Prólogo a la edición española de La maquinaria de la libertad, de David Friedman, publicada por Innisfree (disponible en papel y en Kindle), y vídeo de la presentación en Barcelona, junto a Guillem Laporta, organizada por el Instituto Von Mises. La charla es en castellano y catalán.
La familia Friedman se radicaliza un poco más con cada generación. Milton Friedman, el Nobel de economía, defendía un Estado mínimo; su hijo David, el autor del presente libro, apuesta por una sociedad sin Estado; y el joven Patri, ansioso por poner en práctica el anarquismo de su padre, dirige un instituto que promueve la colonización de alta mar. No está claro que la nueva hornada pueda continuar con la tradición familiar (¡ya han tocado techo!). Lo que sí está claro es que la estirpe Friedman tiene el gen liberal, y que cada uno ha defendido la máxima de la libertad (vive y deja vivir) a su manera, con remos distintos pero siempre navegando en la misma dirección.
La Maquinaria de la Libertad hace navegar esa máxima hasta sus últimas consecuencias, y lo hace de una forma heterodoxa, tal y como corresponde a un personaje heterodoxo. No en vano David Friedman es profesor de derecho, economista, físico, geek de la tecnología, amante de la ciencia ficción y escritor de novelas fantásticas, y este idiosincrásico perfil empapa su obra más popular y celebrada, ahora traducida al español.
Jefferson dijo que el mejor gobierno es el que menos gobierna. Para Friedman, el mejor gobierno es el que no gobierna en absoluto. Todas las funciones del Estado se dividen, según nuestro autor, en dos categorías: aquellas que pueden suprimirse o privatizarse hoy, y aquellas que pueden suprimirse o privatizarse mañana. Y la mayoría pertenecen al primer grupo. Desde la sanidad a los tribunales pasando por la educación, la gestión de las calles o la policía, no hay servicio que el mercado, de forma descentralizada y competitiva, no pueda proveer mejor que el Estado. A esta corriente liberal anarquista, que no encomienda ninguna tarea al Estado, se la conoce con el nombre de anarcocapitalismo o anarquismo de mercado, y La Maquinaria de la Libertad es uno de sus libros de cabecera.
El anarcocapitalismo es una corriente fundamentalmente contemporánea, pese a sus precedentes. Nace en Estados Unidos a mediados del siglo XX y toma cuerpo en la década de los 70, cuando irrumpe la literatura de este nuevo movimiento. Entre las obras pioneras del género cabe destacar The Market for Liberty (1970), de Linda y Morris Tannehill; Power & Market (1970) y For a New Liberty: The Libertarian Manifesto (1973), de Murray Rothbard; y por supuesto The Machinery of Freedom (1971), de David Friedman. De todas ellas la de Friedman es la más desenfadada e informal, aunque no por ello menos rigurosa y convincente. David Friedman hilvana sus razonamientos teóricos con ejemplos y analogías ilustrativas, ideas de negocio creativas, hipótesis futuristas y especulaciones, fuertes dosis de sentido del humor y sano escepticismo. Quizás por ello sea la obra anarcocapitalista que conecta mejor con el profano.
A pesar de las conclusiones radicales a las que llega Friedman, no se trata de una obra dogmática ni escrita desde el absolutismo moral. Antes al contrario, Friedman reconoce que hay problemas que, dependiendo del contexto, quizás no tengan una solución liberal, y argumenta siempre desde un punto de vista pragmático, haciendo hincapié en las consecuencias de las acciones más que en su moralidad intrínseca. El de Friedman es un radicalismo razonable. Es precisamente su escepticismo y su pragmatismo el que le llevan a defender un orden social sin Estado, un anarquismo de propiedad privada, por entender que los incentivos que éste instituye (competencia y soberanía del consumidor, experimentación descentralizada, dispersión del poder coactivo) son los que más favorecen la paz, la prosperidad y la felicidad. Friedman no busca el sistema perfecto, busca el mejor sistema. Así, no basta con encontrar defectos o debilidades al anarcocapitalismo. De eso ya se encarga el propio Friedman. De lo que se trata es de compararlos con los fallos del intervencionismo y comprobar si los estatistas no están intentando matar una mosca a cañonazos, con los consiguientes daños colaterales.
