Prólogo a la edición española, por Albert Esplugas
Prólogo a la edición española de Milagros del sector privado y crímenes del sector público, de Jeffrey Tucker, publicada por Unión Editorial (disponible aquí).
Su inconfundible pajarita lo delata como rothbardiano. Jeffrey Tucker comparte con Mr. Libertarian su fascinación por los milagros del capitalismo y su aversión a los crímenes de lo público. Austríaco de filiación, periodista y editor de profesión, Tucker es un narrador de anécdotas convertidas en parábolas. Compara el presente y el pasado aludiendo a sus dibujos animados preferidos, los Supersónicos, infinitamente más evolucionados que los Picapiedra. Desarrolla el concepto de la escasez, y su paulatina remisión en el mundo, hablándonos de un amigo de la antigua URSS que coleccionaba tantos objetos como podía. Ilustra la futilidad de la autosuficiencia desgranando el complejísimo y descentralizado proceso de elaboración de un «helado casero». Se deshace en elogios por el McCafé, ejemplo de universalización comercial de los referentes de las élites.
Tucker quiere llamar la atención sobre la abundancia que nos rodea y el orden social que la ha hecho posible. La damos por descontada, y no deberíamos, porque nuestros padres y abuelos no disfrutaron de ella. No es una mera cuestión de renta per cápita, la riqueza no se mide solo en términos monetarios. Hágase el lector la siguiente reflexión: repase su día a día y todo lo que le rodea, y pregúntese si viajaría atrás en el tiempo, aun a cambio de un salario más alto.
Innumerables medicamentos y tratamientos prolongan y mejoran hoy nuestra vida. La ortopedia y la robótica han ampliado la autonomía de discapacitados y abuelos. Encontramos a nuestro match en Meetic, tenemos hijos aunque seamos estériles, practicamos sexo seguro con anticonceptivos, y acudimos al sexshop para satisfacer fantasías. Hacemos máquinas y deportes de aventura. Seguimos la ruta que nos marca el GPS, enviamos un paquete urgente con FedEx, imprimimos documentos en casa, ponemos la calefacción o el aire acondicionado, pagamos el periódico con una tarjeta contactless y sacamos efectivo de un cajero en cualquier esquina del mundo. Volamos lowcost a otras capitales europeas, nos desplazamos con una bicicleta plegable y alquilamos coches con dirección asistida, airbags, cambio automático, bluetooth y encendido ecológico. Hacemos el pedido del supermercado con un click, compramos libros de segunda mano en Amazon, subastamos en eBay, escribimos blogs, descargamos series, chateamos por Whatsapp, hacemos videoconferencias intercontinentales por Skype, guardamos nuestro trabajo en la nube, le pedimos a Siri que nos despierte a las siete, leemos prensa internacional, planificamos viajes con Kayak y Tripadvisor, reservamos cenas con descuento en El Tenedor, regalamos Smartbox, buscamos en Google y aprendemos en Wikipedia. Accedemos a cientos de canales de televisión, nacionales y extranjeros, de deportes, entretenimiento, historia, naturaleza, cocina, viajes, arte, ciencia, de cine clásico y de cine de autor, con subtítulos o en otros idiomas. Escogemos entre alimentos orgánicos, sin grasas, sin gluten, con vitaminas añadidas, con envase reciclable, para vegetarianos, para diabéticos y para nuestra mascota. Preparamos comida en un minuto al microondas, cenamos en un restaurante de fusión en un piso 40, nos llevamos sushi take-away y nos traen pizzas a casa. Asistimos a una cata de vinos, a un curso de pastelería o a clases de salsa. Vamos a un concierto, a la discoteca, a la bolera, a un parque de atracciones o al IMAX. Formamos un club de fans o montamos una asociación de frikis. Nos titulamos por internet, nos anunciamos en InfoJobs o Linkedin, financiamos nuestra empresa con crowdfunding o business angels, invertimos en una ETF o en fondos value, y donamos dinero a las ONG más eficientes según GiveWell. La oferta de que disponemos para divertirnos, aprender, experimentar, ejercitar, relacionarnos, ayudar y crecer intelectualmente no tiene parangón en la historia. Si echásemos la vista atrás nos daríamos cuenta de que Luis XIV tenía menos lujos que el ciudadano medio en la sociedad contemporánea.
El presente volumen es una compilación de artículos sobre las bondades del mercado y los perjuicios del Estado partiendo de la base de que las primeras las damos por descontadas. No es solo que no apreciemos los frutos del capitalismo, es que a menudo ni siquiera los reconocemos como tales. «La mano» del mercado es, a la postre, invisible, y el peligro inherente a esa invisibilidad es que atribuyamos su éxito a otras causas y acabemos sacrificando a la gallina de los huevos de oro.
El proceso de mercado es invisible a nuestros ojos porque es un proceso de coordinación indirecta, que no está teledirigido desde arriba. Los individuos interactúan persiguiendo su propio interés, y al hacerlo generan una constelación de intercambios voluntarios que beneficia a todas las partes. Como señalaba Adam Smith al acuñar el concepto de «mano invisible», no compramos al carnicero para hacerle un favor ni él nos vende su carne por caridad, y no obstante el resultado de este intercambio interesado es que ambos salimos beneficiados. Indirectamente, al perseguir nuestro interés, beneficiamos a los demás. Ésta es la gran enseñanza del liberalismo clásico y que Tucker traslada al ámbito moderno y hasta sus últimas consecuencias.
