¿Son tiempos propicios para las ideas de la libertad? A toro pasado, vemos que ha habido épocas en las que estas ideas, si no predominantes, han sido relevantes para políticos, empresarios y personas con poder o fama, aunque puede que no con la profundidad que nos hubiera gustado. Cuando analizamos los tiempos presentes, quizá por el principio de precaución, quizá porque nos invade la incertidumbre propia de lo que aún no ha ocurrido o no es sabido, tendemos a dudar de que estemos viendo buenos tiempos en nada. Esta sensación no es nueva y este sentimiento pesimista es omnipresente y se hace patente en el tópico de que todo tiempo pasado fue mejor. Sin embargo, la pregunta con la que he empezado el artículo es pertinente: ¿son tiempos propicios para las ideas de la libertad o, por el contrario, se está incrementando el autoritarismo en el mundo?
Desde diciembre de 2019, estamos inmersos en una pandemia a escala planetaria, hecho que no ocurría desde la “gripe española” que afectó al mundo en febrero de 1918, aún en medio de la que se conocería como la Gran Guerra y luego la Primera Guerra Mundial, y que mató más personas que el propio conflicto bélico. La covid-19 ha trascendido del aspecto meramente sanitario y ha provocado una serie de reacciones en cadena de gobiernos de todo tipo y calado, pero también en las sociedades civiles que gobiernan. Una pandemia como la que padecemos no es un conflicto bélico, pero puede obligar a tomar medidas propias de uno de ellos.
De cara a evitar la transmisión, y desde el punto de vista estrictamente sanitario, es necesario reducir los contactos entre personas para evitar el avance de la enfermedad. Desde otro punto de vista, para que la sociedad y las personas que la componen se vean lo menos afectadas posible, hay que tomar medidas que permitan a los no contagiados seguir con su vida, a la vez que se cuida de los enfermos, las relaciones sociales y la economía. Compatibilizar estos aspectos no es fácil, cuando no imposible. Supone limitar ciertas actividades según las circunstancias y eliminar estos límites en cuanto mejoran las condiciones a niveles adecuados. Además, estas transiciones deben hacerse con presteza y justificación, evitando arbitrariedades. Desgraciadamente, las medidas establecidas por gobiernos de todo el mundo han sido torpes, injustificables y caprichosas. No pocas veces se han tomado más por interés de los gobernantes que de los gobernados y, salvo casos concretos, no han impedido contagios, muertes y el colapso de algunos sistemas sanitarios. Sin embargo, esta pandemia ha propiciado un daño grave, por sus potenciales efectos en el largo plazo, que ha sido tapado por los daños derivados directamente de la enfermedad.
El marxismo cultural promueve la creación artificial de grupos enfrentados en la sociedad, de forma que, de su conflicto, puede terminar surgiendo un movimiento revolucionario que será aprovechado por ciertas élites políticas que intentarán asaltar su particular palacio de invierno. Lo estamos viendo en los conflictos ligados al sexo/género, al feminismo, al ecologismo y, ahora, en el ligado a la pandemia. En diversos países, sobre todo en los que predomina el pensamiento occidental, hay una tendencia a la polarización: entre los que niegan la existencia de la enfermedad y los que no, entre los que son proclives o contrarios a las vacunas u otros medicamentos y sistemas para combatirla, entre los que odian o aman a las farmacéuticas, entre los que se creen y los que no se creen teorías de la conspiración sobre el verdadero objetivo de la vacuna… El marxismo cultural ha encontrado otro argumento para extenderse y, en este caso, no depende necesariamente de las ideologías clásicas, pues podemos ver en todos los bandos gente de varias ideologías, religiones o cualquier forma de pensamiento.
Siempre ha habido ideas enfrentadas y siempre ha habido conflictos entre los que piensan una cosa y la contraria (o la que consideran que es la contraria), pero desde hace dos décadas, cada vez son más los criterios que dividen a unos contra otros. No estoy hablando de que haya ideas que puedan dar lugar a debates más o menos acalorados circunstancialmente, sino que el enfrentamiento supone una categorización de los enfrentados y una asignación de la condición de los “otros”, los “enemigos”, los que hay que rechazar o combatir con todas las fuerzas posibles. El marxismo cultural apunta a la polarización y en esta se puede caer de dos maneras: siguiendo sus preceptos o apoyando lo que consideran lo contrario. Esta tendencia al enfrentamiento y al grito más que al debate (sólo hay que ver ciertas tertulias televisivas) va acompañada de ciertos comportamientos que alejan las ideas de la libertad o que ponen en duda su vigencia. Las sociedades y los individuos que las componen parecen más proclives a la polarización, el enfrentamiento y la violencia, que puede llegar a ser institucionalizada.
Si observamos la situación política en el mundo, vemos un Estados Unidos en retroceso y desentendiéndose de su papel de potencia global que hasta ahora ha estado ejerciendo (y que se supone que aún ejerce), con un presidente como poco cuestionable, tanto en su llegada al poder como en su capacidad. Vemos una Unión Europea que ha adoptado una serie de políticas de carácter progresista, que han desencadenado en su interior crisis relacionadas con la inmigración y la estabilidad social, con la producción energética y el elevado precio que hay que pagar por ella (que ha llevado a depender externamente de antiguos enemigos) y otras de consistencia institucional, con huidas significativas de la Unión (Brexit) y el planteamiento de medidas similares por países desencantados por lo obtenido. Vemos a una Latinoamérica que empezaba el siglo con al menos la mayoría de sus países con gobiernos de carácter más o menos democrático y que ahora ha apostado por gobiernos ligados al comunismo cubano-bolivariano o el populismo más descarado, pasando por el habitual peronismo que tanto mal ha hecho. Vemos a dos potencias regionales, la China comunista y la Rusia de Putin que, ante el retroceso de los Estados Unidos, se atreven a plantear estrategias, realizar actos bélicos o prebélicos, promover rebeliones, “comprar” gobiernos enteros en países del Tercer Mundo (y no precisamente por la acción de un comercio libre y voluntario) para tomar sus recursos que le son necesarios, o extender su territorio a zonas a las que nunca había llegado (es el caso de China) o que consideran que tienen que recuperar (Federación Rusa). Vemos, en definitiva, un incremento de la violencia, la inestabilidad y la inseguridad en prácticamente todo el globo.
En estas circunstancias, como ya ha ocurrido en otras épocas, las ideas autoritarias, que están más ligadas al concepto de seguridad o al concepto revolucionario en la psique humana, tienen más potencial político que las que están ligadas a la libertad y la responsabilidad. En algunos casos, incluso se culpa a las personas e instituciones que promueven o asumen estas últimas, de los problemas y la inestabilidad existentes. Así pues, los conflictos graves tienen muchas más posibilidades de suceder, puesto que hay más oportunidades de obtener una masa crítica que apoye una respuesta más agresiva o, al menos, que no la obstaculice. En una época en la que la construcción del relato es tan importante para justificar actos y políticas, se percibe como líderes fuertes al presidente ruso Vladimir Putin y al chino, Xi Jinping, dos regímenes que representan el neofascismo y el neocomunismo, que pretenden sustituir al “decadente” sistema occidental. Corren tiempos difíciles.
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