Murray Rothbard, el principal valedor del anarcocapitalismo moderno, acusaba a Friedman de no odiar al Estado, de analizar su existencia y su justificación desde una perspectiva meramente académica, como si el Estado fuera un error intelectual y no una banda mafiosa que pisotea sistemáticamente los derechos de los individuos y mereciera nuestra condena moral[1]. Friedman le daba la razón, sin arrepentirse[2]. Su enfoque tiene la ventaja de estar libre de servidumbres, pues no siente el impulso de hacer que sus argumentos lleven a una determinada conclusión coherente con unos principios éticos concretos. Por eso resulta especialmente convincente cuando de hecho llega a las mismas conclusiones anarquistas que Rothbard.
La defensa que hace Friedman del capitalismo es eminentemente utilitarista: la libertad es deseable no porque tengamos un derecho natural a ella sino por ser útil para conseguir los fines sociales que queremos (paz, prosperidad y felicidad para el mayor número). Pero Friedman no es un utilitarista al uso. Sus intuiciones éticas le llevan a rechazar el utilitarismo como criterio último (no está dispuesto a sacrificar la libertad de una persona para incrementar la felicidad de otras dos), lo cual queda patente en varios pasajes de su obra[3]. No obstante, Friedman considera que los argumentos utilitaristas son más persuasivos. Además, él es economista, la ética no es su especialidad. Por ejemplo, Friedman piensa que las drogas deberían poder consumirse y venderse legalmente como cualquier otro producto en el mercado. Opina que los individuos tienen derecho a hacer con su cuerpo lo que les plazca, incluido ingerir sustancias adictivas y perjudiciales para su salud. Pero si alega esta razón probablemente solo convencerá a quienes compartan las mismas intuiciones éticas. Sin embargo, si explica que las leyes antidroga generan delincuencia debido al aumento de los precios y a las disputas en el mercado negro, y que la falta de transparencia permite una adulteración aún más perjudicial para los consumidores, entonces es posible que pueda convencer incluso a gente que no cree que los individuos tengan derecho a ingerir lo que les plazca.
En este sentido La Maquinaria de la Libertad no es una obra exclusiva o principalmente para liberales. Es una obra para todos los públicos, socialistas de izquierda y derecha. Friedman ataca la concepción marxista de la explotación y el interés, las licencias y regulaciones que en nombre de la competencia la constriñen a favor de determinados lobbies, la redistribución horizontal (el vecino de clase media subsidia tu sanidad mientras tú subsidias la suya), o el funcionamiento de la democracia vis a vis el del mercado en la provisión de servicios. Tomemos este último. Friedman compara el poder de influencia de un grupo de renta baja en democracia y en el mercado. En un caso se enfrenta a un lobby con más votos, en otro caso a un grupo con una renta más alta. Al pujar por servicios, la desigualdad en democracia tiene unos efectos desfavorables mucho mayores: votando el lobby con más votos siempre gana, pero comprando el grupo con más renta ve como ésta mengua cada vez que puja, así que solo podrá ganar la puja algunas veces. En democracia, además, se produce lo que la mayoría vota, pero en el mercado se produce todo aquello que cualquiera (ya sea mayoría o minoría) esté dispuesto a comprar. Por eso, afirma Friedman, los pobres en nuestra sociedad suelen estar peor atendidos cuando el servicio lo ofrece el Estado (educación, protección policial) que cuando lo ofrece el mercado (ropa, comida).
La Maquinaria de la Libertad también supone un desafío para los liberales clásicos, aquellos que creen que los servicios de gendarmería (ley, tribunales, policía y defensa nacional) solo pueden ser provistos en régimen de monopolio público y financiados con impuestos. Friedman propone un escenario en el que todos los servicios, incluidos los anteriores, son comprados y vendidos en el mercado. Si no tuviera que pagar impuestos, Pedro podría contratar los servicios legales y de protección de la agencia A, y su vecino Juan los servicios de la agencia B. Cada uno contrataría la protección que se adecuara más a sus preferencias y a su bolsillo, y las empresas competirían entre sí para ofrecer un mejor servicio a sus clientes, tal y como hacen hoy Securitas, Prosegur, FBS o los tribunales de arbitraje, a años luz de la ineficiencia estatal. Las agencias ofertarían un determinado código legal (o se vincularían a tribunales con un determinado código legal), al cual se sometería a los que agredieran a sus clientes. Si el acusado perteneciera a otra agencia de protección, la disputa entre ambas se resolvería de la forma más económica, o sea, pacíficamente. Como es habitual en el mundo de la empresa, los litigios entre agencias de protección se llevarían a tribunales de arbitraje de reconocida solvencia y reputación estipulados de antemano. El resultado sería una variedad de agencias de protección en un mismo territorio, compitiendo en precio y calidad para atraer clientes y con acuerdos previos para llevar a los tribunales cualquier acusación o disputa que surja entre sus clientes.
