Resulta realmente absurdo que los juristas –y los no juristas que entran también, por qué no, en estos importantes debates- no seamos capaces de centrar metodológicamente el objeto de nuestro estudio. Esto es, que tengamos tan serias dificultades para definir lo que el Derecho es.
Como destacó el profesor Herbert Hart, de la Universidad de Oxford, a comienzos de la década de 1960, éste es un problema que no se le plantea a los ciudadanos medianamente informados. Ellos, sin problema, pueden identificar en qué contextos se manifiesta el derecho. Tampoco se le plantea a los teóricos de otras disciplinas, tales como la medicina o la química, quienes no suelen desacuerdos tan enconados sobre su objeto de estudio.
The concept of law, de Herbert Hart
Hart, en su obra definitiva, The Concept of Law (1961), acusó las exageraciones que suelen hacerse en teoría y filosofía del derecho para escoger algún atributo de los sistemas legales y señalarlo como el elemento “definitorio” o contentivo de la “quintaesencia” de lo jurídico. Así, por ejemplo, evoca autores como Llewellyn («lo que los funcionarios hacen respecto de las disputas… es el derecho mismo»), Holmes (“las profecías de lo que los tribunales harán es lo que entiendo por derecho”), Gray (“las leyes son fuentes de derecho… no partes del derecho mismo”), Austin (“el derecho constitucional no es otra cosa que moral positiva”) y Kelsen (“no se debe robar; si alguien roba deberá ser castigado… si existe, la primera norma está contenida en la segunda, que es la única norma genuina… el derecho es la norma primaria que establece la sanción”).
Filtrar el derecho con valoraciones personales
Otro elemento que perturba seriamente el esclarecimiento del derecho como objeto de estudio es el permanente intento de incluir ideales valorativos (sean morales, políticos, económicos y hasta estéticos) en su definición. Poco ayuda en el intento de definir lo que es una casa, si nos empeñamos en decir que “sólo las casas bellas son verdaderas casas”, “sólo las casas donde impera la moral son auténticas casas”, o “sólo las casas funcionales son genuinas casas”.
¿Tiene importancia la belleza, el respeto de valores morales o el aprovechamiento eficiente del espacio para llevar a cabo la labor definitoria de lo que una casa es (i.e. que permita llamar “casa” –sólo eso- a un determinado objeto de nuestra atención)? Al parecer, la respuesta es afirmativa para una serie de doctrinas legales, tales como el iusnaturalismo (sea en sus versiones de inspiración metafísico-religiosa, o de inspiración racionalista), los nuevos “iusmoralismos” (Dworkin, Nino, Alexy), los recientes productos académicos hispanoamericanos tales como el “neoconstitucionalismo” (Carbonell, García Figueroa, et. al.) o el “postpositivismo” (Atienza, Ruíz-Manero), o la hermenéutica alemana (Kaufmann, et. al.).
Según estas corrientes del pensamiento no es posible definir el derecho sin un previo criterio de corrección valorativo. Y más concretamente, sin la implicación de valores morales. Para hacer la situación peor, estas posturas y sus respectivos autores tienen que recurrir a la defensa de algún tipo de objetividad en materia moral. Vale decir que están forzados a defender como “verdadera” y “correcta” una determinada moral.
Evolucionismo
Por su parte, la relativamente poca (en cantidad, aclaro) teoría y filosofía del derecho, elaborada desde el pensamiento liberal contemporáneo, insiste en extrapolar al campo del Derecho sus apreciaciones sobre el orden espontáneo (o cataláctico, en términos de Hayek). También en la aproximación típicamente escocesa sobre las instituciones como resultados no intencionados o planificados, sino como consecuencia de la acción humana libre e individual (Smith, et. al.). Ello ha dado importantes contribuciones, sobre todo en el campo del Análisis Económico del Derecho (Posner, Cooter, Ulen, et. al.). La aplicación de la teoría neoclásica de los precios de mercado que resulta muy útil para dotar de razonabilidad a la práctica judicial.
El liberalismo ha asumido la muy justificada y acertada posición política de combatir el expansionismo gubernamental en detrimento del Estado mínimo en materia económica. Y también ha resistido –de nuevo, de forma meritoria- los embates contra el Estado de Derecho (aquellos principios y reglas que impiden la expansión autoritaria, cuando no totalitaria, del Estado).
