La deuda estatal: impuestos, narrativa y servidumbre

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El pasado junio de este año Carlos Alcaraz se alzaba con el título de la última edición de Roland Garros. Un hito que, a su corta edad, lo reafirma como uno de los grandes tenistas de nuestro tiempo. La fiesta se prometía inolvidable para él y sus seguidores si no hubiera sido por la aparición estelar del Gobierno y la Hacienda española. Carlos Alcaraz se embolsará un premio de dos millones y medio de euros, de los cuales más de un millón irá a parar a las arcas públicas españolas.

Y hasta aquí, pues lo normal del expolio legalizado que el Estado justifica para que podamos disfrutar de las migajas que nos venden como servicio público. Pero lo más llamativo fue lo que ocurrió tras conocerse esto. Las redes se llenaron de mensajes que comentaban el hachazo fiscal; algunos lo defendían y otros lo condenaban. Fue entonces cuando nuestro flamante ministro de Transportes se animó de forma totalmente desacomplejada a escribir esto en la red social X:

«Ayer los “españoles de bien” estábamos doblemente contentos. Uno, por ver a ese prodigio del tenis hacer lo que parecía imposible. ¡Qué alegría!. Dos, por ver que 1,18 M € de dinero francés, vendrán a España para nuestra sanidad y nuestra educación y el resto a un español, que lo empleará como considere oportuno.»

De nuevo, no importa tamaña acción extractiva, pues toda se justifica con el ya famoso “hospitales y carreteras”. Y, como siempre, los vigilantes y garantes del camino del buen ciudadano salieron a defender a papá Estado. Figuras del malasañismo bohemio moderno y demás figuras del escaparate público se apuntaban un tanto moral con la verborrea sentimentalista barata. ‘Poco me parece’ se llegaba a afirmar. Ya no es sólo la desvergüenza con la que nuestros gobernantes hacen gala del robo al que nos someten, sino que gran parte de la población sufre tal síndrome de Estocolmo, que legitiman al Estado a calzón quitado.

Como ya dijera Bastiat: «Basta que la ley ordene y consagre la expoliación para que ésta parezca justa y sagrada a muchas conciencias.»

La construcción artificial de la deuda

Su vida, su talento y su riqueza no le pertenecen. Todo eso lo tiene usted gracias al Estado. Esta tramoya burocrática que, por su infinita benevolencia, le permite vivir cómodamente a cambio de un módico precio. Y es que, como si se tratase un secuestrador que recrimina la huída a su rehén, el Estado ha construido un relato alrededor de su falsa existencia que se sustenta en una idea tan engañosa como poderosa: que el Estado somos todos.

En palabras de Stanislav Andreski, conceptos como el universalismo han venido a sustituir la palabra impersonalidad. De modo que cuando la población se contenta con la idea de una sanidad universal, con lo que en realidad se conforma es con la impersonalidad del número, el registro que representa ante el Estado. Y lo más paradigmático es que la maquinaria extractiva enmascara esta realidad bajo el envoltorio amable y seductor de que “lo público” representa a toda la población.

Bajo esta premisa, no es de extrañar que cuando alguien cuestiona al Estado, el resto salga en estampida a defenderse. Porque si el Estado somos todos, atacar al Estado es atacarlos a ellos. Así, los que aplauden el robo fiscal a deportistas y demás figuras públicas, lo hacen convencidos de que todos hemos contraído una deuda con el sistema. Hemos firmado un contrato. Debemos saldar nuestra existencia con servidumbre incondicional. Y el que quiera salir o abandonar el sistema, es tachado inmediatamente como un insolidario que va en contra de TODOS.

Este relato no solo ha suplantado y absorbido la idea de Dios y el camino que todo buen creyente debe acometer. También pretende suplantar a la familia, a la comunidad y al proyecto vital del individuo. El individuo ya no contrae una deuda moral y ética con su proyecto de vida, los suyos, su comunidad, su cultura o su religión, sino con un ente abstracto que, a cada paso que gana, desmantela aún más el significado que estas redes de seguridad tienen para el individuo. El posmodernismo globalista y las políticas colectivistas no pretenden unirnos más. Al contrario, lo que se pretende es separarnos en categorías taxonómicas cada vez más específicas, cada vez más enfrentadas y, cada vez más fácilmente gestionables. Pero todas ellas, al final, sirven al mismo fin siniestro: convertir al individuo en una rémora del entramado burocrático. Una vuelta de tuerca a la tesis liberal que propone al individuo libre y autónomo como llave para una sociedad plena, pero que, en este caso, usa al sujeto como herramienta para apuntalar un sistema en el que el interés de todo individuo debe pasar por el interés del resto. La pormenorización de lo individual en categorías arbitrarias diseñadas para controlar de forma transversal los valores, la moral y la ética… la tan sonada interseccionalidad.