Pero si cada agencia o tribunal puede ofertar leyes distintas, ¿no sería demasiado complejo, imprevisible y caótico el marco legal al que deben atenerse los ciudadanos? En primer lugar, no olvidemos que actualmente también estamos sujetos a distintos códigos dependiendo de con quién nos relacionamos: en la empresa, en el club deportivo, en la congregación religiosa, en la asociación del barrio, en nuestra comunidad de vecinos etc. En segundo lugar, la tendencia a la diversidad legal, propio de un sistema descentralizado que busca ajustarse a las preferencias dispares de los individuos, se vería compensada por la presión a la estandarización legal, que simplifica y agiliza las transacciones. Las compañías papeleras compiten entre ellas, ofrecen precios y tipos de papel de distinta calidad, pero todas venden DIN-A4 y otros formatos estándar para que sean compatibles con cualquier impresora. Miles de empresas e instituciones financieras también compiten entre sí, pero se acogen al estándar VISA de tarjetas de crédito para que sus clientes puedan comerciar con más facilidad. La sana competencia no está reñida con cierto grado de estandarización si eso beneficia a los clientes.
El anarquismo de Friedman, pues, es un anarquismo sin monopolio público de la fuerza, no un anarquismo sin ley y orden. Este matiz es fundamental, porque los críticos que solo ven hombres de paja acusan a los anarcocapitalistas de ingenuos por defender un sistema poblado por santos, donde todos cooperan y nadie utiliza la fuerza. Friedman no habla de abolir el uso de la fuerza para combatir el crimen, sino de privatizarlo y descentralizarlo. La naturaleza humana es la que es, y nadie (salvo los comunistas) pretende cambiarla. Pero la imperfecta naturaleza humana no exige que haya una sola «agencia de protección» con jurisdicción sobre un territorio (el Estado) en lugar de múltiples agencias compitiendo entre ellas en ese mismo territorio. Antes al contrario: el planteamiento anarcocapitalista es que, si tiene que haber coacción, es mejor dispersarla que concentrarla. Si está dispersa, tienes a dónde acudir en caso de que una de las facciones cometa abusos. Si está concentrada, el potentado tiene poder absoluto. Pensemos en términos de estados a escala internacional. Si un gobierno mundial se volviera totalitario, no habría a donde huir. Pero con 200 estados, pese a los costes de emigrar, tenemos la opción de exiliarnos si las cosas se tuercen en uno de ellos. El anarcocapitalismo lleva esta lógica de la descentralización y el voto con los pies hasta sus últimas consecuencias. Sería como derribar las barreras de entrada en el mercado de los estados (en lugar de 200 habría miles) y que no hiciera falta emigrar para elegir cuál contratamos.
Algunas críticas simplistas al anarcocapitalismo tienen poco recorrido. Ayn Rand, la célebre novelista y filósofa liberal, estaba obcecada en su defensa de un código legal objetivo y uniforme, obviando que la experimentación descentralizada, la diversidad y la competencia son tan necesarios en el ámbito de la ley y el orden como en el de cualquier otro servicio. Su argumento de que las agencias de protección batallarían entre ellas cada vez que sus respectivos clientes tuvieran una disputa tampoco se sostiene habida cuenta de lo costoso que resultaría ese estado de guerra permanente en contraste con solucionar los conflictos en un tribunal de arbitraje, como es común hoy en día. También en la actualidad surgen frecuentes disputas entre ciudadanos de distintos Estados que se resuelven pacíficamente en los tribunales sin que aquellos se declaren la guerra[4].
