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El lenguaje económico (VIII): Sobre lo público

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En el Derecho romano, res publica era todo aquello no privado (res privata). La propiedad privada puede ser individual o colectiva, pero cuando decimos que algo es público —sanidad, educación, seguridad— entendemos que su titular es un ente político y que su utilización está controlada por un gobierno y un cuerpo de funcionarios. Lo público es lo relativo a lo colectivo, pero también se identifica con todo aquello perteneciente al Estado, siendo esta última acepción es la que más nos interesa.

El término «público» está asociado al de «interés general». Ambos gozan de tan buena fama que todo así calificado queda automáticamente revestido de un halo de superioridad ética y jurídica. Sin embargo, no existe idea que presente un historial más criminal que esta falsa supremacía de lo público sobre lo privado, de lo general sobre lo particular y del Estado sobre el individuo. Basta con decir que algo es «público» —orden, salud, moral—, de «utilidad pública» o de «interés general» para justificar cualquier atropello a la libertad y a la propiedad del individuo. La propia Constitución española (Art. 128.1) es un buen ejemplo: «Toda la riqueza del país en sus distintas formas y sea cual fuere su titularidad está subordinada al interés general». La pandemia por Covid-19 ha sido el último gran episodio de abuso del poder político bajo el pretexto de la salud pública. En realidad, parafraseando a Randolph Bourne (2013), la pandemia «es la salud del Estado». Resulta, por tanto, del máximo interés desvestir lo público de su manto beatífico y exponer a las claras su auténtica naturaleza.  

Lo público no es de todos

El primer mito es creer que algo público es de todos. «Todos» es un término ambiguo, ¿quiénes son todos? Los estoicos imaginaron que toda la tierra, al comienzo (1), era común a todos los hombres y llamaron a esta condición communis possessio originaria. De aquí surgió el sofisma de creer, como San Ambrosio, que toda propiedad privada era fruto de la usurpación (Leoni, 2011: 70). Suponer que algo es de todos nos conduce a imaginarios absurdos, por ejemplo, nadie podría consumir bienes sin el permiso del «resto» de la humanidad.

La titularidad pública de un bien otorga al gobernante de turno y a ciertos funcionarios su control económico. Es la autoridad quien fija, en cada caso, el uso y disfrute del bien público. Por ejemplo, en un espacio público —calle, parque, playa— la autoridad estipula las condiciones de uso, incluida la prohibición absoluta, como ocurrió durante el ilegal confinamiento por Covid-19. En ciertos casos se aprecia con más claridad que un bien público no es de todos. Por ejemplo, una vivienda o un coche oficial asignado a un alto cargo del Estado está a su servicio exclusivo y al de su familia. Los gremios que no están sujetos al mercado, como afirma Mises (2011: 966): «De servidores se transforman en dueños y señores de los consumidores. Cualquier medida beneficiosa para sus asociados pueden adoptarla, por dañosa que resulte para el común de las gentes». La prueba más contundente de que lo público no es de todos es la imposibilidad de enajenar las participaciones que (imaginariamente) corresponden a cada propietario, tal y como explica Ana Sanchís (2021: 33):

«Si algo realmente “es de todos nosotros”, ¿cómo es que no puedo liquidar mi parte? ¿Cómo es que no puedo vender, alquilar, subastar, prestar, tasar, hipotecar, legar, regalar ni destruir mi parte, ni simplemente renunciar a ella? ¿Cómo es que no puedo acordar con otro comprarle la suya y aumentar así la mía? […] ¿Cómo es que ni siquiera se me informa de cuánto vale mi porción? En definitiva, ¿qué clase de propiedad es esa, qué cuento nos están contando?»

La única forma de evitar la confusión es delimitar el bien público en cuestión, identificar a «todos» los individuos con derecho sobre él y concretar el tipo de derecho. Por ejemplo, la Suerte de Pinos, en la española Comarca de Pinares, es una institución medieval que establece la propiedad comunal sobre la explotación forestal en 23 municipios de las provincias de Soria y Burgos. Anualmente, cada vecino del pueblo recibe una parte alícuota del dinero procedente de la venta de madera.

El dinero público tampoco es de todos. La desafortunada frase de Carmen Calvo —«El dinero público no es de nadie»— contiene una brizna de verdad. Una vez que el Estado ha confiscado el dinero a sus legítimos dueños y pasa al erario, sus administradores lo dilapidan como si no tuviera dueño, se quema como pólvora de Rey (2). Sin embargo, el dinero público, al igual que el resto de bienes del Estado, tienen un dueño efectivo: aquellos que lo consumen directa o indirectamente en forma de rentas, subsidios, contratos públicos, etc. 

