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El lenguaje económico IX: Fiscalidad

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Actuando en libertad cada individuo revela lo que considera bueno: «Sea pues bueno aquello que sea elegible por sí mismo» (Aristóteles, 2009: 77). Por el contario, lo malo procura ser evitado. El hombre por imperativo biológico —sostenimiento y perfeccionamiento de la vida— necesita apropiarse de bienes pudiendo hacerlo de dos formas: «El trabajo y el robo, el propio trabajo y la apropiación por la fuerza del trabajo de otros»; distinción que Oppenheimer (1926: 24) denominada «medios económicos» y «medios políticos».

El origen del impuesto nunca fue un mítico «contrato social», sino la apropiación violenta de la riqueza mediante la conquista (Bodino, 1576). Paulatinamente, el impuesto se fue sistematizando con funcionarios al servicio de las élites políticas; por ejemplo, la unificación que supuso el Sistema Métrico Decimal (Lavoisier, 1799) facilitó la labor confiscatoria del Estado moderno. 

El tributo enriquece a quien lo percibe y empobrece a quien lo paga, por ello, uno intenta acrecentarlo y el otro intenta escamotearlo. Cobrar impuestos requiere de una capacidad técnica que combina información, organización, coacción y persuasión. A pesar de que el Estado posee la fuerza para doblegar la resistencia de sus víctimas, procura conseguir su voluntariedad o, al menos, su anuencia. La persuasión incrementa el ingreso fiscal mediante la reducción de costes del recaudador. El lenguaje, sin duda, es una potente herramienta de legitimación fiscal cuya finalidad es hacer creer al individuo que los tributos son justos, necesarios y que, en última instancia, él es el principal beneficiario. En el presente artículo, por fiscalidad o tributación entendemos cualquier obligación dineraria o servidumbre (militar, electoral, judicial) forzosa.

El impuesto no es voluntario

«El interesado, antes de actuar de uno u otro modo, valora y pondera la posibilidad de que otro ejerza coacción sobre él» (Mises, 2011: 766). El impuesto no es voluntario, se cobra bajo amenaza; no obstante, el recaudador intenta disfrazarla empleando verbos —aportar, colaborar, contribuir, destinar, pagar, participar, prestar, sufragar— que infieren voluntariedad. Sin duda, sería más realista llamar «confiscado» al «contribuyente». El actual «Impuesto de Bienes Inmuebles» (I.B.I.) se llamaba «contribución». La Constitución española (art. 31. 1) reza: «Todos contribuirán al sostenimiento de los gastos públicos […]». De igual modo, se pervierte el significado de «colaboración» (art. 118): «Es obligado cumplir las sentencias y demás resoluciones firmes de los Jueces y Tribunales, así́ como prestar la colaboración requerida […]». La «participación» y «colaboración» que exige el Estado es sui generis; por ejemplo, negarse a «participar» como miembro de un Jurado supone multa entre 150€ y 1.502€; y negarse a «colaborar» en la realización de encuestas del Instituto Nacional de Estadística (INE) conlleva sanción. Las organizaciones criminales privadas emplean la misma técnica que el Estado, por ejemplo, así se dirigía E.T.A. al abuelo de Santiago Abascal: «Sr. ABASCAL, hace algún tiempo recibió Vd. una carta nuestra en la que le hacíamos petición de 10 millones de pesetas como contribución económica a la lucha del Pueblo Vasco […]».

Otro eufemismo es llamar «prestación» a cualquier forma de servidumbre o trabajo forzado, como el servicio militar obligatorio. De igual modo, el verbo «pagar» es usado equívocamente cuando declaramos «pagar» impuestos o «pagar» el sueldo a los políticos. Analicemos este titular: «Los españoles destinan el 52% de sus salarios al pago de impuestos»; aquí los verbos «destinar» y «pagar» enmascaran la naturaleza violenta de la fiscalidad. El ciudadano no «paga» salarios públicos, ni «sufraga» obras o servicios públicos y ni siquiera «paga» su propia jubilación. Es el gobierno, previa confiscación, quien realiza todos esos pagos. Sería más apropiado afirmar que los políticos se pagan a sí mismos. Otras veces, una cuota forzosa se camufla como «aportación»: «El sistema […] se financiará con los fondos provenientes de la cuota de formación profesional que aportan las empresas y los trabajadores». Cual trilero, el gobierno retiene a las empresas un dinero que luego les devuelve como «crédito» formativo y, de paso, se embolsa cada año más de 900 millones € por cursos no impartidos. 