El ciudadano ejemplar ya no es el que cuida de los suyos, trabaja, se esfuerza y pretende aportar valor a la sociedad o comunidad en la que se desarrolla. El podio moral ahora se reserva a aquellos que celebran la nueva campaña de Hacienda; aquellos que rezan al Dios de la igualdad democrática en las nuevas iglesias ministeriales.

El chantaje como herramienta

Decía Cicerón que uno de los cimientos de la justicia es servir a la utilidad común. Y aunque el término utilidad común es algo, a mi juicio, vago y difuso –por no decir intercambiable e interpretable a voluntad–, si se acepta lo que proponen los hermeneutas de la democracia, el término se ha corrompido hasta la extenuación.

El relato del ciudadano que paga impuestos para el bien común, para saldar la deuda con la sociedad que, gracias a esos impuestos de todos, lo ha aupado, no es más que una excusa sofisticada para disfrazar la servidumbre hacia el “bien común” de unos pocos. La culpa por cuestionar a los burócratas y sus leyes. La culpa por querer marcharse buscando mejores condiciones… de hacer lo que va contra ese supuesto bien común. Todo es fabricado artificialmente para que los pelotilleros del régimen puedan esconder su mediocridad tras un muro de buenismo y de moral impoluta señalando a los disidentes.

Se crea así un escenario de perversión moral. La lucha contra la desigualdad y la injusticia se erigen como ideas muy potentes que sirven para enmascarar un halo de envidia y sospecha con el de al lado. Y que sea un ente superior el encargado de hacer desaparecer cualquier atisbo de desigualdad e injusticia apelando a la redistribución, elimina la responsabilidad propia, invitando a su vez, al señalamiento de quien quiera escapar de tal ‘contrato’. Si la retórica es que sea el Estado el encargado de la labor, todo aquel que no quiera contribuir, o cuestione la longitud de la factura, es sospechoso de poner en peligro la lucha contra la desigualdad y la injusticia.

De esta forma, el Estado asegura trabajos dignos, rentas dignas, viviendas dignas, etc. Y tras haberse casado con todas las desigualdades e injusticias que así se necesite, pasa que la realidad aflora: esa redistribución, al contar con tantos agentes y factores impredecibles que responden al orden espontáneo, se descubre imposible. Cada ley, cada decreto, provocan consecuencias inesperadas en sectores diferentes a los contemplados. Los más agraciados en rentas, al ser menos, a pesar de la mucha vocación igualitaria que tengan, no pueden igualar nada aún donando el total de su renta. El resto, la mayoría con menos renta, desarrollan una animadversión hacia los de arriba. ¡Esos ricos insolidarios no quieren contribuir! ¡Quieren destruir el Estado de bienestar! ¡El contrato social así lo dictamina! ¡Qué paguen los ricos!

Un chantaje emocional confeccionado por los más infames, y con la aquiescencia de los más mediocres, para crucificar al pobre diablo que tenga reticencias con el sistema. ¿Acaso usted no ha usado las carreteras, los hospitales y los colegios? ¿Qué clase de insolidario sería capaz de cuestionar que los pobres niños no tengan sanidad o educación? ¡Revísese! Expíe sus pecados y vuelva corriendo al ministerio más cercano a pedir perdón.

Con este clima, cualquier intento por desvincularse del sistema se convierte en una herejía. Y en paralelo, cualquier acto de virtuosismo figurado es aclamado. Por eso, las figuras públicas se visten de seres inmaculados ante el resto. Sumar puntos de buen ciudadano en una sociedad que se alimenta del aplauso fácil, y en la que las intenciones están por encima de los hechos, se vuelve obligación ante el escaparate. No importa cuánto pague o deje de pagar luego en impuestos tal o cual figura pública, lo que importa es apuntarse a la conga moralista. Afirmar lo mucho que se está a favor de pagar cuántos más impuestos mejor para luchar contra las desigualdades e injusticias. ¡Un ciudadano ejemplar!