Otras objeciones, no obstante, tienen más enjundia. Tyler Cowen, por ejemplo, en su crítica a las tesis de Friedman sostenía que si las agencias de protección pueden cooperar entre sí para resolver sus conflictos y adherirse a determinados estándares legales también pueden cooperar entre sí para formar un cártel que acabe deviniendo en Estado[5]. La cooperación funciona en las dos direcciones. Si el conjunto de agencias puede reprimir a otra agencia que se comporta de forma agresiva (o se dedica a amparar a clientes criminales), el conjunto de agencias también puede cooperar para reprimir la entrada de nuevos competidores o empresas que no quieran adherirse al pacto colusorio general. Como se trata de una industria «network» (los servicios ofrecidos son más valiosos cuantos más usuarios están asociados al mismo), aquellas empresas que estén fuera del network (y no tengan acuerdos de resolución de conflictos con las demás agencias) serán menos atractivas para los consumidores y perderán su patrocinio.
Bryan Caplan y Edward Stringham recogen el testigo y responden a Cowen[6], argumentando que la cooperación en las industrias network se da a distintos niveles, no es un «todo o nada» (o se coopera en todo o no se coopera en absoluto). Hay industrias network, como la financiera, que cooperan en algunos ámbitos (tarjetas de crédito) pero compiten en los demás. Caplan y Stringham acusan a Cowen de confundir la estandarización con la colusión. En el caso de la estandarización, las empresas cooperan (estandarizan su producto) porque eso es lo que desean los consumidores. Si éstos quieren que sus DVD funcionen en cualquier reproductor, o que una tarjeta de crédito pueda utilizarse en cualquier cajero automático, sus productores tenderán a ofrecer un producto estandarizado. La empresa que quiera salirse del network verá caer su demanda, pues para la gente tendrá menos valor tener un DVD que no puede reproducirse en cualquier aparato o ser miembro de un banco que emite tarjetas que no funcionan en todos los cajeros. Pero una colusión en precios altos entre distintas empresas, por ejemplo, no es un estándar que los consumidores quieran. Así, cualquier empresa individual tendrá incentivos para salirse del cártel y ofrecer el producto un poco más barato (y acaparar así más mercado). Por eso un estándar que sirve a los consumidores es más estable que un cártel que abusa de ellos. Es cierto que en el caso específico de la industria de la seguridad y la defensa, puesto que su negocio es precisamente el uso de la fuerza, un cártel podría emplearla para suprimir disidentes o nuevos competidores. En este sentido el cártel podría ser estable una vez formado. La cuestión es si llegaría a formarse teniendo las empresas incentivos económicos para no hacerlo y acaparar más mercado.
Cowen tampoco contempla en su crítica que en una misma industria a menudo hay varios network compitiendo entre sí. En el ámbito de las tarjetas de crédito, miles de empresas cooperan bajo el network VISA, pero éste a su vez compite con el MasterCard o el American Express. Las deseconomías de escala compensan la presión hacia un único estándar.
Pero más allá de los incentivos estrictamente económicos Friedman destaca el papel relevante que pueden jugar los valores morales de las personas y su percepción de lo que es legítimo en un determinado contexto. En la actualidad la policía y el ejército también podrían sublevarse y tomar el control de las instituciones, y sin embargo no lo hacen. Es razonable pensar que existen ciertas restricciones morales internas que se lo impiden y que podrían darse igualmente en una sociedad anarquista. Incluso a nivel internacional los Estados están lejos de entrar en colusión tanto como teóricamente podrían, o de neutralizar a la mayoría de los estados «disidentes», ya se trate de paraísos fiscales, dictaduras opresoras, amenazas comerciales etc. El argumento de Cowen no explica por qué en lugar de surgir un cártel estatal mundial los estados respetan (relativamente) la soberanía de los demás estados y compiten entre sí en múltiples ámbitos.
