Es fácil diagnosticar una democracia enferma. Hay síntomas evidentes como, entre otros: los elevados casos de prevaricación, tráfico de influencias y corrupción marchando al compás que marque la fiscalía, la nula separación de poderes, la falta de elección directa de los parlamentarios, o la ausencia de financiación transparente y democracia interna en los partidos políticos.
Sin embargo, quizás el síntoma más grave que caracteriza inequívocamente una democracia precaria es la carencia de independencia del poder judicial ya que es el pilar central sobre el que debe quedar constituida una democracia liberal; entendida ésta como un sistema político con elección libre de representantes, y siempre que logre instaurar un Estado de Derecho que permita garantizar la tutela judicial e independiente de los derechos individuales de los ciudadanos.
En una entrevista del año 1977, preguntado por el horror de financiar la burocracia colosal del estado de bienestar y por la racionalización del Gobierno, el premio Nóbel de Economía Friedrich A. Hayek comentaba:
“Mi única esperanza es realmente que algún país o países de menor importancia, los cuales por diversas razones tendrán que construir una nueva constitución, lo hagan sobre la base de líneas sensibles y sean tan exitosos que otros consideren de interés imitarlos. No creo que los países que están orgullosos de sus constituciones realmente necesiten experimentar con cambios en ellas. La reforma puede venir, por ejemplo, de España, que debe redactar una nueva constitución. No creo que sea realmente probable en España, pero es un ejemplo. Pueden probar ser tan exitosos que sería una forma de demostrar que hay mejores maneras de organizar al gobierno que la que tenemos.”
Sin duda, Hayek mantenía serias reservas a la posibilidad de que los políticos españoles lograsen evolucionar correctamente la dictadura franquista hacia una democracia liberal. Lamentablemente, los hechos confirmaron sus suposiciones.
La transición en España fue guiada por una mayoría de hijos y herederos políticos de la clase dirigente del dictador Franco, que habían vivido cuatro décadas de dictadura y, por tanto, no habían experimentado el funcionamiento de instituciones democráticas durante un periodo dilatado de sus vidas.
Vista en perspectiva, analizando la trayectoria de muchos políticos se observa un largo historial de cargos públicos y un dilatado patrimonio, por lo que muchos ciudadanos tenemos la sensación de que la clase dirigente, con maquillaje de izquierdas o con disfraz de derechas, sólo aprovechó la muerte del dictador para mantener posición social y económica y, seguir medrando cargos políticos bien remunerados. Cambiaron las caras pero, finalmente, incluso se acrecentaron los casos de corrupción, “cainismo” o secular enfrentamiento con el que piensa diferente.
De hecho, la Constitución fue redactada con remiendos que intentaron contentar a todos los ponentes, por lo que el articulado no limita las competencias autonómicas y, es extenso, contradictorio y lo mismo puede guiar hacia el marxismo real aplicando la “planificación” (art. 38 CE) como puede conducir a situaciones de capitalismo de Estado con el mercado intervenido por “causa justificada de utilidad pública e interés general” (art. 33 CE).
Dado que ideológicamente procedían de la derecha franquista, del nacionalismo y de la izquierda marxista, los ponentes constitucionales nunca apostaron con verdadero entusiasmo por garantizar la independencia judicial para realizar una protección eficiente de las libertades individuales. De ahí que, sin remordimiento de conciencia, decidiesen elegir a los miembros del Consejo General del Poder Judicial (art. 122 CE) e, incluso, se crease un tribunal político (art. 159 CE) para decidir las discrepancias constitucionales.
Si comentamos la apoplejía de la democracia en España, es preciso señalar al ínclito Tribunal Constitucional, ya que sus miembros son elegidos por los mismos políticos cuyas leyes y actos administrativos deben juzgar, lo que puede ser bien catalogado como un tribunal político.
Cualquier ciudadano, que sepa razonar mínimamente, puede observar la evidente inconstitucionalidad del nuevo Estatuto de Cataluña con artículos que otorgan estatus de nación, relaciones bilaterales, embajadas, convocatoria de referéndum de secesión y, hasta sistema judicial independiente.
De este modo, como una institución que permite maquillar “judicialmente” los atropellos legislativos de un Parlamento, el tribunal político denominado Tribunal Constitucional sigue aplicándose en el juego de retrasar la sentencia sobre el Estatuto, intentando que la población se habitúe a la ignominia de tener ciudadanos de primera, segunda y tercera categoría en algunas regiones de España, con políticas nacionalistas financiadas por todos los contribuyentes.
Ya analizamos como por la jurisprudencia existente y el retraso de más de tres años en emitir su sentencia, algunos miembros del Tribunal Constitucional podrían estar cayendo dentro de los límites marcados por el artículo 449 del Código Penal, si se demostrase un “retraso malicioso en la administración de justicia”, dado que se ocasiona un perjuicio evidente a España al permitir la vulneración de la Constitución con la aplicación en la práctica del nuevo Estatuto, lo que supone actualmente hasta 41 leyes autonómicas aprobadas bajo el paraguas de su articulado y, 20 proyectos de ley en camino de “separar” las instituciones de Cataluña del resto de España.
La hoja de ruta está trazada desde hace mucho tiempo. Después de las próximas elecciones autonómicas en Cataluña, la reforma encubierta de la Constitución que supone el nuevo Estatuto saldrá adelante de un modo o de otro, bien presionando al tribunal, bien renovando los magistrados por otros más dóciles, bien coaccionando a los solicitantes para que retiren su recurso de inconstitucionalidad y se plieguen a los intereses nacionalistas en Cataluña.
Mientras, los ingenuos ciudadanos validamos con nuestros votos esta democracia enferma, cuando elegimos, de modo indirecto y en listas cerradas, a los parlamentarios autonómicos y nacionales.
Es lamentable pero muchos “niños de papá” criados bajo el auspicio del antiguo régimen alimentan los partidos nacionalistas, de izquierda, centro y derecha. Y, entronizados en sus altos cargos políticos en el Parlamento y en el Gobierno de España, se apremian para mantener y acrecentar las prebendas que ya venían disfrutando con sus familias dentro de la nomenclatura de la dictadura e, irresponsablemente, no afrontan los desafíos democráticos del país.
Salvo muy honrosas excepciones, su objetivo no es proporcionar las condiciones más favorables para las libertades individuales, el crecimiento socioeconómico sostenido y los intereses geopolíticos de España. Al contrario, han primado sus intereses personales y de partido como herederos de la casta político judicial del régimen franquista que, treinta años después, todavía sigue medrando.
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