Liberalismo y positivismo no se empecen
Esas posiciones han llevado al liberalismo a expresar posiciones que no son sostenibles en materia jurídica. Por ejemplo, que la legislación, o las regulaciones estatales “no son verdadero derecho”. Ello –en materia de teoría y filosofía jurídica –devaluaría al liberalismo al mismo nivel de sus contrapartes “iusmoralistas” contemporáneas. Confunde las labores analíticas o descriptivas (las que esclarecen el derecho como objeto de estudio), con las tareas evaluativas, normativas o incluso críticas (una vez que se señale con claridad al derecho como objeto de estudio).
Este error, a mi juicio, sería solventado por el liberalismo jurídico si acepta las premisas metodológicas de la tradición analítica, o positivista. Estas premisas vienen a diferenciar el sistema jurídico de otros sistemas (e.g. la moral, la economía) con los que guarda innegable relación. Cuando los liberales aceptemos que asumir los postulados de dicha tradición analítica o positivista no implica en modo alguno aceptar o justificar moral o políticamente un orden jurídico determinado, sino describir el derecho “como es”, para luego proponer el derecho “como debe ser”, empezaremos a hacer teoría y filosofía jurídica mucho más relevante, incluso de la que hemos venido haciendo hasta ahora, sin renunciar al Estado de Derecho en materia política e institucional, o al Estado mínimo en materia económica.
Ver también
Positivismo jurídico y tiranía. (José Antonio Baonza).
Positivismo jurídico y tiranía (II). (José Antonio Baonza).
A vueltas con el positivismo jurídico (IV): sus antecedentes filosóficos en Comte y Hegel. (Jaime Juárez).
4 Comentarios
Estoy de acuerdo que ‘un’ objeto de estudio debería ser lo que realmente ocurre con las personas que acuden a los tribunales [1].
Pero para estudiar realmente la realidad de lo que ocurre [2], y no la falsa teoría sobre la realidad con que la dominante cosmovisión o religión estatista encubre esa realidad. Un ejemplo (superactual) del aparato de producción de ese Derecho «positivo» formal y el cumplimiento o incumplimiento de los principios (formales) sobre los que «teóricamente» se basa su producción y promulgación):
— Agustín Valladolid: «Sánchez, Bolaños y la destrucción de los contrapesos»
https://www.vozpopuli.com/opinion/sanchez-bolanos-destruccion-contrapesos.html
— Rubén Arranz «Ministra en España, ‘groupie’ de Cuba y Venezuela»
https://www.vozpopuli.com/opinion/ministra-en-espana-groupie-de-cuba-y-venezuela.html
Sobre la caída de Roma (y de los EE.UU.), debido a la sustitución de la ‘rule of law’ por la arbitraria ‘rule of man’ y los burócratas
(junto con la utilización de una retórica binaria como herramienta para «dividir» –y vencer– a la sociedad; con reverberaciones al caso de la España actual o la historia de Argentina o Venezuela):
— Matt Wolfson «Trading Constitutionalism for Bureaucracy»: https://lawliberty.org/trading-constitutionalism-for-bureaucracy/
Sobre el paralelismo entre la common law y el derecho privado romano (en tanto que derecho material, emergente en forma de instituciones espontáneas frente a las que todos los ciudadanos son/somos realmente iguales):
Jim Harper «The uncertain future of common law»: MacLeod ably describes how the law sprang from «moral realities, norms and institutions, that people already believed they had an obligation to obey.» It is a nice illustration of an important point MacLeod makes well: Common law «stands prior to and independent of political power.»
También: Jeffrey Bristol «A law of the people»: Statute dominates the elite’s world while common law governs the people’s.
https://lawliberty.org/a-law-of-the-people/
Adam J. MacLeod «[Common law] Still Alive and Well»
https://lawliberty.org/still-alive-and-well/
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[1] Recuerdo que ese pretendía ser el enfoque de las escuelas del realismo jurídico norteamericano, y del realismo jurídico escandinavo, que aparecían mencionados de pasada en el último capítulo del Manual de las asignaturas de Teoría del Derecho o de Derecho Natural o Filosofía del Derecho (junto con una leve mención a la Escuela Austriaca en uno de ellos), con comentarios del tipo: «Bueno, también existen…tal y tal, pero no las vamos a estudiar».