Friedman, especialista en análisis económico del derecho, explica que en la actualidad los costes de la legislación se externalizan (todos pagan por lo que quieren algunos), lo que resulta en una sobreproducción de leyes y políticas ineficientes. En un escenario de ley privada cada uno paga lo que contrata, y esta internalización de costes presiona a favor de un marco legal más liberal. Por ejemplo, las leyes actualmente reprimen muchos «crímenes sin víctima» (aquellos en los que la supuesta víctima ha consentido, como el consumo y la compra-venta de drogas, la prostitución, el suicidio asistido, el juego, llevar el velo o no ponerse el cinturón de seguridad). Votar a favor de esta legislación es gratis, y los costes de investigar, perseguir, juzgar y encarcelar a los infractores se reparten entre todos los contribuyentes. No obstante, en un escenario de ley privada el coste de imponer tus valores personales, fuerza mediante, corre de tu propia cuenta. Si te molesta que el vecino consuma pornografía o fume un porro ya no puedes esperar que el Estado le reprima con el dinero de todos, tendrás que contratar los servicios adicionales de una agencia con un código penal más puritano. Y como la gente está dispuesta a pagar más para proteger su persona y su propiedad que para reprimir los vicios inofensivos de los demás, tenderían a producirse leyes liberales[7].
Friedman sugiere así un matiz importante que otros autores anarcocapitalistas pasan por alto: un escenario anarquista (sin monopolio público de la violencia) no tiene que ser necesariamente liberal. Es concebible que las agencias y tribunales que descentralizadamente producen leyes para sus clientes ofrezcan normas antiliberales (si es que hay demanda para ello), y los conflictos que surjan entre clientes de agencias con códigos ideológicamente dispares se resuelvan con trade-offs y compensaciones dependiendo de qué facción está dispuesta a pujar más.
La mayoría de autores anarcocapitalistas saltan del escenario estatista al escenario anarquista dando por supuesto que en este último habría una fuerte mayoría social que demanda leyes liberales. Dada la naturaleza de esa transición (parece lógico que la oposición al Estado implique una oposición generalizada a normas liberticidas) es probable que así sea, pero no es baladí considerar, como hace Friedman, qué sucedería si la sociedad anarquista no estuviera tan uniformemente comprometida con los valores de la libertad (o con el tiempo dejara de estarlo). Su análisis es igualmente útil para explorar las consecuencias de la diversidad de opiniones dentro del propio movimiento liberal en un escenario anarquista. Por ejemplo, si la opinión pública estuviera dividida (como lo está el liberalismo) entre partidarios del derecho al aborto y antiabortistas, o entre partidarios de la pena capital y detractores, ¿qué tipo de leyes se producirían? Pues, siguiendo a Friedman, cabe especular que agencias con distintas normas encontrarían el modo de coexistir pacíficamente, haciendo concesiones y compensaciones para evitar enfrentamientos violentos que dispararían sus costes.
La Maquinaria de la Libertad describe el mejor sistema al que se puede aspirar. La pregunta es cómo vamos de aquí hasta allí. Que el anarco-capitalismo sea naturalmente estable no resuelve la cuestión de cómo llegamos a él en primer lugar. Tampoco cabe sugerir una hipotética y expedita transición de un Estado mínimo a una sociedad sin Estado, dando por resuelta la cuestión de cómo llegamos al Estado mínimo partiendo del Leviatán actual. Sobre todo porque hay buenas razones para pensar que el Estado mínimo es un escenario inestable que tiende al Leviatán.
Imaginemos dos mesas en un restaurante, con 20 comensales en cada una. En la primera los costes se socializan, esto es, las facturas individuales se sumarán y se dividirán por 20. En la segunda mesa los costes se internalizan: cada persona paga por lo que consume. ¿Qué mesa habrá gastado más al final de la velada? En la primera cada comensal piensa: «si pido un plato más caro el precio se reparte entre los demás». Y como todos piensan lo mismo, piden en promedio platos más caros, disparando la factura.
En el contexto estatal, argumenta Friedman, los individuos tienden a despreciar los costes de que otros reclamen prestaciones y regulaciones (pues se diluyen entre todos los contribuyentes) y al mismo tiempo tienden a codiciar las prebendas estatales (cuyos beneficios recoge en exclusividad el recipiente). El resultado no es otro que una demanda creciente de prestaciones y regulaciones por parte de la población. Así es como el Estado mínimo, legitimando los impuestos y la socialización de costes, no lo es por mucho tiempo. Los intentos de limitar esta tendencia a través de una constitución, separación de poderes y otros mecanismos internos resultan a la larga infructuosos. Como decía Anthony de Jasay, es como poner un cinturón de castidad a una doncella y dejar la llave al pie de la cama[8]. Si es el propio Estado el que se pone los límites (a través del parlamento, el tribunal constitucional, etc.) puede modificarlos o reinterpretarlos cuando se vea empujado a ello. La historia de los Estados Unidos ilustra que el propósito y el significado original de una constitución cuasi-minarquista no resiste la presión del Estado por crecer y rebasar los límites que ésta impone. Así pues, quizás la disyuntiva sea entre el Leviatán y la sociedad sin Estado, siendo cualquier propuesta intermedia inestable a largo plazo.