El servicio público

Los entes estatales y las empresas públicas, con frecuencia, buscan legitimar su existencia afirmando ser un «servicio público». No tener ánimo de lucro, es algo que supuestamente les ennoblece. Sin embargo, los empleados públicos no trabajan gratis, todos se lucran al cobrar sus nóminas; pero existen muchas formas ilícitas y subrepticias de lucrarse con lo público: a) Trabajando menos horas de las estipuladas o reduciendo el rendimiento. b) Utilizando los medios del Estado en su provecho personal: por ejemplo, los políticos y los trabajadores (incluidas las familias) de la sanidad pública disfrutan de listas de espera paralelas a expensas del resto de usuarios. De igual modo, la seguridad pública se convierte en la seguridad privada de los altos cargos (3). También es frecuente usar al personal —escoltas, conductores, ordenanzas— en labores domésticas. c) Malversando fondos públicos: gastando el dinero en fines —obsequios, viajes, gastos personales— distintos de los legalmente autorizados. d) Pagos en metálico o «mordidas»; por ejemplo, un tanto por ciento sobre el importe tras cada adjudicación de contrato público. Este dinero puede ir directamente al bolsillo del político o a un recaudador oficioso que posteriormente reparte el botín entre los dirigentes del partido. Por último, e) Puertas giratorias. Los políticos tejen una red —empresas públicas, organismos, fundaciones, agencias, observatorios, etc.— donde poder acomodarse en el futuro (4). 

Otro error es llamar «públicos» a ciertos servicios —taxis, farmacias, notarías, registros de la propiedad y mercantiles— cuya oferta ha sido interferida por el gobierno. Es obvio que todos los servicios se ofrecen «al» público, pero el gobierno utiliza esta argucia cada vez que desea manipular un negocio. Por ejemplo, en Baleares y Canarias el transporte aéreo interinsular ha sido declarado «servicio público» para imponer obligaciones —rutas, frecuencias, horarios— a las compañías y otorgar falsos derechos —subsidios— a los residentes.

Tampoco hay tal cosa como «utilidad pública». La utilidad —el valor— siempre es subjetiva. El interés, la razón, la inteligencia o la voluntad, son atributos exclusivos de las personas: «Sólo los individuos piensan y actúan» (Mises, 2010: 217).

Las ayudas públicas

Existe una generalizada aceptación social sobre la bondad de las ayudas públicas. Tras cada catástrofe o crisis económica los afectados piden ayudas a las autoridades. Los sustantivos «ayuda» y «solidaridad», adjetivados como «públicas», quedan automáticamente pervertidos. La ayuda genuina debe ser voluntaria y utilizando medios económicos propios. Toda ayuda pública es espuria porque el dinero ha sido obtenido mediante la violencia fiscal. Los fines éticos exigen medios éticos. Lo correcto es remediar los infortunios a través de instituciones de previsión —familia, seguros, mutualidades— y caritativas —religiosas, fundaciones— que no sean coercitivas. «Salvar» o «rescatar» empresas —bancos, aerolíneas, fabricantes de automóviles, industria cinematográfica, etc.— en quiebra, con dinero público, es otra perversión del lenguaje; se trata de eufemismos que disfrazan un robo al contribuyente. Por último, algunas ONG y fundaciones también presumen de no tener «ánimo de lucro», pero como no quieren o no pueden recaudar fondos de forma voluntaria, recurren al gobierno para lucrarse con dinero confiscado.

(1) La idea de «comienzo» también es engañosa y tiene una connotación bíblica. Nunca ha habido un comienzo porque la historia del hombre es un continuo biológico y antropológico.

(2) Los soldados de los Tercios españoles debían pagar la pólvora con su propio salario. La pólvora de rey era aquella que provenía del botín de guerra. La segunda se gastaba más alegremente que la primera.

(3) Durante el carnaval de Tenerife, en 2012, los seis escoltas de la Unidad de Intervención Policial (Unipol) asignados al alcalde santacrucero, José Manuel Bermúdez, cobraron 14.842 € en concepto de horas extra.

(4) La Unión Europea es la mayor puerta giratoria con unos 50.000 empleados propios (funcionarios y agentes). Como anécdota, tras el Brexit, quedaron vacantes los 73 escaños que ocupaba el Reino Unido en el Parlamento europeo. Los eurócratas no perdieron la ocasión para repartirse 27 nuevos escaños (5 a España) aduciendo motivos demográficos y de representación.

Bibliografía

Bourne, R. (2013). War is the Health of the State. John Calvin Jones.

Constitución española (1978).

Leoni, B. (2011). La libertad y la ley. Madrid: Unión Editorial.

Mises, L. (2010). Teoría e Historia. Madrid: Unión Editorial.

Mises, L. (2011). La acción humana. Madrid: Unión Editorial.

Sanchís, A. (2021). «Avance de la Libertad». Revista libertaria de opinión y debate. Núm. 13. Madrid: Fundación para el avance de la libertad.

Serie El lenguaje económico

(VII) La falacia de la inversión pública

(VI) La sanidad

(V) La biología

(IV) La física

(III) La retórica bélica

(II) Las matemáticas

(I) Dinero, precio y valor

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