[2] En ello, en entender esa realidad, tiene/tendría un papel clave las aportaciones de la Escuela Austriaca. Ver, por ejemplo: «La permanente relevancia de Hayek», por Allen Mendenhall: https://juandemariana.org/ijm-actualidad/analisis-diario/la-permanente-relevancia-de-hayek-ultimo-hombre-del-liberalismo/
Mi RESUMEN del artículo relativo a la SUSTITUCIÓN de la ‘RULE OF LAW’ por la arbitraria ‘rule of man’ y los burócratas (Matt Wolfson: «Trading Constitutionalism for Bureaucracy»):
— To academics who adopt an alternative interpretation, the Roman Empire’s decline came not from the outside but from within. In fact, the story of barbarian takeover was a fiction invented by the very people who really destroyed Rome: imperial BUREAUCRATS who concentrated power under the false justification of protecting the empire from “barbarians,” which in practice was a political label deployed against dissenters.
ROME’S FALL CAME FROM BUREAUCRACY’S RISE: […] historian Michael Kulikowski, the author of The Tragedy of Empire… holds that, in the words of the proverb, “the fish rots from the head downward.” Kulikowski’s general thesis isn’t new: older historians have traced decisive changes in Rome to the shift to imperial government under Augustus, as Roman assemblies which had shared power with a senatorial elite were reduced to breads-and-circuses and the Senate to an organ of the emperor’s control. But Kulikowski extends his examination by several centuries to focus on Roman government after 200 CE and the way it led to the Western Roman Empire’s fast dissolution after 395 CE In the process, he uncovers surprising facts about the effects of the imperial state created by Augustus’s successors. According to him, THE ROOTS of the EMPIRE’S DECLINE truly BEGAN WITH A NEW CLASS OF ELITES: “equestrians” or “administrators,” EXPERTS or specialists BROUGHT IN BY EMPERORS, who exercised a silent revolution against the old senatorial class. These bureaucrats were committed to standardizing and centralizing government which in the past had operated off regional customs and concerns, and their commitment to “impersonal” administration was matched by new opportunities to ply their trade.
The biggest of these opportunities came from Emperor Caracalla’s “megalomaniac gesture” in 212 CE of granting full Roman citizenship to almost everyone in the empire. This shift meant that the new equestrians had to work out how diverse populations—now considered citizens—would relate to each other under Roman law. And this, in turn, meant aspiring to a level of governing “uniformity”—government as standardized “managerial” practice instead of a product of regional customs—that had never been “possible” or “necessary.” HOW would the multiplying equestrians and their emperors EXPLAIN this new INTRUSIVENESS, this conviction that “uniformity can be achieved and therefore should be achieved,” over populations that had been left alone? WITH RHETORIC, AS LANGUAGE that until recently scholars had considered “IMPRECISE bluster” began to suffuse Roman laws.
This NEW LANGUAGE involved a “BINARY that brook[ed] no compromise” between two categories: those on the right side of whatever uniform project the government embarked on, true civilized Romans, and those who resisted it, uncivilized barbarians. Crucially, the term “BARBARIAN” did not refer to an actual, stable category of people. Instead, it was a MUTABLE DEFINITION that could apply to groups regardless of geography (whether they lived inside or outside the empire) or ethnicity. At its root, it was deliberately “POLARIZING RETHORIC” in which opponents of government policy and law were, by definition, barbaric, uncivilized, and anti-Roman “in their very being”: “necessarily excluded from the Roman polity and the protection [it] offer[ed].”
The force of this rhetoric was precisely that it could apply to anyone, depending on the emperor’s desire.
America’s Centralization Began with Bureaucrats: Like mid-twentieth-century America, Rome changed when a new class of institutionalists began supplanting legislatures with bureaucracies and concealing the shift with idealized rhetoric. Though Kulikowski draws only a few contemporary parallels to his view of Rome’s decline and wouldn’t necessarily share a constitutionalist’s approach to American history, his narrative of Rome maps with startling precision onto America’s since 1945. This was when our shift to empire empowered NATIONAL BUREAUCRATS to execute a silent revolution against state legislatures, chapter-based associations, and the national Congress which had helped shape politics up to that point. Like the Roman equestrians, the new American bureaucrats justified their move with rhetoric. But their move’s fundamental function was to DESTROY THE BALANCES of the Constitution between the federal and state governments: sucking power from the peripheries (the states) and toward the center (Washington, DC).