Pero, ¿por qué estamos encasillados en el primer equilibrio, que es el peor? Siendo estable, es lógico que ahora sea difícil salir de él. Pero al menos deberíamos poder explicar por qué la sociedad ha vivido bajo Estados la mayor parte de su historia moderna (con algunas excepciones relevantes, como la Islandia medieval[9], el «no tan salvaje» oeste[10] o los comerciantes sujetos al derecho mercantil[11]). Friedman afirma que detrás del marco institucional actual está la percepción popular de que el Estado es necesario. En este sentido, para superarlo basta con convencer a la gente de que no es así, con libros como La Maquinaria de la Libertad o ejemplos prácticos que ilustren las ventajas del mercado vis a vis el Estado: fondos de inversión que aporten pensiones más altas que la Seguridad Social, escuelas privadas que eduquen mejor que las públicas, empresas de seguridad que proporcionen mayor protección que la policía nacional o tribunales de arbitraje que solucionen disputas de una forma más eficiente que el sistema de justicia público.
Con todo, puede que haya razones más profundas, y menos racionales, que expliquen el arraigo del estatismo. Daniel Klein lo llama «el romance» de la gente con el Estado[12]. Klein arguye que las personas se sienten atraídas por la idea de un proyecto colectivo que trascienda sus humildes acciones y los coordine a todos en pos de un fin común. Los individuos, en relación con el Estado, experimentan un sentimiento de coordinación mutua, poseen una percepción común de la naturaleza, el funcionamiento y la finalidad del proyecto colectivo. En el mercado, este sentimiento de percepción compartida está ausente. La coordinación es indirecta, cada individuo persigue su propio interés, lo que resulta en intercambios que traen prosperidad y armonía social. Pero a primera vista el mercado son individuos corriendo en distintas direcciones, con intereses enfrentados, sin que sea su intención hacer una sociedad más justa y próspera. No en vano Adam Smith se refería a la mano invisible del mercado. La imagen que transmite el Estado, por el contrario, es la de un épico proyecto colectivo con la misión expresa de crear una sociedad mejor. Esta visión es más romántica. El Gobierno establece instituciones permanentes que nos aportan una experiencia compartida, y las dramáticas pugnas electorales refuerzan la percepción de que nos hallamos ante una empresa heroica.
Si la hipótesis de Klein es cierta, ¿qué futuro le espera al liberalismo? El liberalismo raramente puede apelar a los instintos románticos de la gente porque la libertad es una ética de mínimos («haz lo que quieras siempre y cuando respetes la libertad de los demás»), no un proyecto positivo, de acción. Solo en circunstancias excepcionales, como en la revolución americana, el liberalismo ha sido una empresa genuinamente romántica. Por tanto, el estatismo juega con ventaja, parece conectar mejor con las aspiraciones románticas de la gente. Una opción es redefinir el conflicto ideológico de un modo tal que la defensa de la libertad sea percibida como una lucha épica contra un enemigo opresor y no como una mera disputa académica. Otra opción es recurrir a la crítica racional y a la persuasión, o refutar los prejuicios con ejemplos. Que la gente sea proclive al romanticismo político no quiere decir que no pueda superarlo si ve que implica un error intelectual.
Por otro lado, Klein sostiene que la prosperidad y los avances en la comunicación y el transporte que el mercado ha introducido están minando los cimientos del romance de la gente. Ya no estamos vinculados a un solo grupo, que monopoliza nuestro sentimiento de pertenencia. Nuestra experiencia común disminuye, tenemos varios puntos focales y experimentamos estructuras menos jerarquizadas y más espontáneas o en forma de red. Esta dislocación no ocurre solo con respecto a la experiencia, también ocurre con respecto a la interpretación de la realidad social. La cultura política oficial está perdiendo protagonismo. La gente recurre a internet, a programas de radio o a la televisión por cable para obtener la interpretación que quiere. El intento de hacer del Estado un proyecto colectivo romántico es recibido con creciente escepticismo, y eso también juega a favor de la causa liberal.
