Los eurócratas tienen la fea costumbre de querer dirigir hasta el mínimo detalle la vida de los ciudadanos. Aunque la mayor parte de los millones de ciudadanos sometidos a los caprichos de esos señores no lo sepamos, en los despachos y pasillos y salones de las costosas instituciones de la UE se llegan a regular cosas como las medidas que puede tener el gallinero que alguien se construya en su granja del pueblecito burgalés de Incinillas, a las afueras de la eslovaca Šahy, o en cualquier otro lugar de los Veintisiete.
Encuentran siempre, eso sí, excusas para sus intromisiones en nuestra vida. En el caso de los gallineros, del que supimos gracias al gran conocimiento sobre la UE que tiene Emilio J. González, suponemos que será el bienestar de esos animales que nos proporcionan huevos para hacer nuestras tortillas. En el de los MP3 acuden a la salud auditiva de los ciudadanos. Sin embargo, los motivos reales son muy diferentes. Por una parte, entre los políticos del Viejo Continente está muy extendida la idea de que los ciudadanos necesitamos ser guiados por ellos, aunque no haya prueba alguna que confirme que están dotados de una especial clarividencia para comprender las necesidades del resto de la humanidad. Por otra parte está la imperante necesidad de todo aparato político-burocrático de justificarse a sí mismo, que en el caso de la Eurocracia llega a extremos casi imposibles de igualar.
Los Estados y organismos como la UE comenzaron a inmiscuirse en la vida de los ciudadanos con la excusa de protegerles de terceros (para lo que les ayudó a limitar la capacidad de autodefensa de los individuos a través de todo tipo de prohibiciones). Pero hace tiempo que dieron, producto del doble síndrome de prepotencia y necesidad de autojustificación, un salto cualitativo tremendo. Pretenden proteger a las personas de sí mismas, aunque éstas no se lo pidan. Y aquí entra la pretensión de regular el volumen de los MP3. Los eurócratas han decidido que los habitantes de los Veintisiete dañan su salud auditiva por escuchar música demasiado alta y, por lo tanto, gastarán millones de euros en implementar alguna norma que impida que esos aparatos alcancen un volumen que ellos no consideran adecuado para "nuestro bien".
Si los fabricantes de MP3 quieren hacerlo por cuenta propia no hay problema, los consumidores decidirán si compran todos los productos o no. Pero los políticos y burócratas (sean locales, regionales, nacionales o europeos) deberían quedar fuera de esto. Tampoco sirve la pretensión de la organización de fabricantes Digital Europe de que se alcance una norma a nivel global que imponga estándares en todo el mundo. Si las empresas quieren ponerse de acuerdo, perfecto, pero que no pretendan que los Gobiernos se gasten el dinero de los ciudadanos en algo que tan sólo les corresponde a ellos.