Así es como se crea una lógica perversa. Los exitosos suplicando el perdón y la validación de los más desfavorecidos mediante el pago de tributos. Y los de abajo, esperando, agazapados, el momento de recriminar los retrasos en el pago. Mientras, el Estado, ya no necesita imponerse, pues los creyentes de la secta institucional ya se encargan de señalar a quien corresponda. Una jugada maestra.

La ruptura como obligación moral

No existe tal cosa como la deuda con el Estado. Usted no ha firmado ningún contrato vitalicio con un sistema diseñado para condenar a aquellos que dice proteger. Usted es un individuo libre y debería poder elegir el rumbo de su vida. Otra cosa muy diferente es que quienes controlan todos los aspectos de su existencia no se lo permitan. Sin embargo, debería poder alzar la voz ante los que le roban lo que es suyo. A rebelarse ante las cada vez más frecuentes injusticias que este grupo de burócratas sedientos de poder comete a diario. Y, en un contexto con moral y ética sanas, no debería ser señalado como desertor por los palmeros del Estado. Esos que, bajo el nombre de la solidaridad, justifican cualquier atropello al individuo.

En obras como Disquisición sobre el gobierno, de John C. Calhoun, la cosmovisión del Estado es, al menos, algo más honesta. Bajo la premisa de que el ser humano es un ser social, pero también más preocupado por lo que afecta a sí mismo que lo que afecta a los demás, Calhoun propone al Estado como ente regulador de las extralimitaciones de los individuos. Pero Calhoun, consciente de que ese mismo Estado está formado por individuos nada diferentes a los gobernados, también hace hincapié en la necesaria limitación a las actividades del gobierno. Una tesis que, aun tratándose de una obra con luces y sombras, no presenta al Estado como entidad solidaria de luz infinita. El problema que encuentro con las socialdemocracias actuales es la retórica buenista de la lucha contra la desigualdad. Esta ha acabado por desembocar en una falsa idea de solidaridad estatal basada en la coacción de unos para satisfacer a otros. Y una solidaridad basada en la coacción, no es solidaridad. Es servilismo.

Una sociedad más o menos libre –ya no digo sin Estado, ¡qué más quisiera!– no se construye con agradecidos que celebran las migajas que otro requisa a un tercero. Esos agradecidos no entienden que lo que el Estado ha robado a Carlos Alcaraz no supone un cambio sustancial en sus vidas. De donde proceden realmente esas migajas es del fruto del esfuerzo del grueso de secuestrados por el sistema. Esos que no levantan el mes cuando pasa el día diez. Agradecidos o no, toda esta retórica se sustenta en extraer una cantidad sustancial a cada ciudadano. Luego, una vez filtrada por las manos necesarias, una pequeña parte irá de vuelta en forma de servicios públicos y promesas vacías. Y cuando esos servicios públicos y promesas no den la talla, el dedo acusador se orientará hacia el chivo expiatorio: ese rico que quiere derruir el Estado de bienestar y el outsider que se cuestiona la calidad recibida por la cantidad extraída.

Y esto es lo que temen quienes se benefician de la riqueza ajena y luego reparten los restos. Que quienes la generan sean conscientes de la estafa, se levanten y alcen la voz. Por eso necesitan corromper la semántica de lo solidario y, aunque desprecien a quienes son capaces de generar riqueza y bienestar, los necesitan. Porque para convertir su envidia en cualquier política colectivista de turno, y que el resto la legitime bajo el prisma del bien común, necesitan culpables.

No se deje embaucar por los guardianes estatales de la moral colectiva.

Usted no le debe nada al Estado.

Adrián Ortiz
Author: Adrián Ortiz

"Adrián Ortiz es licenciado en Comunicación Audiovisual y cofundador, junto a Mario F. Castaño, de El Punto Ancap, un proyecto de pensamiento libertario que confronta las narrativas estatales desde la crítica cultural y la ética de la libertad."

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