Las migraciones son un fenómeno tan antiguo como la humanidad, hasta tal punto que se podría afirmar que forman parte de la propia naturaleza humana. Desde siempre, el hombre se ha desplazado en un afán de mejorar su vida, ya sea en grupos ya sea de manera individual. De hecho, en el ser humano era nómada en los primeros estadios de su desarrollo, lo que supone quizá el grado máximo del migrante al suponer un constante cambio geográfico a lo largo de la vida de una persona. En la mayor parte de los casos los motivos han sido y son económicos, pero no siempre es así. También ha habido y hay quien cambia de país de residencia en el afán de conseguir un nuevo hogar donde poder desarrollarse según sus propios valores o donde gozar de un mayor respeto a sus derechos.
En la actualidad el fenómeno migratorio ha alcanzado unos niveles en números absolutos mayores que en ninguna otra época. Los motivos son diversos. Nunca antes habían habitado tantos seres humanos sobre la tierra, lo que aumenta la cantidad de potenciales migrantes. Los medios de transportes son más veloces, cómodos y baratos que en cualquier momento del pasado. Si hace tan sólo un siglo cruzar de Europa a América (la ruta entonces habitual) suponía semanas de travesía en barcos mal acondicionados y con billetes caros, hoy en día el viaje en sentido contrario implica tan sólo unas horas de vuelo en cómodos y modernos aviones y a un precio proporcionalmente inferior al que pagaban españoles, alemanes, italianos o irlandeses por llegar a Argentina o Estados Unidos. Hay excepciones, no obstante, a esta norma de «más barato, corto y cómodo», sobre todo en lo que se refiere a los africanos.
Otro motivo que conduce al incremento de la inmigración es la diferencia de niveles de vida entre países, tal vez mayor que nunca antes en la historia, lo que supone un incentivo para emigrar. Esto no se debe al lugar común de que «los pobres son cada vez más pobres». No hay unos niveles de miseria que no haya conocido la humanidad en el pasado. Sin embargo, en amplias regiones del mundo (Norteamérica, Europa occidental y Sudeste Asiático, sobre todo) la mejoría ha sido mayor que en el resto del mundo y la diferencia se ha incrementado.
Y es este mundo rico el que trata de poner coto a la inmigración, al tiempo que la incentiva. Los gobiernos de los estados más desarrollados invierten cada vez mayores cantidades de dinero (procedente de los impuestos que pagan los ciudadanos) en sistemas que tratan de impedir la entrada de personas procedentes de otros países. Imponen asimismo visados para disminuir la cantidad de hombres y mujeres que cruzan legalmente las fronteras como turistas para después pasar a la categoría de irregulares o establecen moratorias como la que impide a rumanos y búlgaros establecerse en los demás países de la Unión Europea en igualdad de condiciones con el resto de los ciudadanos europeos.
Sin embargo, nada de esto logra frenar la inmigración. El motivo es que los mismos estados que ponen todas estas trabas son los que no cejan en su empeño de frenar el crecimiento económico de los países de origen de los inmigrantes. En un intento de proteger la «propia» industria y la agricultura, los gobiernos de la Unión Europea, Estados Unidos y otros países subvencionan al campo, así como otros bienes y servicios producidos dentro de sus fronteras, al tiempo que a la producción externa le imponen altísimos aranceles. Esto no sólo obliga a los locales pagar precios artificialmente elevados (lo que supone un freno a la economía de estos lugares), sino que además impide que se enriquezca el resto del mundo. Quien no puede vender su producción a otros, con independencia de que estos estén a cientos o miles de kilómetros, termina por no mejorar su nivel de vida o incluso se empobrece más. Y ante esta tesitura la emigración se transforma en la vía más factible de mejorar la situación personal.
Por muchas trabas que se traten de poner o por muy alto que llegue a ser el nivel de vida en todo el mundo, siempre habrá migraciones y es un fenómeno que no para de crecer. La única política realista para que estos flujos se reduzcan es el desarrollo de los países de origen, y este ha de llegar por el libre comercio. Mientras los países ricos se nieguen a permitir que las naranjas o los coches nuevos crucen las fronteras, quienes las pasarán legal o ilegalmente serán las personas. Y se trata de algo legítimo.
Es necesario, por tanto, poner fin a las trabas al comercio entre países. Los gobiernos de los países más desarrollados deben dejar de impedir que sus ciudadanos adquieran libremente bienes y servicios procedentes de las regiones del mundo más pobres. Si lo hacen, las personas de viven en ellas se enriquecerán y la emigración perderá gran parte de su atractivo para muchos. Bajarán los flujos migratorios y las fronteras podrán estar como debería ser su situación: abiertas para todo el que las quiera cruzar con el fin de hacer turismo, estudiar o quedarse a vivir. Desaparecería así la irregularidad y los cruces ilegales, que ponen en manos de mafias a miles de personas que tan sólo buscan una legítima mejora de su vida.
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