El Estado no está gobernado por ángeles sino por hombres espoleados por los mismos incentivos que el resto de los mortales. A las supuestas insuficiencias del mercado no cabe oponer, pues, un modelo idealizado de Estado que sólo responde a nuestros deseos y nada tiene que ver con la realidad. Es preciso atender a la estructura de incentivos que actúa sobre legisladores, burócratas y votantes para saber cómo procede el Estado en el mundo real y por qué carece de sentido pensar que pueda hacerlo de otro modo.
A menudo se habla de “bienes públicos” para referirse a uno de los presuntos fallos del mercado. Un bien público sería aquél que por el hecho de generar externalidades positivas (tener efectos beneficiosos sobre terceros sin que éstos paguen un precio) tiende a subproducirse en el mercado y debe ser proveído por el Estado en la cantidad “óptima”. Más allá de las inconsistencias de este concepto, advertimos que la gestión estatal sería un caso paradigmático de bien público: las leyes que salvaguardan el orden de mercado y generan grandes externalidades positivas a la población en general son subproducidas frente aquéllas que favorecen a los grupos de interés y perjudican al resto de la sociedad, porque en el primer caso tiene lugar un efecto “free-riding” (“ya se implicarán los demás”) mientras que en el segundo los “lobbys” presionan activamente porque retienen para sí los frutos de esas medidas.
Siguiendo a la escuela de la Elección Pública, el ciudadano se abstiene de informarse y participar en el proceso político pugnando por medidas que benefician a todos porque éstas no le afectan de un modo particular y su capacidad de influir en la gestión estatal es muy pequeña. Cuando compramos un televisor nuestra elección es decisiva: si no nos pronunciamos no tenemos televisor y si no nos informamos podemos comprar uno que no nos satisfaga. Pero en el contexto de la gestión pública la repercusión de un voto bien informado es casi nula, motivo por el cual muchos individuos ni se informan ni votan. Por otro lado, tampoco se votan políticas concretas, sino políticas en bloque de los distintos partidos. Los grupos de presión, en cambio, sí tienen capacidad de influir en la gestión pública, y las medidas que demandan no favorecen a todos sino a ellos exclusivamente, a expensas de los demás. De este modo el Estado sirve sistemáticamente a los grupos de presión en detrimento del resto de la ciudadanía.
Otro rasgo característico del Estado democrático es su visión cortoplacista. Las generaciones futuras no votan y en todo caso las funestas consecuencias (y quizás también las culpas) de las políticas intervencionistas, que a veces a corto plazo parecen positivas, recaerán sobre los gobiernos venideros.
Los burócratas tampoco tienen incentivos para economizar, antes al contrario. Una reducción del presupuesto público beneficia a la sociedad, pero no a los funcionarios, que se ven privados de poder, protagonismo social, posibilidades de escalar administrativamente, remuneraciones… El sentido de la responsabilidad se diluye en un contexto en el que los burócratas no registran pérdidas cuando yerran en su gestión ni obtienen recompensa cuando aciertan. De hecho en numerosos ámbitos acertar significa devenir prescindible. Si resolver un problema conlleva un recorte de presupuesto o la cesación de un cargo o de un departamento, la tendencia será más bien no resolverlo o incluso crear de nuevos. La existencia de problemas es la coartada de los burócratas, luego tienen incentivos para generarlos subrepticiamente.
Un Estado que promueva el interés de toda la sociedad y no el interés de algunos grupos y el suyo propio es un Estado que no se corresponde con la realidad. Que haya quien pretenda comparar el funcionamiento real del proceso de mercado con esta ilusión es un ejemplo más de los artificios a que se recurre para justificar el estatismo.
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