The first of these bureaucratic takeovers was judicial, as the Supreme Court asserted that ensuring “equal rights” demanded unprecedented national judicial control over state governments. This control wasn’t only for correcting egregious wrongs like Southern segregation but for handling issues of legislative apportionment, the relationships between churches and states, and states’ employment policies. Even supporters of these rulings acknowledged that some of them had no basis in the Constitution. And, though some were hailed as “pragmatic compromises,” their real significance was that national appointees were making choices they had never needed to make before.
Thanks to the efforts [of presidents like] Lyndon Johnson (who drove Washington expansion and made bureaucrats arbiters of race relations and state-run programs for Great Society progressive ideals), Richard Nixon (who increased regulatory authority at an even faster clip), and others, Washington became a city of administrators, regulators, and corporate lobbyists who ensured that new BUREAUCRATIC REGULATION FELL ON SMALL FIRMS not large ones. All the while, Congress, the most representative branch of the national government, became a blank check for executive action, thanks in part to Supreme Court rulings which mixed assertiveness over the states with deference to the Executive.
Like in the Roman Empire, this revolution in affairs was a silent one, because America’s new equestrian class produced iITS OWN PROPAGANDISTS, this time from government-funded UNIVERSITIES and CORPORATE MEDIA. At their hands, rhetoric suffused reporting, and politics was discussed in terms of its moral promises or its problem-solving “pragmatism”—ignoring the fact that both the morality and the pragmatics flowed from a newly-centralizing national government.
Only in subversive academic circles were these moves discussed in terms of the actual power shift that was occurring. Only in these circles was an important question asked: had a centralized government grown so powerful that it made legal rights into “parchment guarantees” that could be easily taken away? Like mid-twentieth-century America, Rome changed when a new class of institutionalists began supplanting legislatures with bureaucracies and justifying the shift with idealized rhetoric. Like today’s BUREAUCRATIC PARLANCE about “deplorables” and “insurrectionists,” the Roman rhetoric of “barbarians” JUSTIFIED USING STATE POWER AGAINST AGAINST ANYONE OPPOSED TO NEW ADMINISTRATIVE AGENDAS. Like today’s operators, the Romans promoting these agendas used their “new totalizing conformist discourse” TO ENFORCE “MANAGERIAL and IDEOLOGICAL UNIFORMITY” over parts of life from taxation to religion. Like our own zero-sum politics, competition for power in Rome increased as centralization did, with the result that institutions were hollowed out by factions trying to control them. —
Mi traducción de dicho fragmento que pretende resumir el proceso de SUSTITUCIÓN del IMPERIO DE LA LEY (ley material) por el imperio de la legislación (ley formal), como manifestación o transición al dominio de la arbitrariedad o voluntad de concretas personas y grupos (Matt Wolfson: «Trading Constitutionalism for Bureaucracy»):
— Para los académicos que adoptan una interpretación alternativa, la DECADENCIA DEL IMPERIO ROMANO no SE PRODUJO desde fuera sino DESDE DENTRO. De hecho, la historia de la toma del poder por los bárbaros fue una ficción inventada por las mismas personas que realmente destruyeron Roma: los BURÓCRATAS; los burócratas imperiales que concentraron el poder bajo el falso pretexto de proteger al imperio de los “bárbaros”, que en la práctica era una etiqueta política utilizada contra los disidentes.
