Ron Paul, el congresista que revolucionó las bases liberales del GOP con su campaña a principios de año, hubiera sido mi favorito de haberse presentado. Los otros dos candidatos anti-estatistas no convencían por distintas razones: Baldwin por el fondo social-conservador y bíblico de su discurso, Barr por poner su ego por encima de la causa liberal.
Elegir entre Obama y McCain era elegir entre dos males, lo que no tengo claro es cuál es el menor de ellos. Me inclino por Obama como mal menor, no por su vacía retórica del cambio (en su caso, mejor que esté vacía), sino porque su política exterior promete ser un poco menos intervencionista, algo que Estados Unidos necesita para reconstruir su maltrecha imagen y mitigar la hostilidad islamista, caldo de cultivo de terroristas. Pero Obama, sobre todo en el terreno económico, es tan liberticida que no consuela pensar que puede hacerlo algo mejor que McCain. A veces ante la tesitura de elegir entre un mal mayor y un mal menor es importante no elegir a ninguno.
Dicen que votar es un deber cívico. Si no votas la gente te mira mal, estás despreciando el derecho a participar en la elección de tu Gobierno, un privilegio ganado tras siglos de lucha contra la desigualdad y la sumisión. Más aún, si no votas estás dando tu visto bueno a quienquiera que sea el ganador. Abstenerse es conformarse, si quieres cambiar las cosas, haz algo. O sea, vota.
Pero yo parto de una premisa distinta, que me lleva a la conclusión opuesta. El sistema político es inherentemente injusto, lo que se dirime en unas elecciones es quién va a obtener el poder de expoliar la riqueza y regular la vida de todos los ciudadanos, un poder que nadie debería ostentar en primer lugar. No estamos hablando de tres amigos decidiendo por mayoría qué película van a ver, sino de dos lobos y una oveja decidiendo qué hay para cenar. Frustrados por el statu quo, la tentación puede ser grande para votar al menos malo de los candidatos e intentar mejorar las cosas cuanto antes. Pero ceder a este deseo corto-placista tiene un precio a largo plazo.
El Estado de Bienestar democrático extrae su legitimidad de la voluntad de la gente. El Estado solo puede detentar un poder tan grande si una masa significativa de la población aprueba la idea de que un grupo de personas coaccione a todas las demás. Cuando votamos en una elección estamos implícitamente apoyando el proceso por el cual unos individuos llegan a tener un poder intolerable sobre el conjunto de la sociedad. Aunque nuestra motivación sea reducir ese poder, el mero hecho de participar en el sistema reconforta al Estado. De poco sirve que hayamos votado –tapándonos la nariz– al menos malo. El candidato ganador exhibirá triunfalmente su mayoría, sin distinguir entre votantes convencidos y votantes resignados. Y a los que hayan votado al perdedor les dirá que no se quejen, pues ya conocían las reglas del juego antes de jugar.
El Gobierno y sus valedores no pueden, sin embargo, acusar de complicidad a los que se abstienen. La abstención, si es lo bastante generalizada, pone en tela de juicio la legitimidad y la solidez del sistema, activa las alarmas de los políticos, modera sus ambiciones, hace que la gente desconfíe de la democracia y empiece a hacerse preguntas. Incluso cuando es puro pasotismo, la abstención envía el mensaje de que no nos tomamos al Gobierno tan en serio como ellos querrían. Tenemos cosas más importantes que hacer el día de las elecciones que ir a votar a dos sátrapas que sólo discrepan en cómo redistribuir el botín de la sociedad.
En determinadas circunstancias puede que el mensaje anti-sistema más efectivo sea un voto a un candidato genuinamente anti-sistema, o que la situación sea tan dramática que no podamos permitirnos el lujo de ser tan puristas. Pero en circunstancias normales, cuando la elección es entre dos males similarmente odiosos, el deber cívico es abstener y dar la espalda al sistema. Si quieren ejercer una autoridad abusiva sobre nosotros que lo hagan, pero que no nos utilicen como coartada, que sepan que no les concedemos ese derecho.
Por desgracia, la abstención no ha sido el ganador en las elecciones americanas. De hecho se han batido récords de participación. Es una pena, porque los republicanos merecían perder, después de 8 años de despilfarro y aventurismo militar, y los demócratas no merecían ganar, por sus ansias de engrandecer el Estado del Bienestar. La abstención daba a cada uno lo que se merecía.