¿Pero qué acciones concretas debe desempeñar el movimiento liberal si quiere avanzar hacia una sociedad sin Estado? Friedman evita dar una respuesta específica y unívoca a esta pregunta, y traza una analogía sugerente: si el liberal rechaza los medios políticos (planificación central, jerarquía) para organizar la sociedad, quizás también debiera rechazar los medios políticos para intentar abolir la política. En este sentido, el movimiento liberal no debería estructurarse como las instituciones a las que intenta combatir, sino imitar las instituciones y empresas propias del mercado. Así, en esta división del trabajo en el seno del liberalismo, pueden convivir, cooperar e incluso competir entre sí distintas organizaciones y aproximaciones.
El Nóbel de economía James Buchanan, en su reseña de la obra de Friedman[13], anima al lector a plantearse alternativas radicales en una coyuntura en la que el Estado, pese a fallar persistentemente, no deja de crecer. Quizás el anarquismo de mercado merece ser tenido en cuenta después de todo. Buchanan, que de hecho se declara filosóficamente anarquista aunque crea que en la práctica no sería un sistema viable, hace un último paralelismo que podría contentar a anarquistas y a minarquistas por igual (¡o a ninguno de los dos!): si el Leviatán ha crecido a la sombra de la filosofía del Estado limitado, quizás solo en el contexto de una sociedad filosóficamente anarquista puede llegar a consumarse el Estado mínimo. La Maquinaria de la Libertad, en cualquier caso, nos muestra el horizonte de lo deseable y la dirección a seguir.
[1] «Do You Hate the State?», Murray Rothbard, The Libertarian Forum, Vol. 10, No. 7, Julio 1977.
[2] «Murray Rothbard on Me and Vice Versa», David Friedman, Ideas blog, 17/6/2011.
[3] Véase también su artículo «Comment on Brody: Redistribution Without Egalitarianism», Social Philosophy and Policy Journal, 1983, una original defensa lockeana del derecho de propiedad.
[4] «The Nature of Government», capítulo incluido en «The Virtue of Selfishness: A New Concept of Egoism», Ayn Rand, New American Library, 1964.
[5] «Rejoinder to David Friedman on the Economics of Anarchy», Tyler Cowen.
[6] «Networks, Law, and the Paradox of Cooperation», Bryan Caplan y Edward Stringham, The Review of Austrian Economics, 16:4, 309–326, 2003. Véase también la respuesta del propio Friedman, «Law as a Private Good: A Response to Tyler Cowen on the Economics of Anarchy», Economics and Philosophy, 10: 319–327, 1994.
[7] Friedman ha escrito profusamente sobre economía y derecho en otras obras y artículos. Por ejemplo, véase «Law’s Order: An Economic Account», Princeton University Press, Primavera 2000; y «Anarchy and Efficient Law», en «For and Against the State: New Philosophical Readings», editado por John T. Sanders y Jan Narveson, Rowman & Littlefield, 1996.
[8] «The State», Anthony the Jasay, Liberty Fund, 1998.
[9] «Private Creation and Enforcement of Law: A Historical Case,» David Friedman, Journal of Legal Studies, Vol. 8, Marzo 1979, p. 400.
[10] «An American Experiment in Anarcho-Capitalism: The Not So Wild, Wild West,» Terry L. Anderson y P. J. Hill, Journal of Libertarian Studies, Vol. 3, p. 9-29, 1979.
[11] «Justicia sin Estado», Bruce Benson, Unión Editorial, 2000. Benson menciona varios ejemplos históricos más de ley privada.
[12] «The People’s Romance. Why People Love Government (as Much as They Do)», Daniel B. Klein, The Independent Review, v. X, n. 1, verano 2005.
[13] «Review of The Machinery of Freedom», James Buchanan, Journal of Economic Literature XII, 3 (septiembre 1974), p. 914-915.
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