LA CAÍDA DE ROMA VINO ASOCIADA AL ASCENSO DE LA BUROCRACIA: […] el historiador Michael Kulikowski, autor de ‘The Tragedy of Empire’… sostiene que, según las palabras del proverbio, “el pescado se pudre desde la cabeza hacia abajo”. La tesis general de Kulikowski no es nueva: ya los historiadores antiguos atribuyeron los cambios decisivos en Roma al paso (de la República romana) al gobierno imperial bajo Augusto, cuando las asambleas romanas que habían compartido el poder con una élite senatorial fueron reducidas a pan y circo y el Senado relegado a ser un mero órgano de control sometido y utilizado por el propio emperador. Pero Kulikowski amplía su examen varios siglos para centrarse en el gobierno romano después del año 200 d.C. (la crisis del siglo III d.C.) y la forma en que condujo a la rápida disolución del Imperio Romano Occidental después del 395 d.C. En el proceso, descubre hechos sorprendentes sobre los efectos del estado imperial creado por los sucesores de Augusto. Según él, LAS RAÍCES DE LA DECADENCIA DEL IMPERIO realmente COMENZÓ CON EL ACCESO DE UNA NUEVA CLASE DE ÉLITE: los “ecuestres” o “administradores”, los EXPERTOS o especialistas TRAIDOS POR LOS EMPERADORES, que ejercieron una revolución silenciosa contra la antigua clase senatorial. Estos burócratas estaban comprometidos con la estandarización y centralización del gobierno que en el pasado había operado de acuerdo con las costumbres e intereses locales descentralizados, mientras que su compromiso con una administración «impersonal» fue acompañado de nuevas oportunidades para ejercer su propio ‘negocio’.
La mayor de estas oportunidades provino del ‘gesto megalomaníaco’ del emperador Caracalla en 212 EC de otorgar ciudadanía romana plena a casi todos los habitantes del imperio. Este cambio significó que la nueva clase ecuestre tuvo que pergeñar alguna manera para que se relacionaran entre sí las diversas poblaciones (ahora consideradas ciudadanas) según la ley romana. Y esto, a su vez, significaba aspirar a un nivel de “uniformidad” de gobierno –el gobierno entendido como una práctica “gerencial” estandarizada en lugar de producto de las costumbres regionales emergidas de abajo a arriba– que nunca había sido “posible” o “necesario” ni se había forzado hasta ese momento. ¿CÓMO EXPLICARÍA aquella reciente clase burocrática ecuestre y sus emperadores esta nueva INTRUSIVIDAD, esta convicción de que “la uniformidad se puede lograr y, por lo tanto, se debe lograr”, sobre poblaciones que hasta ese momento habían sido autónomas? Pues mediante la retórica, con un LENGUAJE que hasta entonces los eruditos habían considerado una mera “fanfarronería IMPRECISA”, y que comenzó a infundirse en la propia legislación romana.
Este NUEVO LENGUAJE implicaba una ‘dualidad BINARIA que no permitía ningún compromiso’ entre las dos categorías: aquellos en el lado correcto de la historia según cualquier proyecto uniformizador en el que se embarcara el gobierno, eran definidos como verdaderos romanos civilizados, y aquellos que se resistían o lo criticaban, bárbaros incivilizados. Fundamentalmente, el término “BÁRBARO” no se refería a una categoría real y estable de personas. Más bien, era una DEFINICIÓN MUTABLE que podía aplicarse a cualquier grupo independientemente de su geografía (tanto si vivían dentro como fuera del imperio) o su origen étnico. En el fondo, era una “RETÓRICA deliberadamente POLARIZADORA” en la que los opositores a la política y legislación gubernamental eran, por definición, bárbaros, incivilizados y antirromanos “en su propia esencia” y por tanto debían ser “necesariamente excluidos de la política y protección romanas”.
El poder de aquella retórica residía precisamente en que podía aplicarse a cualquier persona o grupo, dependiendo del arbitrario deseo del emperador.
LA CENTRALIZACIÓN DE LOS ESTADOS UNIDOS (también) COMENZÓ CON LOS BURÓCRATAS: al igual que Roma cambió, los Estados Unidos cambiaron a mediados del siglo XX, cuando una nueva clase de institucionalistas comenzó a suplantar las legislaturas con estructuras burocráticas y a ocultar dicho cambio con una retórica idealizadora. Aunque Kulikowski establece sólo unos pocos paralelismos contemporáneos con su visión del declive de Roma y no necesariamente compartiría el enfoque constitucionalista de la historia estadounidense, su narrativa de Roma se relaciona con sorprendente precisión con la de Estados Unidos desde 1945. Fue entonces cuando en nuestro camino imperial se empoderó a los BURÓCRATAS NACIONALES para ejecutar una revolución silenciosa contra las legislaturas estatales, las asociaciones voluntarias y autónomas y el propio Congreso nacional que hasta ese momento habían ayudado a dar forma a la política. Al igual que la clase ecuestre romana, los nuevos burócratas americanos justificaron su decisión con retórica. Pero la función fundamental de su medida fue DESTRUIR los CONTROLES y EQUILIBROS de la Constitución (checks and balances) entre los gobiernos federal y estatal: succionar poder desde la periferia o periferias (los estados) para dárselo al centro (Washington, DC).