Otra perversión del lenguaje es esta: «El Gobierno ha pedido un esfuerzo adicional a los ciudadanos durante la crisis»; o bien: «Los españoles han asumido sacrificios y en cuanto podamos bajaremos los impuestos»; pero los políticos no piden permiso para saquear a los ciudadanos. El colmo del cinismo es denominar «voluntario» al período de pago (sin recargo) de ciertos tributos municipales: I.B.I., tasa de basura, impuesto de circulación, etc. 

Para combatir la manipulación verbal es recomendable hablar en plata, por ejemplo, la cuota que «pagaban» las empresas por su pertenencia forzosa a las Cámaras de Comercio era más conocido como «impuesto revolucionario». Otra estrategia es hacer ostensión verbal de estar siendo coaccionado; por ejemplo, algunos políticos separatistas prometen su cargo por «imperativo legal» para manifestar su oposición al statu quo político. De igual modo, podríamos adjetivar como «forzosos» específicos hechos y situaciones; por ejemplo: contribuyente forzoso de impuestos, médico colegiado forzoso Nº…, presidente forzoso de la mesa electoral…, miembro forzoso del jurado…, etc

Competitividad fiscal

La palabra competitividad tiene una connotación positiva. La competencia mercantil proporciona a los consumidores bienes económicos con la mejor relación calidad-precio posible. Los peores competidores desaparecen o son adquiridos por los mejores. Al hablar de competitividad fiscal se da a entender que los gobiernos compiten entre sí buscando el plácet de los ciudadanos, pero el Fisco no es una empresa ni compite como una empresa. En primer lugar, la competencia fiscal es contraria a la naturaleza expansiva del poder político: «Un gobierno es tan fuerte como lo son sus ingresos» (Chodorov, 2002: vii). No nos engañemos, ni siquiera la (estatista) curva de Laffer busca el interés del contribuyente, sino optimizar el ingreso fiscal. Los índices de competitividad fiscal (ICF) que elaboran fundaciones y think tanks libertarios son empleados para persuadir a los gobiernos y que sean fiscalmente atractivos a residentes y empresas. Esta estrategia se ve fuertemente contrarrestada con acusaciones de dumping fiscal y por el intento de «armonización» fiscal proveniente de saqueadores sin complejos. Más que competir, los gobiernos se cartelizan para subir impuestos; por ejemplo, tras la crisis de 2008, se orquestó un catastrazo nacional que multiplicó el I.B.I. por 3,5 en una década. Sería más apropiado llamarlo «Índice de agresión fiscal».

En segundo lugar, los gobiernos no quiebran por falta de competitividad fiscal; por ejemplo, Cuba lleva 60 años siendo un pésimo competidor fiscal y perdiendo población, pero ahí sigue. Los Estados no se ven obligados a reducir su fiscalidad, por el contrario, el avance imparable del Estado social no ha hecho sino incrementarla.

Dumping fiscal

En un artículo anterior ya vimos que prohibir la venta a pérdida o dumping carece de justificación ética y económica. El dumping es un fenómeno exclusivamente mercantil ya que los gobiernos no venden bienes a precios de mercado. La incorrecta acusación de dumping fiscal, por tanto, se refiere más bien a tener una fiscalidad «demasiado» baja. Por ejemplo, se acusa a la Comunidad de Madrid de «deslealtad» porque sus impuestos —sucesiones, donaciones y patrimonio— son más bajos que en otras regiones. Toda propuesta de «homogeneización» o «armonización» fiscal es un intento igualitario de saquear a todos al máximo nivel. 

Paraíso fiscal

Un deslizamiento lingüístico es probablemente el origen de la metáfora «paraíso fiscal», dado el parecido entre los sustantivos ingleses haven (refugio) y heaven (paraíso). En cualquier caso —refugio o paraíso — nos estamos refiriendo a una jurisdicción con nula o baja fiscalidad que atrae a capitales y residentes de otros Estados. Los paraísos fiscales han sido objeto de las peores acusaciones —blanqueo de capitales, fraude, elusión— por la mayoría de gobiernos (auténticos «infiernos» fiscales), que ve mermada su capacidad confiscatoria. Resulta cómico que los mayores agresores fiscales acusen a los más moderados de «prácticas fiscales abusivas». El mundo al revés. En particular, La Unión Europea (2021) tiene una lista negra de 21 jurisdicciones que no «cooperan» lo suficiente al saqueo fiscal de Bruselas.

