Skip to content

Tu casa, mis reglas

Compartir

Compartir en facebook
Compartir en linkedin
Compartir en twitter
Compartir en pinterest
Compartir en email

Vamos a celebrar una fiesta en nuestra casa, ¿cómo reaccionaríamos si nos obligaran a componer una lista de invitados multicultural o a adaptar las escaleras para los minusválidos? Estamos fumando en nuestra casa, ¿cómo reaccionaríamos si un comensal nos mandara apagar el cigarrillo o exigiera que nos fuéramos a fumar a la terraza?

Incluso algunos apologistas del intrusismo estatal más extremo se escandalizarían ante semejantes propuestas, y sin embargo eso es exactamente lo que ocurre cuando se impide al empresario contratar a individuos en función de su país de origen o su condición sexual, cuando se obliga a los bares y restaurantes a habilitar un espacio para los no-fumadores o cuando se exige que todos los cines dispongan de acceso para minusválidos. La propiedad no es menos privada por el hecho de que vendas en ella un producto o cobres la estancia a los huéspedes, y la discriminación es inherente a la acción humana, pues al elegir siempre discriminamos entre alternativas. La arbitrariedad de estas medidas queda de manifiesto si advertimos que el empresario de un local no puede discriminar a sus clientes, ¡pero los clientes sí pueden discriminar al empresario! Pueden frecuentar una tienda y no otra por los motivos más peregrinos, renunciar a trabajar para un católico por ser musulmanes, regentar un bar donde no hay inmigrantes o no ir a un pub porque su dueño es homosexual. Por otro lado, ¿por qué en un restaurante no pueden discriminar a los no-fumadores (negándoles un espacio exclusivo) y en cambio sí puede discriminar a los vegetarianos (no incluyendo verduras en el menú)?

A cada individuo corresponde determinar con quién desea relacionarse o mantener tratos comerciales, independientemente de los motivos que subyazcan tras esa elección. Es un asunto moral que compete a la persona, no a la ley. Así en el ámbito mercantil el propietario de un negocio tiene derecho a fijar sus criterios de contratación y admisión, que el trabajador y el consumidor son libres de aceptar o rechazar.

Ahora bien, la discriminación por motivaciones meramente racistas o sexistas tiene un precio en el mercado libre: empresarios con más afán de lucro que prejuicios contratarán a aquellos individuos productivos que están siendo excluidos, obteniendo resultados más óptimos que los otros empresarios, que serán entonces desplazados del mercado. Igualmente los empresarios que sólo acepten euros de los consumidores de raza blanca serán relegados por los empresarios que acepten euros de cualquier cliente. Por la misma razón es fútil obligar a los centros comerciales a instalar ascensores y rampas, pues si los consumidores que los necesitan reportan ingresos mayores que el coste de su construcción y mantenimiento, aquellos serán los primeros interesados en ofrecerlo.

Cabe añadir que las regulaciones de índole antidiscriminatoria, lo mismo que las atinentes a la seguridad y la salubridad laboral, suponen un coste para el empresario, que redunda en perjuicio del trabajador. La Americans With Disabilities Act en Estados Unidos, por ejemplo, obliga a los empresarios a ensanchar puertas y cambiar pomos, construir rampas y lavabos especiales, facilitar plazas de parking… Resultado: los empresarios son más reticentes a contratar minusválidos y la tasa de desempleo de éstos ha aumentado en la última década.

Es preciso apuntar también que la integración forzosa no favorece a los discriminados, antes al contrario, pues son vistos como beneficiarios de privilegios estatales y son juzgados más duramente por algunos. No es posible suprimir los sentimientos y cambiar la actitud de las personas por decreto. Por otro lado, en palabras del minusválido anti-estatista Greg Perry: “la asistencia social induce a la gente a mostrar apatía hacia aquellos que necesitan ser ayudados. Ya no hace falta que la gente respete o exprese simpatía por los minusválidos porque el gobierno se ocupa de la compasión.”

El Estado se arroga el derecho a dictar normas sobre la propiedad ajena. Es oportuno remitirle al dicho inglés que reza “my home is my castle” y hacerle saber que en nuestra casa sólo a nosotros corresponde poner las reglas.

Aún no hay comentarios, ¡añada su voz abajo!


Añadir un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Más artículos