también pueden prosperar en nichos de mercado, atendiendo una demanda muy específica y exigente.
El mercado favorece la cultura al cubrir nuestras necesidades físicas y dilatar nuestro tiempo libre. Podemos permitirnos intereses ascéticos porque vivimos en una sociedad productiva y rica. No en vano las sociedades más capitalizadas son las que consumen una mayor proporción de bienes artísticos y culturales.
La competencia empresarial ha abaratado extraordinariamente los costes de producción del arte. Los instrumentos musicales, los equipos de fotografía y video, las pinturas y los lienzos… son hoy asequibles para millones de personas, artistas potenciales a quienes antes les estaba vedada la posibilidad de experimentar. Estos costes de producción reducidos también han contribuido a la independencia financiera del artista.
El mercado ha introducido numerosas innovaciones en la difusión y en la preservación de las obras artísticas. La imprenta, las mejoras en la producción de papel y la expansión de internet han universalizado el acceso a la palabra escrita. Las producciones sinfónicas están hoy al alcance de millones de oyentes gracias a los avances tecnológicos en la radio y en los sistemas de grabación. Cualquier persona puede acceder hoy más fácilmente a las obras de Mozart o de Shakespeare que sus propios contemporáneos.
Así mismo, históricamente los centros culturales más destacados han florecido en sociedades comerciales, con estructuras de poder descentralizadas o poco autoritarias. El Renacimiento tuvo su máximo exponente en ciudades-estado como Florencia o Venecia, dominadas por el comercio. Los Países Bajos y su escuela flamenca tuvieron su edad dorada en el siglo XVII, cuando era la región más próspera y el centro mercantil más importante del mundo. El impresionismo francés del siglo XIX no nació en el Salón parisino controlado por el gobierno, fue financiado por la demanda internacional y el capital privado surgido del auge industrial.
En el último siglo Estados Unidos ha tomado el liderazgo en ámbitos como el arte abstracto, la composición clásica moderna, la danza moderna, la ficción, la poesía, la arquitectura, el jazz o el teatro. No es casualidad que la mayor parte de la financiación de sus instituciones artísticas provenga del sector privado, en forma de donaciones y de recaudación por entradas y subscripciones. La financiación pública representa solamente un 13% de los presupuestos de las instituciones y organizaciones artísticas americanas sin ánimo de lucro. En el caso de las orquestras sinfónicas, por ejemplo, la financiación pública directa representa un 4%. Un teatro o una orquestra sinfónica en Alemania, en contraste, recibe un 80% o más de su presupuesto por esa vía. En Francia e Italia los subsidios estatales constituyen casi la totalidad del presupuesto del museo medio.
Si nos fijamos en las donaciones individuales a organizaciones sin ánimo de lucro, los ciudadanos estadounidenses donan diez veces más per cápita que los franceses. Este dato no sugiere que los franceses son menos generosos, o que tienen menos inquietudes artísticas. El menor volumen de donaciones es un efecto del papel más activo del Estado. La financiación pública no complementa la financiación privada, la desplaza. Si sabemos que el Estado se encarga de financiar el arte concluimos que nuestra contribución ya no es necesaria. El presupuesto del Ministerio de Cultura francés fue de 2.639 millones de euros en 2004. El presupuesto de su equivalente americano, la NEA (National Endowment for the Arts), fue un 3,2% de aquel montante en el mismo ejercicio. Si añadimos el gasto público a nivel estatal y local la cifra asciende a 886 millones de euros, una tercera parte del presupuesto francés. Eso en un país que tiene cinco veces la población de Francia y seis veces su producto interior bruto.
Esta relativa pasividad del Estado no ha sido un impedimento al desarrollo cultural, antes al contrario. Desde 1965 a 1990 el número de orquestras sinfónicas en Estados Unidos ha pasado de 58 a casi 300, el número de compañías de ópera de 27 a más de 150, y el número de teatros regionales sin ánimo de lucro, de 22 a 500. Francia, sin embargo, ha perdido su status como líder mundial en el campo artístico y es hoy un ávido importador de cultura americana. Como dato anecdótico, un 30% de las obras de ficción vendidas cada año en Francia son traducidas del inglés, mientras que solo una docena de novelas francesas consiguen penetrar en el mercado estadounidense.
El capitalismo, en definitiva, favorece la cultura aportando más y nuevas fuentes de financiación, produciendo innovaciones, fomentando nuestras inquietudes ascéticas, e instituyendo incentivos para desarrollar y preservar el arte. La expansión del mercado y el progreso cultural, lejos de estar en conflicto, van de la mano.
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