Pero mucha gente no juzga las acciones por sus resultados sino por sus intenciones. Y el ánimo de lucro, la intención de enriquecerse, acarrea un estigma social que condena al mercado antes de que el juez pueda oír sus argumentos. El Gobierno, en cambio, está cargado de buenas intenciones. Los políticos prometen, la constitución garantiza, y el Estado transmite la imagen de un proyecto épico colectivo con la misión expresa de hacer una sociedad mejor. Da igual que el resultado sea todo lo contrario.
El mercado no cuenta con ninguna misión expresa con la que impresionar a las masas. No es una organización jerárquica intencional que declare luchar por una sociedad próspera y armoniosa. Por mucho que algunos quieran dotarlo de personalidad propia, el mercado no es más que un nombre para designar a millones de personas y asociaciones voluntarias que cooperan entre sí para conseguir sus respectivos fines. Éste es el corolario del mercado que a Tucker no deja de maravillarle: que el progreso y la armonía social surjan de un proceso de interacción descentralizado que coordina a cientos de millones de personas sin que nadie desde arriba lo dirija ni nadie desde abajo actúe con el propósito de hacer una sociedad mejor.
Tucker no ve fallos de mercado, sino oportunidades de negocio. Es obvio que el mercado no es «perfecto» si por perfecto entendemos que se ajusta en todo momento y lugar a las expectativas de las personas. Vemos ineficiencias por doquier: aquí hay una necesidad desatendida, allí hay una empresa que sobrevive pese a ofrecer un penoso servicio. Pero cada «fallo de mercado» o ineficiencia desde una perspectiva estática es una oportunidad de negocio desde una perspectiva dinámica. En otras palabras, si algo no funciona hoy, alguien puede hacerse rico arreglándolo mañana. Cualquier demanda insatisfecha es una oportunidad de ganar dinero para quien encuentre la forma de satisfacerla, lo que sugiere que no va a permanecer desatendida mucho tiempo. El mercado, pues, no es nunca eficiente desde un punto de vista estático, solo lo es desde un punto de vista dinámico. Es decir, tiende a la eficiencia a medio y largo plazo, instituyendo incentivos económicos y el test de la rentabilidad para descubrir y corregir ineficiencias conforme transcurre el tiempo. El Estado, sin incentivos económicos ni test de la rentabilidad, ni tiende a la eficiencia ni se le espera. Así, el hecho de que haya una necesidad desatendida o una empresa que ofrezca un pésimo servicio no debería llevarnos a concluir que el Estado «tiene que hacer algo» de inmediato, como si además supiera cómo hacerlo. Más bien debería inspirarnos reflexiones como «un poco de paciencia, seguro que alguien encuentra una solución y se hace rico», o «esta empresa durará poco, la competencia la barrerá», o «si nadie está satisfaciendo esa demanda a lo mejor es que no es tan acuciante como parece y hacerlo implica despilfarrar recursos».
Tucker no teme recurrir a la expresión «que se encargue el mercado». Como afirma el economista Donald Boudreaux, es una regla sencilla para un mundo complejo. Al contrario que la expresión «ya se encargará el Estado», no es una respuesta dogmática ni simplista. Es una regla que encapsula en pocas palabras un elaborado planteamiento teórico con una buena dosis de humildad intelectual. Cuando decimos «que se encargue el mercado» estamos reconociendo los límites de nuestro conocimiento y depositando nuestra confianza en la creatividad de millones de personas que arriesgan su fortuna y su reputación en un proceso descentralizado que premia a los que aportan soluciones y castiga a los que malgastan recursos. Estamos confiando en un proceso que se va autocorrigiendo con el paso del tiempo y que estimula el progreso: cada individuo puede contribuir con sus propias ideas, las ideas compiten entre sí, las mejores ideas son imitadas y triunfan, y las peores van quedando relegadas.
Cuando decimos «que se encargue el Estado», por el contario, estamos depositando nuestra confianza en un grupo de políticos y funcionarios que actúa en un marco completamente distinto. Los burócratas responden ante los electores que votan cada cuatro años, no ante consumidores que votan cada día cuando compran o se abstienen de comprar. En el mercado podemos cambiar de proveedor de internet o de compañía de gas con una llamada. Si queremos cambiar de policía, tener una justicia más eficiente o pagar menos impuestos por los servicios públicos, tenemos que hacer las maletas y mudarnos a otro Estado (donde probablemente encontremos similares carencias). Los burócratas no arriesgan sus propios recursos sino los de los contribuyentes, la irresponsabilidad y la ineficacia les sale gratis. Los burócratas no permiten la competencia de ideas, imponen su «solución» a todos uniformemente, y como actúan al margen del mercado no son premiados con beneficios cuando sus ideas sirven a la gente, ni castigados con pérdidas cuando despilfarran recursos. La expresión «que se encargue el Estado» no encierra ningún significado más profundo, se supone que el Estado dará con una solución simplemente porque dice tener la intención de encontrarla, aunque no tenga los incentivos ni pueda recurrir al test de la rentabilidad para hacerlo. Eso sí es un acto de fe.
Jeffrey Tucker invita al lector a valorar los milagros cotidianos del capitalismo y a desprenderse del Estado cuando haya alternativas de mercado. Es más sano preocuparse de las «trivialidades» de tu día a día que de la política nacional. Quizás así, por la vía de la indiferencia, el Estado sea cada vez más irrelevante.
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