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Nadie le dijo a Pablo Iglesias que primero es el poder y después la dacha

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Suele decirse aquello de “que hablen de nosotros, aunque sea mal”. Lo han conseguido, muy a su pesar.

Navata es un pequeño pueblo del Alto Ampurdán, en la provincia de Gerona. Forma parte de esa Cataluña profunda que los bromistas, o no tanto, de Tabarnia han bautizado como Tractoria. Con poco más de 1.000 habitantes, el pleno municipal está formado por seis concejales de Junts Per Catalunya y tres de una colación liderada por Esquerra Republicana de Catalunya. Pero esa localidad es poco conocida fuera de las tierras en las que Carles Puigdemont y Quim Torra sueñan con instaurar una república. Basta con poner el artículo “la” delante del nombre de ese municipio para que estemos hablando de un lugar mucho más famoso: el nuevo hogar de Pablo Iglesias Irene Montero.

La Navata es una zona madrileña, “mesetaria” en términos del supremacismo catalán, que se ha hecho famosa en toda España por obra y gracia de los políticos de Podemos. Fuera de los límites de la Comunidad de Madrid no eran muchos los que podían situar en el mapa ese área residencial llena de casoplones del término municipal de Galapagar. Ahora es distinto. No queda español que no haya hablado en los últimos días sobre el pueblo en el que la pareja político-sentimental más famosa del país ha planeado que sus retoños crezcan respirando el fresco aire de los bosques serranos y a salvo de paparazzi.

El líder de Podemos y su portavoz parlamentaria decidieron escapar del Madrid de Manuela Carmena, del populoso barrio de Vallecas, para irse a un Galapagar gobernado por el PP. Su alcalde ahora presume de que muchos eligen el pueblo porque en él se vive bien y, además, los impuestos municipales son bajos. Daniel Pérez, que es como se llama el edil galapagueño, ha vivido así su momento de gloria. Lo que Mariano Rajoy no da, Pablo Iglesias sí lo presta.

La desgracia del secretario general de Podemos es que Vladimir Lenin no se le haya aparecido en sueños para darle un consejo cuando ya han pasado más de 100 años de la Revolución de Octubre. El padre de la URSS le podría haber advertido: “Primero el poder y después la dacha”. El orden de los factores en este caso sí altera al producto.

Es raro encontrar un líder populista o comunista que no haya caído en la tentación de irse a vivir a una zona de viviendas lujosas después de haber atacado a los ricos y haberse proclamado representante de los pobres o la gente corriente (Ver más: Pablo Iglesias cae en la tentación burguesa como antes hicieron comunistas y chavistas). La diferencia con Iglesias y Montero es que aquellos suelen hacerlo después de haber tomado el poder y haber instaurado un régimen a su medida.

Sólo así pueden evitar el escarnio público al que se ve sometida la afamada pareja que lidera Podemos. Pablo Iglesias ha lamentado que ya no puede moverse en transporte público. Debería hacerlo. En el Metro y los autobuses de Madrid no es raro escuchar alguna conversación sobre su nuevo chalet. En ocasiones son muestras de indignación de jóvenes con aspecto de votar a la formación morada. “Se han vuelto casta”, “al final son como todos”, “el que decía que se quedaría a vivir siempre en Vallecas”… Son frases que, a vuelapluma, puede oír cualquier viajero. Pero lo más común es el jolgorio, las bromas, el más puro cachondeo hispánico.

Alguien decía que lo peor que le puede ocurrir a un político español es que los ciudadanos se rían de él. Que sobreviven a los insultos, pero no a los chistes. Si eso se confirma, Iglesias y Montero están condenados. Y lo peor para ellos es que el cachondeo es transversal. Las chanzas no saben de ideología en este caso, y vuelan desde las filas de Podemos hasta el más leal votante del PP. Incluso entre aquellos que no suelen hablar de política. Circula por las redes sociales y los grupos de WhatsApp un meme que muestra a la Princesa de Asturias y su hermana diciendo a Felipe VI: “Papá, ¿podemos ir a bañarnos a la piscina de la casa de Pablo Iglesias?”. Bromas como esta abundan, en lo virtual y en todo tipo de conversaciones.

Planes para todos los gustos en el chalet

Daniel, un joven canario afincado en Madrid, ya le han propuesto sus amigos ir a hacer una barbacoa al jardín del chalet. Otros grupos quieren ir de botellón (beber alcohol al aire libre), tal vez en la zona zen de la finca. No faltan incluso quienes proponen que los nuevos vecinos de Galapagar den cobijo en su casa a unos cuantos refugiados. Cualquier plan es bueno para unos ciudadanos que han tomado el gusto a esto de reírse de quienes decían que llegaban para imponer una nueva moral a la política.

Pero no sólo hay enfado y bromas. No hay español que ahora no sea experto, o hable como si lo fuera, en hipotecas y el mercado inmobiliario. Dos cajeros del supermercado comentaban alegremente el otro día, mientras cobraban a los clientes, el precio medio de las viviendas unifamiliares en la sierra de Madrid. Se ha visto a señoras esperando el autobús y comentando los tipos de interés más habituales que ofrecen los bancos a quienes piden un préstamo para comprar una casa. Y no falta quienes comentan la decoración de un chalet ya tan famoso como fue en su día Villa Meona, la casa con 14 cuartos de baño en la que vivió desde 1992 el matrimonio formado por Isabel Preysler y el exministro socialista Miguel Boyer.

Pocas viviendas son ahora más famosas que la dacha de Galapagar. Estos días se habla más de ella que de La Moncloa, donde vive el presidente del Gobierno, o La Zarzuela, residencia del Rey. La casa de Iglesias y Montero está en boca, y en los teclados de los móviles, de todos los españoles. Y va a seguir estándolo. Al menos hasta el martes, cuando haya finalizado el bolivariano referéndum convocado por el líder de Podemos para que los afiliados al partido le digan que no tiene nada de malo que se haya comprado el casoplón.

Suele decirse aquello de “que hablen de nosotros, aunque sea mal”. Lo han conseguido, muy a su pesar.

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