La maquinaria propagandística del régimen comunista de Cuba funciona a toda máquina bajo el mando de Raúl Castro. El Gobierno totalitario anuncia poco a poco reformas que son recogidas por alborozo por sectores del periodismo occidental, siempre tan atentos a cualquier cosa que les sirva para tratar de lavar la imagen de los dirigentes de la Isla-cárcel. Sin embargo, todo sigue igual en la mayor de las Antillas.
En primer lugar, la sombra del mayor de los Castro Ruz sigue siendo alargada y, contra lo que parecen querer olvidar muchos, no ha renunciado del todo al poder. Fidel sigue al frente del Partido Comunista de Cuba, columna vertebral del sistema, con el cargo de primer secretario. Además, Raúl fue claro en su intervención al asumir la presidencia del país al decir que las principales decisiones deberían tener el beneplácito de su hermano.
Tal vez algo ha cambiado el reparto de poder entre ambos, pero entre los dos siguen rigiendo con mano de hierro, sangre y represión el destino de once millones de cubanos. Pero más importante aún es que un cambio de rostro, aunque el retiro de Fidel Castro hubiera sido total, no significa variación alguna del régimen. El sistema totalitario de partido único, el comunista, sigue vigente y las libertades siguen siendo en la Isla algo tan desconocido como lo eran antes de que el tirano barbudo cambiara el uniforme verde oliva por el chándal.
En cuanto a las reformas concretas, no se tratan más que de mero maquillaje y de un intento de obtener más dinero por parte del Estado. Primero se anunció que los cubanos podrían comprar ordenadores sin necesitar para ello un permiso del Gobierno. Se trata de un cambio vacío de contenido real. Para empezar, estos equipos informáticos deben adquirirse en tiendas en las que hay que pagar con pesos convertibles, una moneda a la que no tienen acceso la mayor parte de los cubanos, que cobran por su trabajo en la conocida como «moneda nacional», 24 veces menos valiosa que la usada por los turistas. Además, de poco sirve un ordenador si no es posible conectarse a Internet (algo prohibido para los cubanos). Como decía hace unos días la opositora exiliada Bertha Antúnez Peret, en realidad tan sólo sirven como máquinas de escribir modernas.
A los ordenadores les siguieron los teléfonos móviles. También han de pagarse en pesos convertibles, con lo que se repite la dificultad para adquirirlos. Además, su precio es desorbitado para un cubano, en torno a los 600 euros, y el consumo mínimo exigido también es altísimo incluso para los estándares europeos o norteamericanos. Hay que tener en cuenta que, hasta ahora, quien dispusiera del dinero suficiente ya podía adquirir uno de estos aparatos en el mercado negro. Lo que ha hecho el régimen es asegurarse el monopolio en este sector para obtener los beneficios que antes conseguían quienes se atrevían a actuar a sus espaldas. Los cubanos siguen teniendo prohibido vender estos terminales, al igual que los ordenadores y muchos otros productos.
Y sobre el levantamiento de la prohibición a los autóctonos para entrar en hoteles, tampoco cambian mucho las cosas. Hasta ahora, el turista que quisiera subirse a su habitación a un cubano tan sólo tenía que pagar un pequeño soborno al personal que controla las puertas del establecimiento. Los principales beneficiaros de estas medidas serán los extranjeros que viajan al país para practicar turismo sexual y comprar los servicios de «jineteras» y «jineteros».
Pero existe algo mucho más profundo. Las supuestas mejoras que podrían llegar a suponer estos cambios no suponen una reforma real. No sólo no se establece un mercado libre y sigue vigente el sistema de economía centralizada. Tampoco se avanza en otras libertades. No se podrá hablar de cambios mientras se siga reprimiendo la expresión de opiniones contrarias al Gobierno y varios cientos de presos políticos sigan encerrados en las innumerables prisiones dispersas por toda la Isla-cárcel.
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