Una de las consecuencias del Estado del Bienestar, en su cruzada por destruir el Estado de Derecho, es el aumento sin paliativos de la presión fiscal. Desde la Segunda Guerra Mundial, con un brevísimo interregno durante los años 80 y 90, el mundo ha caminado hacia la fiscalidad en prácticamente todos los ámbitos de la vida humana. El impuesto sobre la renta, sin ir más lejos, una medida implantada en Estados Unidos en 1913 como algo temporal, se ha convertido en el principal instrumento recaudador de los Estados, junto con los impuestos sobre los productos.
Pues bien, en el mundo moderno, en el que la fiscalidad ya abarca casi la mitad de lo que producimos, la cuestión sobre en qué se gasta el dinero ha adquirido tintes sobrenaturales. No se recaudan impuestos para mantener la seguridad, pintar los pasos de peatones o construir carreteras, sino que la fiscalidad sustenta un entramado de empresas públicas. Pese a ello, el Estado introduce la competencia del sector privado en la práctica totalidad de sus funciones: seguridad privada, autopistas de peaje, aeropuertos privados, urbanizaciones, etc.
Estatalización de los servicios
El siguiente paso, sobre todo, como decimos, a partir de la Segunda Guerra Mundial, fue que el Estado se hiciera con la gestión de servicios que, tradicionalmente, habían sido provistos por el sector privado a través de contratos voluntarios. Ahí tenemos a Clement Atlee estatalizando los hospitales británicos, aunque un tercio de ellos fuera de gestión privada y financiación voluntaria, especialmente de órdenes religiosas a través de donaciones caritativas. O la educación y las pensiones, originariamente gestionada por sindicatos y mutualidades de trabajadores.
Ahora, ya en el s.XXI, con el Estado gestionando catastróficamente dichos servicios (seguridad social en quiebra, colegios produciendo en serie analfabetos funcionales o interminables listas de espera para un especialista médico o una operación), sumamos una nueva función para el gasto público: el control del medio ambiente.
Chamanes fiscales
De la misma forma que los indígenas precolombinos (no todos) creyeron manejar los designios de la naturaleza a través del sacrificio de seres humanos (no siempre), nuestros actuales gestores políticos (y esto es bastante transversal), abducen poder ordenar sobre el medio ambiente a través de la fiscalidad. Un impuesto a los plásticos, a los carburantes, a la entrada en ciertas calles y, por arte de magia, la reducción de ciertas emisiones haría que el ser humano manejase de forma benigna el clima. No se pide aumentar la fiscalidad, ya más alta que nunca, en favor de mejorar servicios “tradicionalmente” estatales, sino por una nueva forma de gestión: la del planeta en su conjunto.
En este sentido, los ciudadanos parecen haber asumido con regocijo, y a veces hasta con alegría, la posibilidad de que los políticos hayan abdicado de las funciones tradicionalmente asumidas, de los bienes públicos que la teoría neoclásica nos predispone a la gestión estatal, si no a un poco más de función en la vida diaria de los ciudadanos. La consecuencia, desde el punto de vista de la libertad, siempre es negativa. A las restricciones de la vida diaria, normalmente fiscales, se le suman ahora las referidas a la movilidad. Los impuestos verdes tuvieron un enorme auge a comienzos de este siglo, aunque la cuestión sigue adelante, como el reciente impuesto a los plásticos no reutilizables.
La movilidad
Pero en lo que los ayuntamientos parecen haber encontrado un nuevo filón, como decimos, es en la movilidad, especialmente a través del vehículo privado. No es únicamente una manida cuestión de reducción de las emisiones, sino en la reducción de la gestión del tráfico rodado para las corporaciones municipales, algo que facilita enormemente su labor. Esto es, se da la paradoja de que, mientras que se asumen más competencias y restricciones al individuo con la excusa del medio ambiente, los gestores estatales se encuentran con menor cantidad, en este caso de tráfico, que gestionar. Como se aprecia, el aumento de la presión sobre las libertades no es únicamente cuestión de recaudación, sino de reducir los preceptos más básicos del gobierno, por otro lado.
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