Una actividad tiene externalidades negativas cuando perjudica a terceros que no participan en la transacción. La contaminación es un ejemplo de externalidad negativa. Normalmente el problema se solventa definiendo bien los derechos de propiedad, de modo que el que sufre la externalidad pueda exigir reparación por daños a su propiedad y el causante se vea obligado a internalizar esos costes en lugar de imponerlos a los demás. La mayoría de externalidades negativas se producen en espacios de titularidad pública, donde los derechos no están bien asignados y los usuarios actúan con dejadez o sobreexplotan el medio. La solución vuelve a ser la correcta definición de los derechos de propiedad, en este caso la privatización del espacio público.
Pero estos remedios pueden ser insuficientes o inadecuados si las externalidades son dispersas. Si no podemos aislar la causa e identificar al autor, no vamos a poder exigirle que internalice el coste de sus acciones. El calentamiento global de origen antropogénico plantearía un problema de este tipo. Asumiendo que sea consecuencia del CO2 de nuestras fábricas y coches, medir la contribución de cada persona al cambio climático es una tarea inviable. Las externalidades están dispersas entre miles de millones de individuos y no hay modo de establecer un nexo causal entre un "agresor" particular y una "agresión" concreta. Es imposible definir un derecho de propiedad que otorgue a las (futuras) víctimas de la externalidad un poder de veto sobre el uso de la energía en los hogares occidentales. Si éticamente la cuestión es difícil de abordar, en la práctica no hay razón para hacerlo: el coste de mitigar el cambio climático probablemente es muy superior al de adaptarse a él. A veces es más fácil aprender a convivir con la externalidad (y anular sus efectos mediante acumulación de riqueza y desarrollo tecnológico) que combatirla.
El futuro, no obstante, quizás nos depare externalidades más difíciles de acomodar. David Friedman, en su excelente libro Future Imperfect. Technology and Freedom in an Uncertain World, combina ciencia, economía, derecho y piscología evolucionista con unas buenas dosis de especulación para presentarnos un repertorio de posibles tecnologías que podrían hacer nuestra vida mucho más placentera en el próximo siglo, pero que también tienen el potencial de barrer a la especie humana del planeta. El progreso tecnológico aumenta nuestra capacidad de hacer cosas y amplifica el efecto de nuestras acciones. En la actualidad los derechos de propiedad y la coordinación descentralizada funcionan porque los efectos de nuestras acciones se circunscriben básicamente a nuestra propiedad y a la propiedad de aquellos con quienes hacemos transacciones. Pero si las tecnologías futuras amplifican los efectos de nuestras acciones de forma que trasciendan los límites de nuestra propiedad, la coordinación descentralizada puede verse menoscabada.
Friedman se refiere a los potenciales peligros de la biotecnología, la nanotecnología y la inteligencia artificial. La biotecnología puede facilitar el diseño de plagas que sean letales para la humanidad o para un determinado grupo humano. La nanotecnología haría posible la creación de máquinas de tamaño molecular capaces de auto-reproducirse que podrían ser empleadas con fines destructivos. También podría llegar a provocar lo que se conoce como la "plaga gris": máquinas ensambladoras de dimensiones moleculares que producirían copias de sí mismas descontroladamente y acabarían consumiendo toda la materia de la biosfera. En cuanto a la inteligencia artificial, si llega a descubrirse y la ley de Moore sigue siendo aplicable (las computadoras doblan su capacidad cada uno o dos años), en pocas décadas seríamos como chimpancés o roedores para las máquinas y nuestra suerte dependería de que les gustaran las mascotas.
Este es el escenario más pesimista, pero las mismas tecnologías y muchas otras tienen también el potencial de mejorar extraordinariamente nuestra calidad de vida. La biotecnología podría erradicar las enfermedades genéticas y otras taras de nacimiento, así como elevar el coeficiente intelectual de nuestra especie. La nanotecnología podría utilizarse para reparar nuestros tejidos o crear máquinas que multipliquen exponencialmente nuestra productividad. La inteligencia artificial podría integrarse en el cuerpo humano. Nos aprovecharíamos de sus ventajas y estaríamos a su mismo nivel, sin riesgo de convertirnos en mascotas o esclavos.
Si algunas tecnologías amplían el alcance de la acción humana, otras como la encriptación o la realidad virtual limitan el efecto de las acciones de los demás. En la realidad virtual no puede haber agresiones físicas, y el desarrollo de la encriptación protegería nuestras transacciones y nuestra identidad. Las externalidades en este contexto quedarían desterradas.
Al considerar los riesgos de las futuras tecnologías debemos tener en cuenta que la prohibición puede que no sea siquiera una opción. Este tren, como dice Friedman, no va equipado con frenos. La mayoría de tecnologías pueden desarrollarse localmente y utilizarse globalmente. La presión para aprovecharse de ellas una vez inventadas por alguien es demasiado irresistible. La disyuntiva es, por tanto, entre permitir el desarrollo libre de las tecnologías o intentar regularlo y dirigirlo desde el Estado.
Aunque fuera posible restringir una tecnología con el potencial de generar devastadoras externalidades negativas, no está claro que debamos hacerlo. En nuestro afán por evitar una plaga podríamos estar prohibiendo numerosas curas. Si la nanotecnología se investigara solo en laboratorios del Gobierno seguramente acabaría teniendo aplicaciones militares y los Estados no tienen un historial muy limpio en materia de derechos humanos. Los laboratorios privados, en cambio, estarían enfocados a servir a los consumidores y serían más eficientes diseñando protecciones contra amenazas nanotecnológicas o biotecnológicas que pudieran crear grupos terroristas o lunáticos solitarios.
Sea como fuere, es una paradoja curiosa que el libre mercado y el desarrollo tecnológico que sostienen nuestro bienestar presente tengan al mismo tiempo el potencial de facilitar nuestra destrucción futura. Supongo que vale la pena correr el riesgo, y aunque no lo valga me temo que este tren no tiene frenos.
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