Impuesto confiscatorio

Se trata de un pleonasmo pues todo impuesto, en mayor o menor medida, es confiscatorio. Sin embargo, los hablantes entienden por «confiscatorio» un tributo desmedido o abusivo: «Todos contribuirán al sostenimiento de los gastos públicos de acuerdo con su capacidad económica mediante un sistema tributario justo inspirado en los principios de igualdad y progresividad que, en ningún caso, tendrá alcance confiscatorio» (CE, art. 31. 1). El legislador hace un brindis al sol cuando no precisa el significado de «confiscatorio», permitiendo el expolio fiscal con impunidad. Esta argucia convierte al gobierno en dueño y señor de toda la riqueza, estipulando en cada caso qué porción reclama para sí y cuál permite conservar al contribuyente (Chodorov, 2012: 8).

El impuesto progresivo es regresivo

La (espuria) justicia social exige que los más ricos sean sacrificados en el altar del Estado social mediante una fiscalidad «progresiva». Paradójicamente, como apunta el profesor Benegas Lynch (2014), las personas con ingresos más bajos (supuestos receptores del botín fiscal) resultan perjudicados de forma indirecta. A medida que la renta se incrementa, generalmente, la proporción dedicada al consumo disminuye y la dedicada al ahorro e inversión aumenta. El impuesto progresivo reduce el consumo de los más «ricos», pero reduce en mayor proporción la inversión en bienes de capital; y una menor tasa de capitalización implica salarios e ingresos reales más bajos. Por otro lado, el impuesto progresivo desincentiva el trabajo de los profesionales más productivos, agravando la escasez de servicios altamente valorados por los consumidores. Por ejemplo, un afamado cirujano reducirá voluntariamente el número de intervenciones quirúrgicas. En definitiva, el impuesto progresivo penaliza los factores de producción capital y trabajo: «La producción y la riqueza total ha sido rebajada» (Mises: 2011: 779).

Confusión fiscal y jurídica

Consiste en hacer que la legislación fiscal sea tan intrincada, ambigua y cambiante como sea posible, de tal forma que constituya un arcano para los legos y un laberinto para los técnicos, que ven mermada su capacidad de asesoramiento. Cuanto más confusa y alambicada sea la normativa más ventaja tiene el Fisco que, actuando como juez y parte, interpreta la norma en su favor. La inseguridad jurídica de individuos y empresas es la seguridad económica al gobierno. 

La confusión fiscal intersecta con el Derecho. El legislador enmascara la coacción haciendo creer al ciudadano que un deber legal —fiscal, militar, electoral, judicial— es al mismo tiempo un derecho. Por ejemplo: «Son derechos y deberes de los vecinos: […] d) Contribuir mediante las prestaciones económicas y personales legalmente previstas a la realización de las competencias municipales». Sin embargo, para un mismo individuo algo no puede ser simultáneamente derecho y deber (García-Trevijano, 2012). Veamos otra mentira: «Los españoles tienen el derecho y el deber de defender a España». Claramente, el servicio militar obligatorio no es un derecho porque si lo fuera podría dejar de ser ejercido, es decir, todo derecho incluye su abstención. Votar tampoco es derecho y deber. El sufragio activo es un derecho político y su corolario es el derecho de abstención (no votar). Es una indecencia que los legisladores elaboren falacias informales, a saber, «usos equívocos de términos y abusos de imprecisión» (Vega, 2007: 196).

Bibliografía
Aristóteles (2009). Retórica. Madrid: Alianza Editorial

Benegas Lynch, A. (2014). «El rol de la desigualdad de ingresos y patrimonios» [Video file]. Recuperado de https://www.youtube.com/watch?v=ZZ-mfv9-Ohs&t=833s

Bodino, J. (1997). Los Seis Libros de la República. Madrid: Tecnos.

Chodorov, F. (2002). «The Income Tax: Root of all Evil». [Online edition]. Ludwig von Mises Institute.

Consejo de Europa: https://www.consilium.europa.eu/media/52208/st12519-en21.pdf

Constitución española de 1978.

Constitución suiza de 1995.

Mises, L. (2011). La Acción Humana. Madrid: Unión Editorial.

 Oppenheimer, F. (1926). The State. New York: Vanguard Press. 

Sánchez, D. (2013). «Taxes and History» [Video file]. Recuperado de https://www. youtube.com/watch?v=bOjaE_-BNY0

García-Trevijano, A. (2012). «El voto es un derecho, no un deber». Recuperado de https://www.youtube.com/watch?v=NNgtyr5HDtY 

Rothbard, (2013). El Hombre, la Economía y el Estado (vol. II). Madrid: Unión Editorial. Vega, L. (2012). Si de argumentar se trata. España: Montesinos.

(VII) Sobre lo público

(VII) La falacia de la inversión pública

(VI) La sanidad

(V) La biología

(IV) La física

(III) La retórica bélica

(II) Las matemáticas

(I) Dinero, precio y valor

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