La primera de estas tomas burocráticas de poder ocurrió en el ámbito judicial, ya que la Corte Suprema afirmó que garantizar la “igualdad de derechos” exigía un control judicial nacional, que no tenía precedentes, sobre los gobiernos estatales. Este control no fue sólo para corregir errores atroces como la segregación en el Sur, sino también para manejar cuestiones de reparto legislativo, las relaciones entre iglesias y los estados y las políticas de empleo de los mismos. Incluso los partidarios de estas injerencias reconocieron que algunos no tenían fundamento en la Constitución. Y, aunque algunos fueron acogidos como “compromisos pragmáticos”, su significación real fue que los funcionarios de nivel nacional estaban tomando decisiones que nunca antes habían debido ni tenido que tomar.
Gracias a los esfuerzos [de presidentes como] Lyndon B. Johnson (que impulsó la expansión del poder de Washington y convirtió a los burócratas en árbitros tanto de las relaciones raciales como de los programas estatales para los ideales progresistas de la Gran Sociedad), Richard Nixon (que aumentó la autoridad regulatoria a un ritmo aún más rápido) y otros, Washington se convirtió en una ciudad de funcionarios, reguladores y cabilderos corporativos que aseguraron que la nueva REGULACIÓN BUROCRÁTICA RECAYERA EN LAS PEQUEÑAS EMPRESAS y no en las grandes. Mientras tanto, el Congreso, la rama más representativa del gobierno nacional, se convirtió en un cheque en blanco para la acción ejecutiva, gracias en parte a sentencias de la Corte Suprema que unían buenas palabras para los estados pero deferencia y preferencia para el Ejecutivo central.
Al igual que en el Imperio Romano, esta revolución fue silenciosa, porque la nueva clase ecuestre estadounidense produjo SUS PROPIOS PROPAGANDISTAS, esta vez provenientes de UNIVERSIDADES y MEDIOS CORPORATIVOS financiados por el gobierno. En sus manos, la retórica inundaba la información y la política se discutía en términos de sus promesas morales o su “pragmatismo” en la resolución de problemas, ignorando el hecho de que tanto esa moralidad como ese pragmatismo procedían de un gobierno nacional recientemente centralizado.
Únicamente en los círculos académicos más independientes se discutieron esas transformaciones que en términos del cambio de poder real se estaba produciendo. Sólo en estos círculos se planteó una pregunta importante: ¿se había vuelto tan poderoso el gobierno centralizado que había convertido los derechos legales en meras “garantías de papel” que podían dejarse en nada con facilidad?
Al igual que Estados Unidos a mediados del siglo XX, Roma (la República romana) se vio transformada cuando una nueva clase de institucionalistas comenzó a suplantar las legislaturas con burocracias y a justificar ese cambio con una retórica idealizada. Al igual que el lenguaje burocrático actual sobre “deplorables” e “insurrectos”, la retórica romana de los “bárbaros” JUSTIFICABA EL USO DEL PODER DEL ESTADO CONTRA CUALQUIERA QUE SE OPUSIESE A LAS NUEVAS AGENDAS ADMINISTRATIVAS. Al igual que los operadores actuales, los romanos que promovían estas agendas utilizaron su “nuevo discurso conformista totalizador” PARA HACER REALIDAD la “UNIFORMIDAD IDEOLÓGICA Y DE GESTIÓN” que deseaban imponer en los aspectos clave de la vida, desde los impuestos hasta la religión. Al igual que nuestra propia política de suma cero, la lucha por el poder en Roma aumentó a medida que lo hizo la centralización, con el resultado de que las instituciones fueron vaciadas de contenido por las propias facciones que intentaban controlarlas. —-
Abordando una línea paralela parecida, y con referencias al profesor Álvaro D’Ors y su libro «Ensayos de teoría política» (1979),el recentísimo artículo de
Daniel Morena Vitón «¿Deberíamos acoger el pensamiento político romano no-estatista?», en la web del Mises Institute:
https://mises.org/wire/should-we-embrace-stateless-roman-political-thought (en castellano en breve pulsando «Lee esto en español», a la izquierda).